Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

sábado, 31 de diciembre de 2011

Le Chateau (II)

M ha disfrutado como una loca del esquí de fondo. Solo se ha caído tres veces en un recorrido de cinco kilómetros por el bosque. Yo, que la seguía a poca distancia, taciturno y concentrado, maldiciendo mi torpeza, me he ido al suelo -las he contado- quince veces, quince. Una de las cosas que nos unen amorosamente es nuestra patosidad, pero yo hoy me he llevado la palma. Con todo, yo también he disfrutado. Es tan poco el deporte que hago a lo largo del año que una esforzada mañana sobre unos esquís me produce una satisfacción olímpica. El sendero, que recorre los viejos predios del obispo de Laval, era magnífico, sobre todo la parte que recorre la orilla del río, cubierto por nieve fresca, vasto y estático. Luego del esquí, nos hemos dejado pasear por un trineo tirado de perros. Estos perros, parientes cercanos del lobo (no ladra, aúlla, según leí después) son preciosos animales, de mármol veteado. 'En avant les chiens!' gritaba nuestro gondolero, abriendo bien cada sílaba. M y yo nos disfrutamos a ras de nieve, a moderada velocidad, arropados por una manta pestilente. Pensé en Jack London, del que no he leído nada; un fallo. Entonces se me ocurre preguntar si todavía alguien en Canadá usa los perros para ir de un sitio a otro. 'C'est pour les touristes mon vieux!' berrea el conductor. M se ríe de mí y con toda razón 'Te lo tienes merecido. Es como si te preguntaran si en Sevilla la gente va en calesa, honey'. Ya, bueno, quizá los esquimales. A la vuelta, la clientela se engalanaba ya para la última noche del año. Nosotros hacemos lo propio. Ninguna comensal tan hermosa, vivaz y alegre como M. 'Este año tenemos que esquiar'.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Le Chateau (I)

Montebello Le Chateau. La cabaña de madera más grande del mundo dicen, y no hay motivo para no creerlo. Ideal para reuniones del G-7 o novelas de Agatha Christie. Me arrellano en la famosa rotonda, construida toda ella de madera de cedro, a tomar chocolate mientras M nada en la piscina. En el centro, los botones atizan el hogar de la totémica chimenea de veinte metros de altura. El hotel fue construido en plena gran depresión como un club para ricos. Ahora es propiedad de un fondo de pensiones en Ontario. Para mi gusto la estética de leñador es excesiva, pero puedo entender que para un niño este hotel es un paraíso. Por otro lado, al llegar, los dos hemos pensado lo mismo: la estructura del recinto recuerda lúgubremente la de la cárcel modelo, el panóptico penintenciario de Bentham. Pero estoy bien, aquí, con mi chocolate. Sobre todo ahora que el pianista, que se cree Art Tatum, nos da tregua. Me preocupa no acabar de entender el francés de Quebec, tan duro al oído. Planeo las actividades de mañana; quizá probemos el esquí de fondo; ¿curling? puede ser; ¿tai Chi? ni de coña. M llega sonriente. De buen humor, como siempre que nada. 'Estaba sola. He hecho veinte piscinas' (en el castellano de Barcelona, quiere decir largos). Añade 'No entiendo nada de lo que me dicen. ¿Tú? Así no vamos a aprender francés'. Las familias a nuestro alrededor, todas de inequívoco aspecto anglo, conversan con calma. Busco adulterios potenciales, improbables en estas fechas. Algún huesped peculiar que poder hacer objeto de alguna ficción. Nada. Tatum vuelve a atacar las teclas: ahora suena el Claro de Luna de Debussy. '¿Cenamos?'

jueves, 29 de diciembre de 2011

Apalear la nieve

Mi mujer me sugiere abandonar la contemplación del paisaje y contar algo que pueda interesar a la parroquia. Me encantaría ahora discutir nuestra primera velada en un partido de hockey sobre hielo, comentar el ambiente de puro circo romano que anima estas sesiones, examinar las reglas, ponderar la dosis inevitable de violencia... pero lo dejaré correr para otro día. Hablemos hoy de un deporte mucho más rudo, que es además una ineludible institución ciudadana en Canadá: apalear la nieve. Como ya se ha dicho, en este país nieva mucho. Esta mañana han madrugado dos palmos, por lo menos. Como es natural, los copos se posan donde quieren, sin distinguir entre el jardín y el caminito para llegar a la calle. La entrada a los garajes también se tapona con frecuencia. Las terrazas, en fin, pueden derrumbarse oprimidas bajo el peso de los copazos. Toda esa nieve ha de ser limpiada con diligencia en el ritual del apaleamiento. Si bien cabe la posibilidad de contratar a empresas que ofrecen dicho servicio, un rápido cruce de miradas y asentimientos tácitos entre los expatriados me han llevado a creer que es algo indecoroso pagar a otro para que apalee por ti. Así que dad a cada vecino una pala. Pero UNA BUENA PALA, con una hoja larga de buen tamaño. Luego uno debe llevar ropa y calzado apropiado. 'Uno de los fallos frecuentes' razona Nacho, 'es salir a apalear en pijama'. Pero incluso quien no es tan incauto suele fallar en lo fundamental: la técnica. El orden sería así: flexionar rodillas hasta casi acuclillarse, hincar la pala en la nieve, empujar, levantar sin doblar la cintura, arrojar la nieve al costado, resoplar, descansar, repetir. El descuido de alguno de estos pasos puede resultar en MUERTE. Nacho me ha recortado una noticia del Ottawa Citizen, dando cuenta de un estudio llevado a cabo por un cardiólogo argentino probando sin lugar a la duda la correlación entre infarto de miocardio y apaleamiento negligente. Llegados a este punto a mí solo me queda advertir que en castellano recto no se dice 'apalear' sino 'espalar' la nieve, detalle que nadie que me conozca se sorprenderá de que me importe, y que además es un verbo infinitamente más bonito. M quiere, otrosí, que aclare que en casa apalea ella, lo cual sólo es, como tantas otras cosas que se dicen, parcialmente cierto.


