Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

jueves, 13 de diciembre de 2012

Interludio en Washington (y IV)

Hay varios Washington. Está la explanada, vasta nave central de la catedral americana. Ahí están el poder y sus ídolos, la riqueza y su gusano, la esperanza y su grito. Es el DC que se visita. Por fuera lo recubre el trozo pudiente de ciudad: la sección noroeste. Buenos edificios de viviendas, comercio de calidad, restaurantes estupendos, librerías, museos y teatros, universidades, barrios recoletos y a la moda. Es el DC en el que vive la clase media y la gente que no es de Washington. La tercera capa es el Washington de los cuadrantes sur y noreste, donde viven los pobres y la mayoría de lo negros, que cifran el 65 % del total de la población. Es el DC al que nunca vas, y en algún caso, según consenso establecido, al que nunca debes ir. Es el Washington que muestra por qué es importante que la persona más poderosa que vive en el primer Washington, el cogollito de mármol, sea por una vez y por primera, un negro. Pero no suficiente.


miércoles, 12 de diciembre de 2012

Interludio en Washington (III)

Entre reunión y reunión me escapo con M a ver museos. Esta ciudad los tiene de impresión. La Phillips Collection, por ejemplo, uno de esos museos privados, pequeños y profundos, no tan secretos pero apartados del mainstream turístico, en los que uno puede y debe disfrutar de un emocionante momento de intimidad con los amaneceres rojos de Rothko. O el descomunal Museo del Aire y del Espacio, integrante del Smithsonian, y que es el más visitado del país, por encima del MOMA. La única conclusión posible tras la visita es esta: ser científico mola; mamá quiero ser científico. El último que he podido visitar es el Museo de Historia del Pueblo Americano. Iba claro, con mala intención. ¿Cómo ilustrar a los hijos de la nación acerca de los crímenes de la patria? Porque el contador criminal de Estados Unidos no está precisamente a cero. En una gran sala que lleva por nombre 'Americans at war: The prize of Freedom' se explica, de manera somera, la larga docena de guerras que Estados Unidos ha librado, calificando piadosamente como guerras de extensión a lo que eran puras guerras de agresión. En algunos paneles se podía leer la letra pequeña, poniendo algún tímido pero a la belicosidad americana. En general el expediente se salva con fotos, objetos y dibujos y pocas explicaciones. Sin duda, lo más empalagoso es la sala de la bandera, que expone el famoso pendón estrellado (buena traducción al español de star spangled banner, debida a la peruana Clotilde Arias). El pendón es la bandera rescatada del sitio de Baltimore por los británicos durante la guerra de 1812 (en la que Estados Unidos intentó quedarse con Canadá). Es el equivalente a la momia de Lenin en la Plaza Roja y al becerro de oro de los israelitas ese rato que Moisés subió a hablar con Dios. Digo puaj pero más que asco es resentimiento. 





martes, 11 de diciembre de 2012

Interludio en Washington (II)

Washington es una ciudad que cuenta con muchos y buenos restaurantes étnicos. Por haber, hay hasta un español. El único restaurante español que hay fuera de España. Quia. El único restaurante español que hay en el mundo. Jaleo es la prueba sólida que andábamos esperando de que España es algo más que una construcción imaginaria, tan real que es comestible. El puro macizo de la raza se encuentra en el cruce de la Séptima con la G. Uno entra y ya sabe que va a comer bien, que el gazpacho no lo han jodido con tabasco, que las gambas son de Palamós y las croquetas las ha hecho tu madre. Es conmovedor que llegue un camarero y te pregunte ufano: Are you familiariazed with the concept of tapas? Pollo, calle y traiga una de queso, una de jamón del bueno, pulpo a la gallega y pan con tomate con anchoa del cantábrico. Y déjenos a solas. Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es ver a americanos de todas las edades probar the real thing. Tantos y tantos turistas al fin redimidos del cemento amarillo que una vez les dieron por paella. El responsable de este desbordamiento de felicidad es Jose Andrés, un asturiano que tras ser jefe de cocina en El Bulli en su primera época se vino a Estados Unidos convencido de que la cocina española era exportable. Ahora tiene siete restaurantes en Washington, diez más por todo el país, un programa de televisión nacional, es el único español entre los cien personajes más influyentes del mundo (atención: el vigesimoprimero) y ha conseguido que todo quisque en Norteamérica hable de tapas. El las cobra por cuatro veces más de lo que cuestan en una honrada tasca madrileña, pero tiene todo el derecho. A todos los descreídos: España existe y está en Washington.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Interludio en Washington (I)

Esta mañana, milagro: el avión sale a la hora y llegamos a Washington a media mañana. El primer cambio, observable en el mismo aeropuerto, es el diámetro medio de las barrigas, un diez por cierto más generoso. Soltamos las maletas en el hotel y, fieles a nuestra inveterada costumbre, subimos a un autobús turístico. El plato fuerte es la explanada que va del Capitolio hasta el Memorial de Lincoln, con el obelisco a Washington engastado como un cristal de berilo entre los dos. Junto con la Casa Blanca y el Memorial de Jefferson, forma un romboide más o menos perfecto. Es un conjunto bello,  armónico, limpio, vasto. Una impresionante proliferación de columnas y frontispicios. Se comprende al segundo que es imposible no querer jugar en este equipo, con su camiseta tallada en mármol, con su Palas Atenea y su Zeus en el templo. El resto, una ciudad completa, con callejero alfanumérico, con barrios incluso, restaurantes étnicos, intelligentsia de todas las naciones, lobbistas, meretrices, suburbios, teatros, museos, mendigos, clubs de caballeros y zonas de no frecuentar. Es decir, lo mínimo exigible a una ciudad interesante. Y aquí, con el añadido de las sirenas abriendo camino al Prínceps o sus pretorianos. M y yo nos miramos compungidos: Oh, porca, miserable Ottawa, merde de province!

lunes, 3 de diciembre de 2012

Recato

(Para Chema, que me ha visto vomitar en un gimnasio)

Me he apuntado, sin temor ni convicción, a un gimnasio de la zona. El primer día me hicieron una pruebas que determinaron que, si bien mi edad biográfica era de 30 años, mi cuerpo ya había cumplido los 36. Tan desagradable descubrimiento me hizo enloquecer: contraté diez sesiones de entrenador personal. El trato es que en cuatro meses volvería a tener 23.

Ya mi amigo Pablo definió memorablemente los gimnasios como ‘gabinetes de tortura voluntaria'. A lo que yo añado: modernos templos de expiación. En mis solitarias travesías en la bicicleta estática me conmueve observar a otros penitentes que, como yo, querrían arrancarse el cilicio y bajar a la barra a tomar un batido. Claro que también hay santones de misa diaria que parecen disfrutar con la exhibición pública de su virtud muscular. En esta obra, los llamados personal trainer desempeñan el papel de canónigos del templo de perfección corporal. Mi entrenadora se llama Valerie, una jovencita franco-ontariana, que tiene un trasero como de escuela de bellas artes. El problema es que se ha empeñado que conseguir que yo exhiba un culo equivalente al suyo.

