Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Ottawa, ciudad

Vista en un mapa la ciudad de Ottawa se parece al huevo que ha roto mal y cuya yema sin cuajar se dilata por el centro de la sartén ante la impotencia del soltero que no ha aprendido la técnica del huevo frito. Quiero decir que Ottawa no tiene un centro reconocible, ese intrincado dédalo de callejas que los europeos buscamos al llegar a una nueva ciudad, crecido orgánicamente alrededor de la iglesia y el ayuntamiento. Paseando por una de estas ciudades americanas -con las probables excepciones de Nueva York, Chicago o San Francisco- a los europeos viejos nos entra una angustia terrible de no ver el campanario asomar por ningún sitio. La fisonomía estándar de la ciudad anglo nos desconcierta, porque, a nuestros ojos, no tiene aspecto de ciudad. Ottawa no es distinta. A medio camino entre el poblachón y la metrópoli, se proyecta como una mancha de aceite deshaciéndose en varias islas suburbiales, conectadas por autovías. Como si Madrid fuera un racimo de Majadahondas y Pozuelos. Se parece, supongo, a la capital administrativa de un Estado desconocido de Estados Unidos (yo nunca he estado en Wichita, Tulsa o Minneapolis, pero me las imagino así). Pensemos también que la municipalidad de Ottawa se extiende por una superficie de 2.780 Km2, lo que significa que es unas veinticinco veces más grande que Barcelona (unas cinco veces más grande de Madrid) y que alberga menos de un millón de habitantes censados, la mitad por tanto que Barcelona (y apenas un cuarto que Madrid). La bajísima densidad de población se está revelando como un lujo al que no cuesta acostumbrarse. No hay tráfico; el coche se desliza con suavidad de punto en punto; al llegar al destino, no hay problema para aparcar en frente de la tienda en cuestión, o en el aparcamiento en superficie del que muchas disponen. Casi nunca hay que hacer cola para nada. La vida se condensa algo más en el llamado Market, el hipotético centro de la ciudad. Allí hay tiendas notables, pero no más de una, o dos, por género. Nacho me asegura que la ciudad crece silenciosa por dentro. 'Mis antecesores no se creen que ahora haya hasta diez restaurantes donde comer más o menos bien'. Desde ciertas perspectivas asoma alguna mole hormigonera inhóspita a la vista (aunque estas torres son llamadas 'condos' no se distinguen en nada de una buena 'colmena' soviética a las afuera de Kiev) Desde otros miradores la ciudad es mucho más acogedora, con sus mejores edificios construidos en ladrillo caldera o piedra caliza. La postal la regala la confluencia del río y el canal, allí donde se alza la colina del Parlamento, construcción neogótica sobresaliente. A pesar de la considerable presencia de circunvalaciones, rondas y emetreintas, el terreno es tan vasto que da para albergar extensos parques y jardines. Un árbol para cada casa, una ardilla para cada árbol. 'Esta bien esta ciudad', le digo a M. 'Esta bien, pero no es una ciudad' responde. Un lugar, en todo caso, donde se puede ser feliz.

martes, 29 de noviembre de 2011

23B

Ayer fuimos a cumplimentar a nuestros vecinos, Bill y Kathy, un matrimonio jubilado de gran amabilidad y lozanía. Viven en el chalet contiguo al nuestro, aunque es más exacto decir que compartimos una misma casa. Nuestras estancias se pensaron y construyeron como anejo a las suyas; de un gran garaje y una espaciosa leonera salió la casa que nosotros hemos alquilado. Llevamos una tortilla de patatas, amarilla y redonda como una luna. No estaba tan jugosa, con el huevo y la patata por cuajar, como otras veces, pero una tortilla regular de M sigue siendo una tortilla deliciosa. Creo que les gustó genuinamente. Comimos de pie en su cocina, antes de pasar al salón, junto a una chimenea de gas que dibujaba un simulacro de llamas tras una falsa madera. Descorcharon un viejo conocido, un Côte du Rhône excelente, un poderoso signo de distinción. Otra buena noticia es que no hubo que descalzarse. Nos sentamos a mantener una conversación civilizada en nuestros zapatos. Muy bien. Kathy es una mujer de porte elegante, pelo castaño y facciones amables. Maestra de escuela retirada. Bill, prejubilado de la quiebra de Nortel, es algo más bajo que su mujer, delgado sin llegar a enjuto, calvo, de sonrisa luminosa, puramente anglosajona. Hicimos dos únicos arreglos prácticos: ellos guardarán una llave nuestra en su cocina y compartiremos los gastos de retirada de la nieve en la parte trasera de ambas casas. No hará falta contratar a nadie para limpiar la de la fachada. 'Oh, lo haremos nosotros. Nos gusta y tenemos mucho tiempo. Ya nos lo cobraremos en tortillas'. La conversación prosiguió amigable y se detuvo sin fatiga en el momento apropiado. Por primera vez, las civiles obligaciones de la vecindad parecen una agradable circunstancia de la vida, lejos de la sorda y deprimente relación con los vecinos de escalera en las auténticas ciudades.

jueves, 24 de noviembre de 2011

¿Y esto dónde va?