miércoles, 21 de diciembre de 2011

Albedo

La ventana de mi despacho mira a una paisaje nevado. Como todas las ventanas de Canadá esta época del año, supongo. Los distintos efectos lumínicos, a los que todavía no me he acostumbrado (es decir, todavía los veo) atrapan mi atención. La luz rebota con fuerza en la nieve sin calentarla, deslumbrando. Uno no puede posar la mirada en lo blanco sin comenzar a entornar los ojos. Variación del albedo, creo que lo llaman. En una escala que midiese la capacidad de distintas superficies de reflejar los rayos del sol la nieve estaría la primera (luego las nubes, luego el desierto) y el mar el último. Por esa razón los pueblos de Andalucía son blancos y los esquiadores llevan gafas de sol. A esta hora, la franja de nieve iluminada tiene una cierta calidad cítrica, imperceptiblemente amarillenta. La franja que queda en sombra es en cambio azul, al principio algo turquesa, y conforme va progresando, más como el de una ciruela. No sé por qué me doy a estas bagatelas. Por miedo a no recordarlo, pienso. Lo más sencillo sería salir ahí y pintar como Sisley, que para algo él es el impresionista que mejor pintó la nieve, y yo el funcionario que vuelve a su función.

martes, 20 de diciembre de 2011

Freezing rain

Esta noche ha helado. Por la mañana nevaba con fuerza. Y cuando he salido de casa la nieve había cedido el lugar a espesas gotas de agua. He visto que el río estaba inmóvil, completamente cubierto por una gruesa capa de nieve, que no dejaba adivinar la capa de hielo subyacente. Así quedará una meses, como un vasto techo de vidrio encofrado. Al llegar a la oficina había noticias. Los servicios meterológicos anunciaban freezing rain durante toda la mañana. Llega Cristina y me dice 'Vas a ver, qué bonito'. Llega Jose Luis y dice: 'Me ha saltado el abs tres veces'. Como llego caminando al trabajo soy el último en enterarme de estas contigencias climáticas. He ido a documentarme. Un fenómeno justamente temido por todos: un tipo de precipitación que se congela al impactar sobre cualquier superficie, o por decirlo parafraseando un famoso síntoma, que convierte en hielo todo lo que toca: una planta, una mosca, un poste telefónico. La voz española es más espectacular: tormenta de hielo. Por la ventana no me ha llamado la atención. Por no decir que no visto nada. Pero al salir a la hora del almuerzo no me he pegado un morrazo de puro milagro. Luego Nacho me ha enseñado a hincar bien el talón y evitar las placas de hielo que no se ven. Ha habido accidentes, claro. Todos han salido antes hoy. Por precaución la ruta de los colegios se suspende y son los padres lo que deben recoger a los ñiños. Bill y Kathy no creen que haya muchos días como hoy, y que en todo caso no dura mucho. La lluvia helado es shortlived, adjetivo que no se deja traducir por efímero. Efectivamente; de madrugada, el tiempo encuentra su camino y el agua vuelve a fluir, tranquila.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Ottawa, domingo