Come on, your glutes are not activated!'

¡Pero Valerie, yo solo quiero perder un poco de peso!

Come on, squeeze your glutes!

Otras veces le da por ponerse inspirational:

'Pain is weakness leaving your body!'

Pero he notado que su entusiasmo aminora y empieza a darme por perdido. 

El gimnasio al que vamos –M prefiere la piscina a la sala de máquinas– está bastante bien, la verdad. Es espacioso, está bien equipado y mantiene limpios los vestuarios. Alguna de sus reglas nos dicen algo de la vida en Canadá. En las paredes, por ejemplo, se informa de la modest policy de la empresa. En español podríamos llamarlo regla de recato, que dicta que los usuarios más en forma no pueden ir por ahí minando la autoestima del resto. Esto es, los chicos no pueden vestir camiseta sin mangas y las chicas no pueden enseñar los abdominales. No creo que en España hayamos llegado a este grado de delicadeza, refinado fruto del political correctnessPor si acaso hay una parte del recinto reservada para mujeres. También hay una piscina sólo para chicas. M me cuenta cosas tremendas, como que hay quien –sobre todo mujeres musulmanas, pero también nadadoras pudorosas, que se bañan vestidas, con una suerte de pantalones o faldita. No nos pondremos laicistas, pero alguien podría advertirles de que se trata de una práctica poco higiénica.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Con la puerta abierta

En su documental Bowling for Columbine Michael Moore popularizó la idea de que Canadá es un país tan seguro que la gente duerme con la puerta abierta. Es algo completamente cierto, al menos en Ottawa. A nosotros ya nos ha pasado más de una vez, que al anochecer olvidamos echar el cerrojo a la dacha de Charles, o dejamos abierta la casa un par de horas durante el día sin percatarnos de ello. Ningún problema, ninguna preocupación. Como mucho entra el frío. En los restaurantes, M ha pasado de aferrarse a su bolso como un piojo a un pelo (actitud comprensible cuando se está acostumbrado a rescatar turistas desvalijados en Barcelona) a dejar bolso y abrigo en el ropero con toda paz de espíritu. Las bicis han pernoctado todo el verano sin candar en el jardín, al que se accede por una puertecita sin pestillo. En el barrio residencial de Rockcliffe las grandes casas patricias carecen de valla: cualquiera puede acercarse hasta el umbral de la puerta y llamar. Así, las calles se hacen más gratas y esponjadas. Hace un rato, en el telediario han dado una noticia interesante. A punto de concluir 2012 Ottawa es ya la ciudad de Ontario (de Canadá me atrevería a añadir) con menos homicidios al año: 5. En 2010 y 2011 la cifra fue de 12 y 10 respectivamente. Recordemos que la ciudad tiene algo menos de un millón de habitantes. La media de esos años se sitúa en un ratio de 1,5 por cada 100.000 habitantes. Si abrimos el angular y sumamos todos los crímenes considerados violentos, la media es de 566 por cada 100.000 almas. Para ponerlo en perspectiva he buscado los índices de criminalidad de Washington: 1.241 (no parece tanto, la verdad, considerando la fama que tienen). He fatigado un buen rato la red, sin conseguir dar con índices homogéneos y comparables para ciudades europeas. El caso es que Ottawa es una ciudad muy segura. Tan segura que 'segura' es el primer adjetivo que le viene a la cabeza a la gente cuando le preguntan por la ciudad. Sin duda una de las grandes ventajas que ofrece la vida en Canadá respecto a Estados Unidos es poder salir a la calle en la confianza de que un atraco o asalto es improbable.


domingo, 25 de noviembre de 2012

Sepharad

Acabo de volver de la inauguración del Festival Sefardí de Ottawa. Viven en la ciudad algo menos de trescientas familias sefardíes. En Montreal hay 40.000 judíos sefardíes, y en Toronto otros tantos. Los de habla española, unos 4.000, se concentran sobre todo en Toronto. Ha sido más que interesante. No conozco bien la cultura judía —salvo el hecho obvio de que es, en buena medida, la mía propia— y sé poco de la variante sefardita. Sé que sus antepasados y los míos vivieron en el mismo país bajo los mismos reyes, y que un día nuestros soberanos decidieron que los judíos sobraban y tenían que marcharse. Cinco siglos después, aquí, estoy con ellos, en representación oficial del Estado que los expulsó. No creo en la transmigración de las culpas, pero cuando el ponente menciona de pasada el edicto de 1492 se me cae la cara de vergüenza. Pero no hay resquemor. Acaso, una intensa nostalgia. Al término de la conferencia introductoria, se me acerca una señora, judía de origen egipcio, de apellido Behar. Me cuenta que el año pasado asistió a una reunión a la que se convocó por Internet a todos aquellos que tuvieran el mismo apellido. ¿Dónde la reunión? En Béjar, Salamanca ¿Dónde si no? Preciosa iniciativa. La conferencia ha sido a cargo de un rabino Yammin Levi, experto en Maimónides y poseedor de un español exquisito, aprendido en Tánger. Ha explicado la diferencia cultural entre sefardíes y askenazitas, con gran provecho para mí. Habla con efusión y conocimiento, que es lo propio de un rabino. Los sefardíes son, en suma, más festivos y litúrgicos, mientras que los askenazitas son más sobrios y dados a la abstracción. Le comento luego que es un contraste análogo al que hay entre cristianos católicos y protestantes, con lo que se muestra muy de acuerdo. Me marcho satisfecho de haber aprendido cosas nuevas. A la salida me fijo en un mapa de España: ¿Soy yo o tiene la península forma de estrella de David?

sábado, 24 de noviembre de 2012

Cartas canadianas

Hay escritores de viajes que en sus relatos hacen que la gente que se encuentran parezcan completos extraterrestres. Mienten, claro. Mentir es la tentación por excelencia del escritor. Yo no puedo. Fuente de algún defecto, y también de alguna virtud, es no tener una sola gota de imaginación en mi cabeza, razón por la cual jamás podré escribir una novela ni ser un nacionalista. No me puedo engañar sobre lo que veo. Y allá donde voy sólo veo cosas semejantes, humanamente semejantes. Es una desventaja en un mundo donde el elogio de la diversidad forma parte de lo políticamente correcto. Yo, en cambio, creo que todos los hombres (¡incluso si son mujeres!) son variaciones infinitesimales de un mismo ser humano, y todas las sedicentes naciones son poco más o menos la misma comunidad política enfrentada a los mismos problemas. ¡Oh, ah, oh! Sí, hijos míos, qué le vamos a hacer. Pero esto no reduce en un ápice mi curiosidad por la especie a la que pertenezco ni me impide apreciar esos márgenes incrementales, esa porciúncula de diversidad realmente existente, con la mirada serena y analítica de un miniaturista. 

