Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

miércoles, 29 de febrero de 2012

Está roto (I)

Una de las marcas más características de este país es la atención sanitaria, pública, universal y gratuita, que es, por otra parte, su más eficaz dique identitario frente a Estados Unidos. Hockey, nieve y sanidad para todos, he ahí la trinidad canadiense. A mí me gusta estudiar las cosas a fondo, de manera que me he roto un tobillo para conocer de primera mano este aspecto de la idiosincrasia Canadá. Esta mañana, tras el desayuno y antes de la ducha, me caí por las escaleras en nuestra dacha de la calle Charles. Resbalé por el estreño peldaño de moqueta y tras un viaje de seis tramos caí sobre mi propio pie derecho, que había quedado rezagado en el descenso. Ahora pienso que si no hubiera tratado de hacer pie y frenar la caída, el resultado habría sido más benigno, quizá una mera contusión en el muslo, pero vete tú a saber. Grité. M acudió presta. De mi tobillo brotaba un bulto del tamaño de una pelota de golf. Trate de hacerlo rotar y sonó como el roce de las canicas en un saco. Llamó M al trabajo para avisar de que me había pegado "una nata" (gracioso equivalente catalán de "la leche" que nos pegamos los castellanos). Eran las ocho de la mañana. De caminó al hospital conjuré las muchas advertencias que sobre la ineficiencia y pesadez burocrática de los hospitales canadienses me habían hecho propios y extraños. En Urgencias un cartel escrito a mano anunciaba que el tiempo medio de espera que me aguardaba era de cinco horas. Afortudamente, parecía haberme caído en el momento preciso. Las urgencias de la noche ya estaban ventiladas y el pelotón de la mañana no había llegado. De manera que los trámites iniciales se evacuaron con agilidad. Agradecí efusivamente una silla de ruedas que pusieron a mi disposición y sobre ruedas fuimos a traumatología, de allí a radiología, y de allí, provisto de mis radiografías, de nuevo a traumatología. Estabamos relajados e incluso riendo -el tobillo no me dolía demasiado- cuando una médico entró en la sala de espera y leyó la sentencia sin miramientos "La cheville est cassée. Il faut opérér". El tobillo roto. Una operación. No hombre, no, no puede ser. M y yo nos miramos con incredulidad. Debía de haber un error: yo no hago deporte. Pues sí, roto y bien roto, a la altura de la tibia. Debíamos volver a casa y esperar la llamada del hospital. No, esperen, un momento, dijeron. El cirujano cree que le podría operar hoy mismo. Sí, claro, mucho mejor. Hay que ingresarlo. Tres opciones teníamos: habitaciones de cuatro camas por 150 la noche; habitaciones semiprivadas de dos camas, 175; habitaciones individuales, 210. Podíamos permitirnos una de éstas. Me tumbaron en una camilla y me condujeron por las entrañas mórbidas del hospital y sus demudadas galerías. Traté de evaluar el nivel de destartalamiento general. Hacía mucho tiempo que no pisaba un hospital público español, así que me resultaba dificil decidir si la clínica estaba bien o mal. Seguramente estaba bien, sin alardes. La amable enfermera francófona depositó mi camilla en una sala donde habitaban los verdaderos enfermos, hombres y mujeres en la edad difícil, en su excusable desaliño, intubados, macilentos, hundidos en profundas ensoñaciones. Escuchábamos sus fuertes ataques de tos y sus latidos a través de los monitores. Cuatro pacientes dormían solos. Una familia velaba a otro, hablando en lenguas ignotas. Más allá, otro había corrido las cortinas de su cubículo. Me inyectaron la vía en el antebrazo avisando que ya sólamente por ese camino llegarían nutrientes al organismo. Esperamos en esa sala tres horas. Cuando por fin nos trasladaron a la habitación, bastante pequeñita, el enfermero me afeó mi excesiva fortuna. "Usted ha tenido mucha suerte. Sólo tenemos siete habitaciones individuales, y las reservamos para pacientes en aislamiento." No tenia nada que decir a ese comentario. Pero sí que el dolor comenzaba a clavarse como un arpón por toda la pierna y que agradecería cualquier calmante. Al rato apareció Yvrose, mi enfermera, que escribió su nombre en un pizarra de plástico, y la fecha curiosa "29 de febrero", y me inyectó una generosa dosis de morfina. Me hundí en un sopor magnífico, en el que permanecí toda la tarde. Nacho, y más tarde Iratxe y Chris vinieron a vernos y Agustí y Derek estaban al teléfono. Los padres, avisados. Hacia las diez de la noche nos informaron que el quirófano no volvería a abrir hasta la mañana. Era la señal esperada para levantar el embargo de comida y bebida. Pero la cafetería estaba cerrada y me tuve que conformar con chocolatinas que M sacó de máquinas expendedoras. Envié a mi dama de la guarda a pasar la noche en casa (no pusieron facilidades para instalar una cama a mi costado, y tampoco parecía requerirlo el caso) y quedé en la intimidad con Dickens, que no me duró ni un párrafo en las manos. Bendita morfina.