PARA LLEVAR sólo dos semanas en el país M está sufriendo un vertiginoso proceso de aculturación. Ya no permite los zapatos en casa. 'Si los canadienses se los quitan nosotros también'. Yo aplaudo este deseo de integración de mi esposa, pero me resisto a que el antenista deba quedarse en calcetines nada más traspasar el umbral de la puerta ¡Y lo hacen como signo de respeto! Claro que puede ser una medida razonable en invierno, cuando los canadienses entran en casa arrastrando barro y nieve sucia de la calle. Pero si en verano persisten en este hábito anticivilizatorio y antioccidental pensaré seriamente en regalar babuscas a la entrada.

Más laborioso está siendo adaptarse a la normativa de reciclaje, que M quiere seguir à la lettre. Al más astuto salen canas en Canadá a la hora separar residuos. Se parte de un esquema sencillo para luego ir complicándolo hasta que no tiene sentido. Existen cuatro cubos básicos, con sus correspondientes contenedores de colores: al verde se tiran los restos orgánicos; al azull los recipientes de plástico; en el cubo negro se arrojan el papel y los cartones; por último, existe un cubo grisáceo donde está permitido arrojar objetos dudosos, como trozos de loza, juguetes rotos, pañales, y -atención- los yogures y las bolsas de plástico. Solo éste último cubo recibe el deshonroso nombre de basura (garbage); el resto ha sido elevado a la dignidad de material reciclable. Ahora bien, cada cubo tiene un matiz exótico: el papel de cocina y las servilletas acompañan a los residuos, al igual que las cajas de pizza; el cubo azul acoge recipientes de plástico, pero también, en extraño ayuntamiento, las botellas de cristal y los vidrios; a la garbage, van a morir las bolsas de plástico y los yogures, que hay que aclarar previamente. Más de una vez uno se siente tentado de arrojar el tetrabric y el yogurt al mismo sitio: error. Por lo demás, hay pormenorizadas reglas sobre rastrillaje; daré un ejemplo: se permite que las hojas secas y las ramas acompañen los restos de la cena, pero estas deben ser agavilladas en manojos de menos de un metro y veinte centímetros de largo (cuatro pies) y sesenta de diámetro (dos pies). Finalmente, cuando uno ha conseguido poner en orden sus desechos, debe comprobar el calendario de colecta. La jardinería se recoge a diario, pero el cubo negro y el cubo azul sólo en semanas alternas, y los meses de diciembre, enero y febrero cada tres semanas. O algo parecido. Según nos cuentan la basura está tan congelada que se niega a desprenderse de las paredes del contenedor, sin que los recolectores inviertan mayores esfuerzos en desatascarla. De todo esto nos hemos enterado gracias a lectura atenta de un manual considerable que incluye fotos y un calendario con iconos. Confieso que los primeros días han sido de gran impericia en lo relativo al reciclaje. Dedicamos un ratito cada día a leer el user's guide. Pronto no fallaremos ni una. Y si no, lo mandamos a la mierda.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Ya llega

ESTÁBAMOS sentados en la cocina comiendo una fruta insípida cuando M ha creído ver copos de nieve. Ha dado un respingo y ha corrido por la casa vacía hacia el ventanal del salón, y yo detrás de ella, para ver los primeros copos de la temporada revoloteando como luciérnagas blancas. Durante unos segundos hemos presenciado como niños embelesados el primer latido del invierno. 'Bueno, pues ya está aquí'.

Hoy termina la moratoria climática que nos ha permitido disfrutar de nuestras dos primeras semanas en Canadá de un otoño apacible, espléndido y extemporáneo, según las admoniciones de nuestros amigos, a estas alturas de noviembre. En este país la nieve carece del carácter festivo y mágico con que se reviste en nuestras ciudades. Aquí la primera nevada es la señal que parte por la mitad el calendario. Un rito anual que obliga a guardar la bicicleta en el garaje, a montar los neumáticos de invierno, a sacar del armario abrigos como escafandras y a volver a empuñar la pala para abrirse camino hasta la calle. Aquí la nieve es una rutina, un modo de estar en el mundo en el que la comunidad de expatriados adiestra a los forasteros recién venidos al tiempo que les infunden un pavor milenarista ante su inminente advenimiento. 'Tendrás que comprarte unas botas impermeables, y cuida que la suela sea de goma, y regar de sal el jardín, y comprar calentadores y orejeras, y aprender bien la técnica de apalear nieve, si no quieres un lumbago de por vida, y ya verás, esto no es nada, no has visto nada todavía'. De ahí el ánimo sombrío con el que nos hemos ido a dormir, cuando los copos flotaban todavía como planetas solitarios. De madrugada M me ha arrancado del sueño :'Mira'. Nuestro jardín, nuestra terraza, nuestra calle, el mundo en general, cubierto por un espesa toga blanca. Y nos hemos abrazado, medio en broma medio en serio, de forma ridícula y memorable, como si estuviéramos frente al pelotón de fusilamiento.