Sirva lo anterior como reserva general a lo que sigue:

¿Cómo son los canadienses? Tras un año de observar numerosos ejemplos individuales es seguro hacer unas generalizaciones. En primer lugar son gente amable. Desde que estamos aquí no he tenido ni un altercado con ellos, y si alguna fricción ha habido ha sido por mi propia irritabilidad ibérica. Es gente discreta, centrada, liberal, poco dada a los excesos. Su amabilidad se sitúa siempre dentro de los límites de la buena educación, lejos de la invasiva simpatía de los estadounidenses. Alguna vez te interpelan en la cola del supermercado, o en la calle, con una confianza que entre europeos que no se conocen es inusitada, pero nunca con insistencia o reiteración. Se mueven por el espacio (el territorio sale a muchos metros cuadrados por persona) con holgura; esa amplitud les protege del estrés. Han entendido las virtudes del igualitarismo sensato. Imposible que en Canadá surgiera una derecha lunática como en Estados Unidos; tampoco una izquierda populista. A fuerza de vivir en un país que invita al ejercicio físico y en cierta medida lo exige, los canadienses son algo más saludables que el resto de angloamericanos. Sienten un razonable orgullo por lo que han construido y no les impresiona nada la vana presunción de sus vecinos de vivir 'in the greatest country on earth'. No tienen más que cruzar la frontera y visitar Detroit para saber quién domina mejor el arte de la vida buena. Pero tampoco los desprecian. Como en todas partes, hay un poco de chovinismo, consistente en dispensar moralina al resto del mundo ('the world needs more Canada' se puede leer en las paredes de Chapters, la cadena de librerías más importante del país) pero es un engreimiento que sólo opera a determinados niveles. Sosiego, refugio, cordialidad, un poco de melancolía infligida por el paisaje. 'Peace, order, and good government' dice su constitución. Es un objetivo más realista que la búsqueda de la felicidad que Jefferson inscribió en la declaración de independencia. La felicidad ya la traerá el buen gobierno, deben de pensar. No tengo queja, no les veo doblez ni aristas. Me gustan. Canada, no cambies.





miércoles, 14 de noviembre de 2012

Nunc est bibendum!

No es Ottawa una ciudad de muchas distracciones. Los grandes eventos, cuando los hay, son más una obligada consecuencia de su capitalidad que de una genuina demanda de su población. La abundancia de museos es un espejismo; todos tienen un cierto interés, pero no logra uno sacudirse la sensación de estar visitando ampliadas dependencias del gobierno. No hay teatro, no digamos ya una ópera o una buena orquesta sinfónica.  La vida nocturna apenas se compone de una docena de bares a la irlandesa. Emparedada entre dos arrogantes colosos como Toronto y Montreal, el atractivo de la  morigerada Ottawa reside en otros aspectos que sólo la edad madura está en condiciones de apreciar. La feliz e irresponsable juventud ha de apañarse con poca cosa, y de cuando en cuando, enloquecer a cuenta de casi nada. En este sentido, se parece la capital a uno de esos terrenos secos y cuarteados que, al caer una lluvia un poco más fuerte de los esperable, son incapaces de absorber el agua, dando lugar a increíbles riadas e inundaciones. Así sucede, por ejemplo, con el Ottawa Wine and Food Festival. A simple vista es una mera feria gastronómica, que se celebra todos los años por estas fechas. Para la mancebía de la capital, empero, es el momento de darlo todo. Algo digno de verse. La cola para entrar en el pabellón de convenciones es monstruosa. Afortunadamente M y yo contamos con pases vip, cortesía de Wines from Spain, que cuenta con una frondosa cabina, liderada por la gran Pilar R., canadiense de Jerez. Durante el día los profesionales hacen sus negocios. A partir de las siete irrumpe la juventud, como si estuviera en una discoteca de tres pisos. Es el momento de ver a las chicas sin abrigo, cortas, escotadas y con ganas de montárselo. Yo estoy gustosamente retirado del mercado de la carne, pero a tenor de las tres o cuatro chavalas que han iniciado de forma espontánea conversación conmigo, debo de mantener un cierto atractivo. Gonzalo da con la clave de la situación. 'Es como la feria de la máquina-herramienta de Bilbao pero con minifalda'. Mientras guardábamos turno en el puesto de la raclette, la seguridad se ha llevado a rastras a una pobre chica completamente borracha. M razona que los canadiense no tienen cultura de vino y por eso acuden en masa a esta feria: 'Les parece tan sofisticado, y luego no saben beber'. Sentencia: 'Este festival es como la noche del baile de graduación de todo Ottawa'. Y yo: 'Contigo amor, cada noche es noche de Prom'. Lo digo de corazón, pero a la vista del fiestón que se ha montado, me es inevitable sentir nostalgia por los buenos viejos tiempos de marcha por Madrid en confusa persecución del amor. Eso que simplemente llamábamos 'salir'. Que, si no recuerdo mal, no me gustaba.

¡Ea, ottawenses! ¡Claro que sí! Nunc est bibendum, nunc pede libero pulsando tellus!

viernes, 9 de noviembre de 2012

Revoluciones

Ayer se cumplió exactamente un año de nuestra llegada a Canadá, y, como en un bucle, M y yo caminamos sobre el cerco casi perfecto de nuestras pisadas. Con precisión celestial todo cuanto vivimos hace doce meses se repite. Esta noche iremos a la feria gastronómica de Ottawa, que fue nuestro primer plan hace doce meses; la semana que viene se celebra el festival de cine europeo, donde nos dimos a conocer en sociedad. El ciclo por excelencia, que es de las estaciones, también se completa. Esta noche, la primera helada. El general invierno por fin ha desembarcado. El sol sigue ahí pero ya no calienta, como si fuera el decorado de fondo de una opereta. El termómetro en la cocina indica que el mercurio navega por debajo del cero, el número antinúmero que inventaron los árabes. Los próximos meses la palabra 'frío' no será suficiente, y hablaremos de sutiles variaciones de temperatura, usando un lenguaje cada vez más técnico, para describir de manera precisa la textura metálica y cortante de los días. 

Hay algo de tranquilizador en el preciso mecanismo de la vida —la vida cósmica—, dando largas y serenas vueltas al sol. Uno llega a pensar que lo nuestro, la angustiosa creencia de que caminamos en línea recta hacia un cero absoluto, es lo complicado, y lo fácil sería dejarse llevar por este balanceo astrológico. Al mismo tiempo uno sabe que sin esa angustia, sin esa violencia que un día nos hizo arrancarnos del tiempo natural, nada se habría conseguido.