lunes, 27 de febrero de 2012

Compras por catálogo

Tan agriamente me quejé, que la Reina de las Nieves atendió mi plegaria. El fin de semana nevó casi sin interrupción y hoy están cayendo más copos como guisantes. Miércoles, jueves y viernes traerán, dicen las noticias, cinco centímetros más cada uno. Es la manera que tiene este país de decirme aquello tan castizo: ¿No querías nieve? ¡Toma dos tazas! No pasa nada. Nos esperan más tardes de jersey en casa frente a la chimenea de gas que ya sabemos prender. Es un fuego que no chisporrotea, ni silban sus llamas que en puridad no arden. No hace falta atizar este hogar para separar los troncos, que son falsos troncos incombustibles, de la brasas, que no hay, ni se pueden acercar los manos, pues está escondido el fuego tras la mampara. Sólo hay que apretar un interruptor y salta. Solo hay que volver a pulsarlo y se apaga. La llama es real, pero más parece un simulacro. Podríamos decir que es una hoguera hiperreal. Pero calienta. Si no apetece leer o ver la televisión uno siempre puede ojear la copiosa correspondencia comercial que reciben los buzones canadienses. La venta a distancia y por catálogo parece en Canadá un negocio próspero, seguramente en razón del mucho tiempo que se pasa en casa y del considerable número de jubilados y gente mayor. Cada semana llega un catálogo distinto. Son divertidos de leer porque venden cosas inesperadas. El muestrario de primavera de The Hammecher Schlemmer Institute incluye, por ejemplo, sonotones, lupas digitales, sillones de masaje, estilográficas con cámara oculta, máquinas de escribir antiguas, giroscopios, abrebotellas eléctricos, auriculares para escuchar tus propias pulsaciones bajo el agua, guantes contra la artritis, cortinas insonorizadas, un banjo, un piano, una trituradora de papel, un kit de pedicura, un purificador, un helicóptero (a control remoto), etc. Todo a precios razonables. Es la tentación consumista en toda regla. Yo le tengo echado el ojo a una superexprimidora de naranjas y una almohada que siempre está fresquita (always cool pillow) pero me temo que este tipo de objetos entra dentro de la categoría de cosas que M llama "trastos" y que no caben en nuestra casa. Pero creo que ni ella podrá resistirse a encargar los "Genuine Angora Rabbit Bed Socks", calcetines para irse a la cama que calientan ocho veces más que la lana. Ahí es nada.

sábado, 25 de febrero de 2012

...pero no está M para jugar


Correspondencia (Carbasus)

Aha, so you´re restored in Arctic confidence! Respondo a la plegaria atendida... 
 
A Wind that rose
Though not a leaf
In any forest stirred
But with itself did cold engage
Beyond the Realm of Bird -
A Wind that woke a lone Delight
Like Separation's Swell
Restored in Artic Confidence
To the Invisible -
 
Emily Dickinson
 

Plegarias atendidas


miércoles, 22 de febrero de 2012

El deshielo (miércoles de ceniza)

Canadá está triste. El invierno metafísico termina. La nieve se funde, las calles se embarran. El río rompe sus costuras de hielo y se empieza a desperezar como una momia saliendo del sarcófago. Ayer un brazo de cuarzo, hoy una serpentina de mica que el tibio sol de febrero exfolia con la mirada. No lo hace solo: recibe ayuda. Esta tarde, paseando por la ribera al salir de trabajar, me ha estallado en los oídos un petardeo estruendoso: eran los ingenieros municipales, provocando voladuras en la superficie del río, al objeto, me explican, de evitar inundaciones por un deshielo incontrolado. La gente se arremolina en la margen para escuchar la alucinante mascletá. Poco a poco, a trompicones, el río de Heráclito vuelve a fluir. Lo están desfibrilando con dinamita. Observo todo esto con una aguda punzada de melancolía. Echo a faltar el frío homicida de primeros de año, glacial y glorioso, cuando pasear por el barrio era como lavarse la cara con vodka. El de hoy era un frío normalito, mesetario, sin garbo. Un frío bah. La gente lo comenta asombrada: el invierno más corto del siglo, dicen. ¡Dónde se ha visto un febrero a seis grados de temperatura! Noto que mi decepción es también la suya: a los canadienses, su invierno demoledor y los ritos asociados les llenan de orgullo; sus quejas son puro fingimiento. A mí me entristece este final prematuro de la estación y maldigo todas las tardes que no hemos salido M y yo a pasear y respirar ese gozoso oxígeno de hielo. Como un niño que no quiere que el recreo termine, ando pidiendo veinte, diez, cinco minutos más de invierno, por favor. Habrá más nevadas, hasta entrado marzo, me consuelan los amigos, pero serán mezquinas propinas, vahídos de pulmones pusilánimes. Es la ilusión del tiempo detenido que se quiebra; la tregua, que termina; la guerra que retoma su rutina de luz inclemente; la nieve que se adelgaza, todos los días, poco a poco, como un enfermo terminal. En fin; es tristísimo comprobar cómo también los copos se marchitan. 
    Le comento todo esto a M, que está en Barcelona, por teléfono y zanja la cuestión sin miramientos: 'Bueno, ya tocaba'.