Domingo. Salimos a pasear, hasta el nuevo sushi joint que nos recomendó Nacho. El mercurio no subía de menos diez, pero la claridad del día invitaba a caminar. Por Crichton St. M y yo comentamos la calidad de las casas, las que nos gustan y las que nos gustan menos. El barrio ha conservado casi intacto su carácter deliciosamente provinciano. Ni un coche. El frío, ya digo, considerable, pero quién lo iba a notar embutido en una escafandra de pluma canadiense. Poco a poco un sentimiento de íntima satisfacción crecía en nosotros, quizá producido por la doma del termómetro. Un hombre con orejeras es un hombre feliz (¡no digamos una mujer!). Los diversos componentes de la community nos salían al paso: la iglesia de St. Bartholomew (presbiteriana, conducida por el Father Clooney), el centro cultural (molestos por haber sido desalojados de sus locales dilectos en favor de la Escuela de Danza), el estudio del pintor, el salón de belleza, y ya en la avenida comercial de Beechwood la librería (donde encontramos a Silvia, que atiende en la cocina de 42, Fine foods), la sucursal bancaria (Adam, su director, hombre corpulento y amable que estuvo en Benidorm el pasado año para asistir al campeonato mundial de kickboxing), la residencia de mayores, el gimnasio donde el pilates, etc. Luego, en Sushi Me, pescado crudo y honesto; (de postre, una insospechada tarta de queso de té verde). Volvemos por la parte del río, donde los perros rozagan, como nosotros, sin collar. Ayudamos a un señora a recuperar un guante. Algunos corredores bien abrigados nos llevan a las consabidas consideraciones sobre la necesidad de hacer deporte, etc. A estas alturas del paseo ya me siento plenamente instalado en una novela de costumbres del siglo XIX. Comprobamos como el implacable hielo ya muerde las márgenes del río. Sus aguas transcurriendo tranquilas me hacen pensar en el paso del tiempo (es la metáfora más vieja del mundo, y nunca pasa). Pronto será una vasta vidriera. No ha nevado en unos días y el parque tiene el color de una tórtola. Y arriba el cielo alto y azul, en bastidor, como el cielo de mi ciudad. El sol brilla pero no calienta (es un sol débil, como si estuviera bajo de baterías, tal y como lo describió Nacho hace unos días). Sobrepasamos nuestra calle y nos llegamos hasta la esclusa, donde del Rideau vuelca su cauce en el Ottawa. Cuando llegamos a casa, alegres por el frío, el día ya está hecho.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Retorno de lo vivo lejano

Entre los beneficios que trae la condición de expatriado -bajo el entendimiento de que la expatriación es el fruto de una opción bien pagada y no de una ausencia de opciones- está la suspensión del vínculo. El propio país, los amigos, la familia, el universo de obligaciones rutinarias, la madeja inextricable de afectos, todo eso queda relegado bajo una marca de agua. Cesa en su existencia, por así decir. Es cierto que se mira de reojo, se mantiene el contacto, se está al tanto de lo que pasa. El vínculo no se rompe, pero relaja el nudo. Lo importante seguirá siéndolo a nuestra regreso, lo insignificante que nos atosigaba adquiere con la distancia su exacta dimensión liliputiense. Sucede que una patria no reemplaza el hueco que deja la otra: tampoco se vive plenamente en el país de acogida. Como forastero, uno asiste a la vida ordinaria de los otros como un curioso impertinente, o un razonable opinador. Cuanto ocurre nos puede interesar o aburrir, pero no nos puede afectar, no va con nosotros, o no al menos hasta pasado un largo tiempo, el tiempo que tarda en aparecer el nuevo vínculo, el nuevo lazo que aprieta. O puede regresar el antiguo con fuerza y necesitarlo uno como un miembro amputado. Pero en general el expatriado vive un mundo de mentira, que no es el suyo, exonerado de la obligación de tomar partido, libre de las cargas emocionales que impone decir 'esto es mío'. Huelga decir que se vive de cine en este estado de falsa apatridia. Pero hay veces que lo vivo lejano cruza de una zancada el mar océano para turbarte y recordarte quién eres. Tardes, como hoy, en las que el Madrid vuelve a jugar mal al fútbol y a perder contra el Barcelona; alguien te arranca furiosamente del estado de tranquila irrealidad y vuelves a marcharte enfurrunfuñado y sin cenar a la cama, como si no hubieras desaprendido nada.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Ottawa, capital

La ciudad de Ottawa surgió como resultado de la planificación militar británica tras la Guerra de 1812. Considerando que la ruta que proporcionaba el río de San Lorenzo era vulnerable a una nueva invasión estadounidense, el alto mando británico decidió construir un canal que uniera el lago Ontario con el río Ottawa, abriendo así una nueva vía de comunicación y de suministro de armas hacia el interior del inmenso hinterland. Los ingenieros, mineros y zapadores reales encargados de la construcción fueron así los fundadores del primer asentamiento urbano -el llamado bytown- en la margen izquierda del río, donde hoy muere el Rideau Canal, por el que remontan los turistas y patinan los vecinos cuando se hiela. Más tarde, en 1857, su posición estratégicamente segura y su relativa neutralidad lingüística (frente a las marcadas Montreal o Toronto) convencieron a la Reina Victoria de que la discreta y anodina Ottawa era la ciudad propicia para alzarse con la dignidad de capital de Canadá. De este modo, las necesidades de la guerra con Estados Unidos y de la paz interna entre francófonos y anglos hicieron de Ottawa la capital federal, como el benjamín que hereda el patrimonio ante la sospecha realista de que sus orgullosos hermanos malbaratarían la herencia con sus peleas y resquemores.