Mientras sorbo café, mientras miro el mercurio que no llega al muy humano cero y la primera escarcha en el jardín, concluyo que no ha sido un mal año.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Book fair

Mañana fría y brillante. Caminamos hasta la feria del libro de ocasión de Rockcliffe. Es un escándalo. La mayoría de los libros cuesta un dólar. A la entrada ya te están provocando, distribuyendo zurrones amarillos de Ikea. Hemos pasado largo rato. En particular me he demorado en la sección de clásicos, haciendo acopio de autores que faltan en la biblioteca y en mi cabeza. En el rincón de Canadá hemos encontrado las novelas de Robertson Davies -muy recomendadas por Guillermo- por tres pesetas de las antiguas. Por un lote de quince libros quince hemos pagado veintiún dólares. Habrá sido una hora larga de escrutinio, tragando polvo. Últimamente, cada vez que entro en una librería de lance, y es siempre que puedo, me abruma la misma sensación de estar hocicando en un basurero y de que la humanidad, en general, escribe demasiado. El número de libros es infinito, no así el número de libros interesantes; de hecho, ésta última categoría está formada por un número reducido de ejemplares y sospecho que abarcable en una vida, selección inteligente mediante. La clave para no dilapidar energías lectoras es una mezcla de entrenamiento del gusto y de saber dejarse asesorar por los mentores adecuados. El mejor amigo siempre tiene en sus labios estas palabras: tolle, lege.


viernes, 2 de noviembre de 2012

Descubrimiento

Acabo de descubrir que el Trivial Pursuit fue inventado por dos periodistas de Montreal.

Gracias Canadá.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Via dulcis

También en Canadá pelan calabazas en octubre y los niños van de puerta en puerta pidiendo caramelos la noche del treinta y uno. Halloween: en España pasa por costumbre extranjerizante y pagana; no se celebra, so pena de reconvención del tradicionalista de turno. Aquí, es al revés: en tanto que mozárabes, podemos asimilarnos sin complejos. 'Estando en Canadá, nadie podrá decirme que me estoy cargando la castanyada' razona satisfecha M. Así que decidimos celebrar la fiesta con todas las consecuencias: barreños llenos de golosinas, decoraciones macabras fuera y dentro de la casa, y disfraces a tono; ella: pirata; yo: fantasma de la ópera con máscara de arlequín. Tan sólo hemos cometido un fallo, aunque no menor: las calabazas. Hemos dejado pasar el tiempo y hoy no quedan en ningún supermercado, para desesperación de mi mujer, de las grandes y naranjas: 'En este país viven como locos; el 24 de diciembre no hay más árboles de Navidad, el 1 de agosto ya no encuentras sombrillas y el 31 de octubre no se te ocurra preguntar por una calabaza de verdad. Es como si sólo estuvieran interesados en las semanas previas a las cosas'. De manera que nos hemos tenido que conformar con dos calabazas raquíticas y verdosas, que más parecían melones contrahechos. Nada, empero, que fuera a desinflar nuestro entusiasmo. Primero llegaron los amigos, ataviados para la ocasión: C & I como Rod Taylor y Tippi Heddren en 'Los Pájaros'; J & A, góticos y gamberros; y A & M (para mí, los triunfadores de la noche) de revolusionarios cubanos. A la caída del sol los niños comenzaron su esperado via dulcis. El éxito de afluencia era seguro. El nuestro es un barrio muy cotizado: no hay coches y los jardines del gobernador y la residencia del primer ministro se convierten en atractivas estaciones para padres y niños. Cada vez que sonaba la puerta bajábamos uno de nosotros para repartir chucherías. Hay que decir que los niños canadienses o están demasiado bien educados o son poco glotones: todos metían la mano con suavidad en el cesto para coger una única golosina. No me costaba imaginarme a mí mismo sacando caramelos a puñados. Entre los disfraces predominaban animales (del tipo cocodrilo o elefante), piratas y zombis. Algo curioso fue comprobar cómo iba subiendo la edad de los mendicantes: hacia las diez ya sólo llamaban a la puerta adolescentes semiborrachas. Al no conocer de la existencia de un límite de edad, nadie se fue sin piruleta. Y el detalle tierno: un padre que se adelantaba a su hijo alérgico para pasarnos a escondidas una golosina segura. El resto de la noche, entre risas y veras, jugando al scattergories (curioso juego de palabras del que me doy cuenta ahora).



martes, 30 de octubre de 2012

Sandy

La tormenta fuese y no hubo nada. Un chasco. Confieso que tenía el morboso deseo de que Sandy peinara Ottawa dejando unos buenos vientos huracanados. Mascaba esos versos fantásticos de Espronceda que un amigo gustaba tanto de recitar y que empiezan:

Me gusta ver los cielos
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar

Pero ya digo, nada. Sandy ha pasado de Canadá como un Atila que, sin razón aparente, dispensara de su furia a una inofensiva aldea romana a orillas del Danubio. Y eso que la rama local de Cruz Roja había movilizado, con tremendos avisos, a M, que tenía todo a punto para incorporarse a un retén de voluntarios. Menudo bluf. Una grata ventolera, el sensual estremecimiento de algunos árboles, las hojas bailando su último tango sobre las aceras, y un rumor sordo contra el cielo gris ala de paloma. Mañana vendrán las lluvias; ojalá hayan cesado por la tarde y los niños puedan salir a recoger sus caramelos de puerta en puerta, que es Halloween.

jueves, 25 de octubre de 2012

La película de ayer

Evito contar cosas del trabajo, pero un episodio como el de ayer bien merece incumplir el propósito. Concluía el festival de cine español en el Bytown, un entrañable cine de barrio de Ottawa. Iba muy feliz: el ciclo ha sido un éxito, hemos llenado casi sin esfuerzo todos los días, y los cambios introducidos han funcionado. Me hacía ilusión que hubiéramos conseguido una cinta en catalán, Pa negre, magnífica y truculenta, como película de cierre. La sala estaba abarrotada, con bastantes catalanes —los que pueda haber en Ottawa— entre el público. Empezó la película bien, con una larga secuencia de un asesinato en un bosque en la que no se habla. A los diez minutos se pudo escuchar el primer diálogo. Me quise morir. Estaba en castellano. Habíamos anunciado la película en catalán. Los del cine se habían equivocado. Estaba furioso. 'Con la que está cayendo' pensé. Calibré la situación: si la película sigue en castellano, estamos incumpliendo nuestro programa y los catalanes se sentirán decepcionados. Si interrumpimos la proyección el resto del público se puede mosquear. Consulté con M. Pensé en una disculpa al terminar la película. Luego razoné que la película era larga y no parecía tan grave pararla un par de minutos y reanudar, en el idioma correcto, en el mismo punto. Tenía a mi favor la educada paciencia del público canadiense. Me decidí por esto último. Subí corriendo al palco, buscando la sala del proyeccionista. Encontré la puerta, estaba atrancada. Empujé con fuerza. Lo primero que vi fue un retrete y luego el DVD que proyectaba la película. No había nadie. Bajé donde las palomitas a hablar con el encargado. 'Soy de la Embajada. Tenemos un problema. La película está en castellano y tenía que estar sonando la versión original en catalán. Es delicado'. El regidor, un tipo listo, me mira lívido y me responde 'Entiendo perfectamente. Soy canadiense. Es una emergencia de tipo inglés / francés'. En ese momento nos hubiéramos abrazado. Subimos corriendo a la cabina, que seguía inhabitada. '¡Oh, mierda! ¡Se ha ido a comprar comida, me lo dijo hace un rato!' La culpa, me dijo, era suya y solo suya: había olvidado advertir al proyeccionista que cuidara de activar la versión original en catalán. Pensé en silencio que si había un retrete ahí en medio era precisamente porque un proyeccionista no se puede largar de la cabina a mitad de la película. En fin. Llamamos al móvil de susodicho. 'Vuelve echando leches'. En el fondo se trataba de manipular un DVD, pero había que esperar al experto. El proyeccionista llega al trote, con su bolsa de plástico llena de yogures, y, enterado de la situación, para la película. El encargado hace un anuncio por megafonía explicando el incidente. Se oyen aplausos en la sala. Mientras, el proyeccionista y yo nos nos peleamos con el menú del DVD, que no tira. El tipo me dice que el mando no tiene pilas, yo sospecho que no está apuntando bien. Conseguimos cambiar el idioma. Pero hay que asegurarse: si volvemos a proyectar y la película sigue en castenallo el descalabro puede ser abisal. Sucede que la pantalla que tienen dentro de la cabina no tiene altavoces y tan sólo deja escapar un chorrito de sonido casi inaudible. El castellano y el catalán, escuchados en la distancia o hablados en voz baja, son difíciles de distinguir. '¡Sube el volumen, coño! le digo. ''¡No puedo! responde airado. Así que pego la oreja a la pantalla para asegurarme de que están hablando en catalán, pero no puedo decantarme con seguridad, con tanto ruido fuera. Además, justo en la escena que inspecciono aparece un guardia civil, y era razonable pensar que estaría hablando en castellano en cualquier caso. Al final escucho un diálogo entre un padre y un hijo en un nítido catalán, claro como un vaso de agua clara, que diría Don Jose María Pemán. 'Es catalán. Vuelve a encender' le imploro. Lo hace. Se vuelven a escuchar aplausos. Salgo al anfiteatro, aliviado; me apoyo en la pretil y me vuelvo a cagar en todos los muertos: ¡Ahora no hay subtítulos en inglés y el ochenta por ciento del cine no se está coscando de nada!' Vuelvo corriendo a la cabina y me encuentro al proyeccionista, en plena transpiración, apretando los botones del mando a distancia en todas direcciones. '¡Ya lo sé, no hay subtítulos, esto es una mierda!'. Le arranco el mando, pongo yo los subtítulos, maniobra que todo el público puede ver en la pantalla grande, y por fin, se reconduce la situación. Otra salva de aplausos. Vuelvo a mi butaca con M. Tiempo de gestión de crisis: 20 minutos. La película y su carrusel de truculencias continua. Nadie ha salido de la sala y al final todos se van contentos. Me echo unas risas con la gente de la Embajada contando la aventura. 

Y al final de la noche, me quedo pensando en el momento más significativo de la velada. El minuto y medio en que estuve con la oreja pegada a la pantalla, incapaz de acertar a distinguir, susurrados, el catalán y el castellano, dos idiomas que se tocan con las yemas de los dedos: un corrimiento de sílabas, unas vocales que se abren, otras que se entornan, un giro que cayó en desuso en una lengua e hizo fortuna en la otra, un fonema que cambia. Dos bellos idiomas hechos y derechos, sin duda, pero en la mente cultivada, variaciones sobre un mismo tema.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Al lago (y VIII)

La montaña amanece tocada toda de turbantes. El brasero, que ha estado encendido durante la noche,  ofrece una menesterosa lucecita que sirve de referencia espacial. La niebla no tarda en despejarse y el sol comienza a cubrir su textura metálica del lago de colores difusos; como un funambulista trazará una raya de sombra para marcar las horas, igual que en una clepsidra.

(Clepsidra significa reloj de agua; lo sé por un poema de Machado).

Fiel a su costumbre, mi cabeza busca formas, imágenes para comprender: El lago es un dios menor, la montaña su demiurgo. El lago es el negativo de una isla. El lago es la piscina probática. El lago es el pulcro limo del tiempo. Es una abstracción habitable, un dolor que se calma, un sueño que cabe en el cuenco de una mano, una travesía segura, una belleza con límite, una urna de agua donde guardar la memoria, una habitación interior para dormir el deseo...

M se me acerca, mira lo que escribo. Rodea con el brazo mi cuello, me da un beso. El lago es una dama que te cuida. 'Gracias por traerme aquí'. 

Al lago (VII)

La pregunto a Paul por qué, siendo Alberta tan rica, no hay un tren de alta velocidad entre Edmonton y Calgary. 'Aquí van tan sobrados que el gobierno dice que el tren sólo lo tendremos cuando lo podamos pagar en cash'. Paul es un rara avis. Es francófono en una provincia donde casi nadie habla francés, y es, para mayor desconcierto, Albertan de ocho generaciones. 'Es que los primeros europeos que llegaron a la provincia eran misioneros franceses. Las sucesivas oleadas de inmigrantes que trajo el ferrocarril borraron el francés de la provincia. Pero queda el catolicismo, todavía un segmento importante'. Pero no hay en Paul, la cabeza mejor informada que he encontrado en Calgary, asomo de resentimiento, o ganas de desquite. 'No entiendo a los nacionalistas de Quebec; viven atrofiados por el rencor. No es mi estilo'. Está muy bien dicho. No ser nacionalista es una cuestión de estilo antes que otra cosa. 'Nos va bien, pero no porque seamos unos genios del capitalismo como mucho creen, sino por nuestros recursos naturales inagotables. Aunque es cierto que los gobiernos conservadores los han administrado bien, sin cometer locuras'. Hablamos en la universidad de Calgary, una de las mejores del país. Esta mañana hemos visitado institutos que siguen programas bilingües en español. He sentido un pinchazo de nostalgia por la vida colegial, tras los tutelares muros; los problemas parecían enormes pero entonces tenías abundantes reservas de ilusión. Sueños. Con los sueños pasa como con el petróleo: hay un pico pasado el cual la tasa de producción ya sólo decrece. Lo cierto es que ese pico llega muy pronto en la vida. Paul es matemático y trabaja en el gobierno provincial. 'En Alberta hay problemas, y gordos. En Calgary por ejemplo circula mucha droga. Y prostitución. Es una externalidad de las arenas. Fort McMurray, al norte de la provincia, es la base logística de las petroleras. Una ciudad pequeñita, con un clima inhumano, donde se concentran todos los ingenieros y operarios. Vienen de todas partes de Canadá y del mundo para hacer un dinero rápido. Llegan y en diez minutos están en un camión sacando el bitumen de las minas, con un salario altísimo. Pero la vida ahí es deprimente. Tiene la tasa de suicidio entre jóvenes más alta del país. Sólo el olor es para pegarse un tiro. Vienen a Calgary y Edmonton a quitarse las penas'. 

Fort McMurray está a ocho horas en coche de Calgary. Sería fantástico poder ir a ver la explotación de las arenas. Los recintos de extracción son atisbables ya desde el espacio.

Paul nos invita a volver en invierno a hacer motoesquí. Es poco probable que volvamos. Viajar por Canadá empieza a ser financieramente insostenible. Y agota.


 Louis Helbig

martes, 9 de octubre de 2012

Al lago (VI)



Sprawl es una palabra clave para entender la ciudad norteamericanocanadiense. En la literatura se traduce por dispersión urbana o crecimiento por derrame. El sprawl son, para entendernos, las miles de casitas, más o menos arracimadas en distópicos barrios residenciales, que se extienden como una mancha de aceite alrededor de un conjetural centro urbano o downtown. El sprawl es lo que borra cualquier posible parecido entre una ciudad americana y una ciudad europea, o lo que la mente de un europeo entiende por ciudad. Cabe señalar que también en Europa se dan urbanizaciones, cada vez más alejadas, de los viejos entramados históricos. Siendo esto cierto, la fisonomía de ambos tipos de ciudad siguen siendo muy distinta por dos razones: porque la densidad en la urbe europea es mucho mayor en su foco de dispersión, y porque en Europa, mucho más pronto que tarde, hasta el más glotón de los promotores inmobiliarios topa con un pueblo o ciudad vecina, que se erige en nuevo núcleo de la trama. En Estados Unidos y en Canadá, el sprawl es infinito, como una clara de huevo que no terminase nunca, desbordase la sartén, y creciese por las baldosas de la cocina. Parodiando a Borges, podríamos decir: El universo (que otros llaman el Sprawl) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de suburbs poligonales, con amplias superficies comerciales en el medio, cercados por autopistas, etc. Pues bien, el sprawl de Calgary es puramente bestial. Una monotonía de casitas de monopoly, desplegada en obediente cuadrícula. En una de esas casitas prefabricadas viven David y Sandra. Llegamos puntuales para la cena de acción de gracias a la que amablemente hemos sido invitados. Aquí conviene una digresión: Thanksgiving forma parte de una serie de temas que se viven con gran pasión en Estados Unidos y que encuentran una débil variación en Canadá. Pocos saben, por ejemplo, que en hay en esta país una liga de football (no confundir con fútbol europeo, aquí soccer), cuasi inerte la verdad, con reglas algo distintas de las del testosterónico y wagneriano american football. Así, también en Canadá se celebra thanksgiving, pero siguiendo esa costumbre de cambiar algún detalle para despistar a los yanquis, las familias se citan un lunes de octubre, y no un jueves de noviembre, para conmemorar, no una merienda con indios, sino una cosecha exitosa. Llegamos puntualmente, he dicho, en nuestro taxi, raudo corcel de los suburbios. Puntuales quiere decir a las cuatro y media, que es a la hora que nos han citado. A las cuatro y media para cenar, amigos españoles. Dave nos recibe sonriente y descalzo. Que te reciban con los pies es algo a lo que mi sensibilidad todavía ni termina de hacerse, pero todo se andará. El salón está todo pintada de granate, con muebles a juego. 'Acabamos de redecorar. Lo hacemos cada tanto. Ya hemos probado muchos estilos'. Sólo cuatro libros a la vista, en una repisa de la pared. Está la hija, gordita y simpática. También descalza. Bueno. Nos sentamos, bebemos el Ribera que hemos encontrado en una licorería, y, contra las expectativas de M, y las mías, la conversación fluye sin dificultad. Chelsea, la hija, ha encontrado su primer trabajo, en una compañía que se dedica a la construcción de oleoductos. Tiene veintidós años y busca un piso para mudarse con su novio. Su principal afición estos años ha sido tocar la trompeta en la banda que ameniza las fiestas de la ciudad, la celebérrima Stampede, que el mayor espectáculo de rodeo del mundo y de la galaxia probablemente. La víspera, le había pedido a Sandra que me recomendara un libro sobre Alberta, sin que a ella se le ocurriera ninguno. Hoy me dice: 'Al parecer hay uno muy bueno, su título es Mavericks. Explica nuestro carácter aventurero y emprendedor, que nos hace distintos en Canadá. Somos la provincia a la que el resto le encanta odiar, sabes'. Pasamos a la mesa. A petición de Chelsea, el plato principal es jamón dulce, no pavo. De acompañamiento hay un puré de patata y zanahoria, piña horneada y tarta de calabaza, todo al parecer según los uso del thanksgiving. Hablamos de todo un poco; introduzco la actualidad política, tema desacostumbrado en la familia. En general, reparte estopa para todos. A British Columbia por poner condiciones al paso de su oleoducto hasta el Pacífico; a Ottawa por codiciar una parte del pastel del petróleo; a Quebec por ser unos mantenidos llorones. 'Oh, la cantidad de dinero que hemos invertido en esa provincia' dice Dave, como quien habla de un hijo tonto. Volvemos al saloncito. Piden aclaraciones y noticias sobre España, que con mucho gusto damos. Cuando la cosa empieza a decaer, se ofrecen a llevarnos de vuelta al hotel. Nos regalan unas manoplas. Ha sido todo muy agradable, la verdad. Uno siempre está tentado de condescender hacia este tipo de familia de la Norteamérica profunda, tan ignorante de casi todo, nunca hay que olvidar que su simpatía y hospitalidad son rasgos que los redimen. Creo que estoy siendo condescendiente otra vez. Bueno: Es una existencia mediocre y feliz, repetida miles de veces, una por cada casita. Me caen bien aunque en casa no se pongan nunca zapatos.

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/a/af/Arbor_Lake-Aerial.JPG/320px-Arbor_Lake-Aerial.JPG 

El sprawl de Calgary / Borges

lunes, 8 de octubre de 2012

Al lago (V)

Conducimos por una carretera sin curvas de regreso a Calgary. Atrás quedan las Rockies, como un escote turgente. El paisaje es ahora es pardo y horizontal; no me resulta ajeno y, en su desnudez, descansa la vista tras la agotadora exuberancia de días pasados. Ya he dicho que en Canadá no hay muchos sitios donde parar y romper la monotonía de un viaje en coche. Una salida de la autopista indica la proximidad de un casino, que vemos aparecer junto a un campamento indio, seguramente postizo, como reclamo visual. Vacilamos. Al final es M quien dice 'Venga, va, y así comemos algo'. Y luego, según nos acercamos: 'Prepárate para ver algo deprimente'. Yo sé por la televisión que hay en Norteamérica casinos regentados por empresarios amerindios, sin saber muy bien por qué. La razón, sencillísima, la da M. 'En muchos Estados el juego está prohibido y a los indios, es decir, a los native americans o first nations, como se les llama aquí, se les permite abrir locales en lo que consideran su territorio. Es una fuente de ingresos basada en el monopolio'. Parece que en Alberta, los indios, vicio sobre vicio, permiten fumar en sus casinos: nada más salir del coche, todavía en el aparcamiento, me golpea una peste a tabaco que me genera una arcada instantánea. Es mucho peor dentro. El aire enrarecido y la lobreguez anulan en nosotros cualquier atisbo de curiosidad. La sala de tragaperras esta casi vacía, y aunque hacemos ademán de jugarnos unos dólares, no tenemos monedas. Vamos al bufé, dónde sí hay gente. La comida es escasa e indeseable: sandwiches de atún y una marmita donde bulle un cataplasma violáceo. Teníamos que haber venido el jueves, pienso, seguro que los jueves dan paella. M me tira de la manga para que nos vayamos; yo estoy a punto de vomitar. Compramos un kit-kat (algo seguro) en la tienda y nos vamos a toda prisa. Sólo he visto un par de indígenas. El resto eran rostros pálidos disfrutando de un ocio patético. La verdad es esta: Todo cuanto rodea a los nativos americanos en Canadá es tristísimo. Ha sido peor de lo que esperaba. A la hora de escribirlo, quince horas después, todavía se me cierra la garganta.


Por la tarde hemos acudido a la cena de acción de gracias a la que Dave y Sandra nos habían invitado. Lo contaré mañana, ahora estoy cansado. Baste un apunte. Comentando nuestra visita al casino indio. Sandra ha empezado a enumerar una retahíla de buenas obras (charities, las llaman aquí) en las que trata a aborígenes. 'They struggle', ha dicho. 'Luchan'. Y lo ha repetido varias veces. They struggle. Todos lo hacemos, claro, pero pocos cómo ellos, siento.



domingo, 7 de octubre de 2012

Al lago (IV)

De lago a lago. En el que estamos ahora, el Moraine, quizá aún más bello que el Louise, con sus diez picos blancos claveteados en el agua. Tras un rato de paseo M segrega una lágrima stendhaliana, lo que da una idea. Llegados a un punto un letrero anuncia la obligación de caminar en grupos de cuatro para mantener los osos a distancia. No hay problema, una pareja de jubilados, Sandra y Dave, están esperando quien les complete la expedición. Echamos a caminar las dos parejas, y yo aprovecho para acribillarlos a preguntas sobre la provincia. Como era de esperar ambos trabajan, de manera más o menos directa, para la industria del petróleo. ' Y tenemos que compartirlo con el resto del país' dice Dave con cara de fastidio. Pero lo cierto es que, además de hacer patente su aversión por lo que ellos llaman 'Central Canada' —fruto de los intentos de los gobiernos liberales de los años ochenta por socializar las ganancias de la exportación de gas y crudo— no me cuentan nada que no sepa por mis lecturas. No quiero parecer un fantasma, pero me suele pasar que me preparo un viaje a conciencia, leo sobre la historia y la actualidad del lugar que voy a visitar, y luego resulta que sé mucho más que los autóctonos. Los autóctonos, de hecho, no saben nada de su país o región. No exagero. Le pregunto a Dave por la población de Alberta, y tras mucho dudar y consultar con su mujer, responde 'debemos ser unos ocho o nueve millones'. No Dave, macho, sois tres y medio. Y así. Pero son buena gente. La caminata es espléndida; ha llovido un poco antes y el olor a la pinocha es un cloroformo delicioso. El sendero se esfuma y entramos en un valle solitario, salpicado por una pequeña laguna: el Consolation Lake. La falda de la colina está cubierta por rocas que parecen meteoros; por ellas trepamos hasta llegar a la ribera. Al final llegamos a una gran plancha de piedra donde nos sentamos para tomar nuestro picnic. La conversación es banal, agradable. Sandra nos sorprende con una propuesta: 'Oye, tengo una idea; mañana es Acción de Gracias, y nos encantaría que vinierais a cenar a casa'. La invitación nos pilla totalmente desarmados de pretextos. Además, alguien me había comentado hacía poco que en Norteamérica es casi un insulto no aceptar una invitación a thanksgiving sin una buena razón para ello. Lo cierto es que mañana por la tarde estaremos en Calgary sin nada que hacer. La propuesta es simpática, calurosa, indeclinable. Está decidido. Aceptamos con mucho gusto. Lo contaremos aquí.


viernes, 5 de octubre de 2012

Al lago (III)

El lago forma parte de un estrategia de poblamiento. Consciente de la necesidad de ocupar el inmenso hinterland occidental recién adquirido, el gobierno federal hizo dos cosas inteligentes, de puro necesarias: crear la policía montada para poner orden en el territorio y encargar a empresarios de Montreal la misión de llevar el tren hasta Vancouver atravesando praderas y montañas. Con una buena inyección de dinero público estos fundaron la Canadian Pacific Railways, que a su vez estableció su división de hoteles, con la tarea de abrir grandes establecimientos junto a cada estación terminada. Los hoteles, que al gusto moderno resultan ampulosos y carranclones, son el origen de la cadena Fairmont, icono, de mar a mar, del paisaje canadiense. La explotación de ambas líneas, hotelera y ferroviaria, necesitaba un abundante material publicitario. Lo mismo que en Suiza, Tanzania o las Islas Canarias, comenzaba el turismo moderno, con sus vistosos carteles de esbeltas mujeres fumando en boquilla en la cabina del tren, y tocadas de cloché durante la cena y sensuales maillots en la piscina. Oh, bella engañifa, propaganda de un mundo que quizá existió; hoy conocemos el verdadero rostro del turista, rollizo zampabollos en el bufé del desayuno, horda tentacular, acémila impúdica, igualitos nosotros que todos ellos. Pero divago. Nació entonces también la red de parques nacionales; el primero aquí, en Banff, 1888, la ciudad más elevada del país. Banff está enclavada en medio del recinto del parque nacional, reluce como un diamante y está sujeta a severas restricciones: no se puede construir ni un metro cuadrado más y sólo puede vivir en ella aquel cuyo empleador le ponga cama. En un intento de estirar la nostalgia hasta ese mundo perdido de novela de Agatha Christie o Thomas Mann, M y yo hemos venido hasta aquí para tomar las aguas. Un swimming pool day pass cuesta doce dólares y te permite remojarte en las termas al pie de la Sulphur Mountain. Es como una piscina climatizada al aire libre, con mucha densidad de carne y despliegue de tatuajes. Nos salimos pronto, no por asco, sino por aburrimiento, y como tenemos mucha hambre y tememos no encontrar una cocina abierta, no nos duchamos. En el coche nos damos cuenta de que olemos a azufre (un olor muy parecido al de huevo podrido) al punto de intoxicación. Comemos buena ternera de Alberta en el pueblo, vemos un museo local, y nos volvemos dando un largo rodeo en coche al hotel, donde al fin podemos desprendernos del odor vintage. El lago, que marca las horas del día como una clepsidra, nos pone a dormir. 
 
 

jueves, 4 de octubre de 2012

Al lago (II)

El lago tiene un marcado color turquesa, esmerilado, casi mate, muy bello. Un enjambre de chinos opina lo mismo y posan uno tras otro con el magnífico paisaje al fondo, con las montañas como trofeo. Aprendemos en los carteles explicativos que la coloración del agua es resultado del acarreo de polvo de roca desde los glaciares. En principio, sólo habíamos previsto recorrer el sendero que sigue la orilla por el oeste, pero al final del camino nos sentimos con fuerzas para iniciar el ascenso hasta el punto donde confluyen los seis glaciares cuyas aguas, al fundirse, dan de beber al lago. A M le gustan las caminatas más que a mí. Con ocasión de un cumpleaños quiso regalarme unas botas de montaña. Frené la iniciativa y la reconduje hacia los cuatro tomos del diccionario de Filosofía de Ferrater Mora. Bien es cierto que el senderismo tienen un cierto pedigrí filosófico desde Rousseau, que se daba unos paseos tremendos para movilizar ideas, y aun antes en Petrarca, que dio una buena razón para subir al monte: el sólo placer de mirar. Mi problema -no caigamos en innecesarias logomaquias- es que soy muy perezoso y prefiero leer a casi cualquier otra actividad. Pero también he aprendido de los beneficios de rebelarme de vez en cuando contra mi temperamento, y esta vez me he calzado las botas. Así que llegamos al borde del lago, y vemos cómo, en efecto, el arroyo arranca del lecho una harina de trigo que va depositado con suavidad en el lago. El agua, saltando entre los cantos, y cerca ya de congelarse, es de un gris lechoso. Los árboles, unos abetos ralos y desaliñados, desaparecen del camino. Comenzamos a evocar los viejos nombres del bachillerato: torrente, glaciar, collado, cresta. Nombres que se hacen parte de la vida frente a nosotros por primera vez, con una perfección que desafía los libros de texto de entonces. La pista no es muy difícil, pero tampoco es una broma. Hace tiempo que hemos perdido a los chinos de vista, aunque de tanto en tanto nos alcanza una pareja más entrenada. Hay una promesa de cafetería (tea house nos han dicho en el hotel) que a mi mente le parece cada vez más fraudulenta. M, que empezó sin resuello, está a tope, comandando la expedición. Ya habremos subido unos mil metros, estamos caminando junto a las morreras de los glaciares, que son como grandes escombreras de los siglos, qué digo, de los eones, del tiempo entero. Cuando llevo un par de minutos jurando en arameo vemos por fin un chaletito. Fue construido por los guías suizos que la Canadian Pacific Railway, con buen ojo, hizo venir a las montañas rocosas para enseñar a los primeros turistas la disciplina del alpinismo. La señora que lo regenta está un poco asilvestrada; vive en la cabaña y le traen el sumistro una vez por estación por helicóptero. Nos ofrece sopa de tomate con bacon, que pagamos de grado. Hay pájaros, hay ardillas, poco más, al menos a la vista. Iniciamos el descenso y nos cruzamos ¡con los chinos que suben a caballo! Tras cinco horas llegamos al hotel henchidos de esa satisfacción que acompaña la culminación de un esfuerzo. Al rato, me bajo al vestíbulo, me concedo un Jim Beam, luego otro, y escribo esto. M baja para acompañarme con su libro, y echa una lágrima porque de repente está en Sicilia y se ha muerto el Príncipe de Salina.


miércoles, 3 de octubre de 2012

Al lago (I)


Alberta es la tabla rasa de Norteamérica. La mayoría acaba de llegar, y pocas familias remontan su presencia más allá de dos generaciones. En 1870 el territorio era todavía propiedad de una compañía peletera, la Hudson Bay Company, que tenía la concesión de la Corona para comerciar con los indios. El gobierno canadiense tuvo que ir a Londres a comprarla acre a acre, pagando la respetable suma de 300.000 libras esterlinas de cuando entonces. En 1882 se desgajó de los Territorios del noroeste, con nombre propio: el de la esposa del gobernador general a la sazón, la cuarta hija de la reina Victoria: Luisa Carolina Alberta (Luisiana y Carolina ya estaban cogidas, debió de pensar el marido). En 1905 nace como provincia. En 1942 descubrió petróleo para aburrir: posee las segundas mayores reservas conocias tras Arabia Saudita. Desde entonces crece como una manada de bisontes, de los que hubo muchos antaño y hogaño apenas quedan. En el imaginario y en los medios, si se la asocia a Columbia Británica, es The West; emparejada con Saskatchewan, hacia el interior, se dice The Prairies, esto es, las praderas. Es, dicen, la más estadounidense de las diez provincias, lo que quiere decir, supongo, que es la más despiadada. Aquí la influencia francesa se desvanece y sólo preocupa cómo llevar el petróleo a Asia e intentar que en Ottawa no les toquen el bitumen. Trudeau intentó socializar las ganancias del petróleo y todavía se acuerdan. Varias marcas de partidos conservadores se han sucedido en el poder desde 1921. Hace millones de años las praderas de la provincia fueron el hogar del Albertosaurus, un pariente, más pequeño y fibroso, del tiranosaurio; la Alberta de hoy también ruge, se traga a los ingenieros en paro de toda Europa, y escupe arenas bituminosas, uno de los crudos más contaminantes que existen. Había que venir a la primera oportunidad. Cuando por fin el avión comienza a descender, casi a medianoche, el centro financiero de Calgary parece una rejilla de cirios eléctricos. Lo que veo desde el taxi me recuerda mucho a mi ciudad natal: un gran aeropuerto en medio de una paramera con grandes rascacielos al fondo y montañas en el horizonte. Una ciudad con ínfulas. Llegamos al hotel apalizados. Han sido cuatro horas de avión al completo más tres de aeropuerto. Canada es muy grande. Canadá cansa. Mañana iremos al lago.

Mar arbolado

Las hojas caídas en la hierba, como trozos de vasija en una excavación, o los trasluces de las olas en un mar agitado. Luego pasa el barrendero agrupándolas y las convierte en un trencadís de porcelana marrón.