Pequeñas diferencias

En este mundo global que nos ha tocado ya sólo caben pequeñas diferencias. Las hay entrañables y las hay odiosas. Entre las primeras se me ocurren, no sé, los ingleses y su conducir por la izquierda o los tres besos en la mejilla de las francesas. Entre las pequeñas diferencias indeseables hay una que me irrita especialmente: que uno no pueda, en el extranjero, pedir un café con leche y que le entiendan. En materia de café los lenguajes son inconmensurables, intraducibles. En los países anglo, como Canadá, el colapso es fatal y absoluto. Como en ellos no hay tradición de café, han importado la tradición italiana, pero bastardeada, mistificada. En Canadá, además de los inevitables y siniestros Starbucks, hay dos establecimientos que son como sus fotocopias borrosas, el pasable Second Cup y el ubicuo y poco recomendable Tim Hortons, que es algo así como el Starbucks del pobre. En los tres ofrecen la misma panoplia torrefacta de cafés, en la que no figuran dos conceptos absolutamente imprescindibles en la vida del español que sigo siendo: el café con leche y el cortao. Según una teoría asentada entre expatriados, lo más parecido a un café con leche es un latte y lo equivalente a un cortao sería un expresso con una dosis (shot) de leche. Pero esto dista de ser cierto. El latte es más leche que café y todos sabemos que un expresso es más amargo que un cortado. Ayer a la tarde estaba en un Second Cup explicando esta tesitura a la camarera. Me aconsejó que probara con una cosa que llaman Brewed White, mitad café mitad leche en un taza tamaño cisterna. Nada. Un aguachirle impotable. Además, está el problema del idioma, enrevesadísimo, propio de estos locales. Esa lengua que Nacho llama, con mucha gracia, starburquese. El otro día me contaba cómo se desarrollan sus diálogos con los empleados del Starbucks (a los que no hay más remedio que ir: Ottawa no es Viena).
'Hola'.
'Hola'.
'Quiero un café con leche'.
'¿Un latte dice?'
'Deme un latte pero que sea un café con leche'.
'¿Qué tamaño?'
'Pequeño'.
'El más pequeño es el tall'
''Pues deme un tall pequeño'.
'¿Desea añadir algún sabor especial?'.
'Deseo añadir sabor café'.
Y en ese plan. Lo del tamaño tiene su intríngulis. He fatigado (copyright Borges) los Diccionarios Oxford, Webster y Thesaurus y la palabra tall no tiene ninguna acepción en el sentido de pequeño. Más bien, lo contrario, como todos sospechamos. Al asunto del tamaño yo añadiría el de la leche, servida a temperatura infernal, incendiaria. Si la pido tibia (warm) la echan fría, indefectiblemente. Si no digo nada, me quemo los labios y la palma de la mano. Y les encanta la espuma. Mucha espuma siempre. Vaya, que en Canadá uno no puede tomarse un café con leche ni encañonando a la amable chiquilla del Second Cup. Ayer pasó a mi lado y me preguntó '¿Es esto lo que quería?'
'No, pero no se preocupe'.  

lunes, 20 de febrero de 2012

Ratolins

Estoy tardando mucho en contar lo del ratón. De ello hace por lo menos tres semanas. Lo contaré ahora. Me había levantado un poco antes que M y había sacado los cubos de la basura al garaje, todos menos uno, porque ya no tenía manos. Me fui en silencio. Estaba reunido cuando timbró el móvil. Era M, que hablaba con una voz que no supe interpretar si doliente, enfadada o hiposa, consternada en cualquier caso. Me alarmé. '¿Qué pasa?'. 'No es grave, no es nada. No hace falta que vengas ni que te preocupes. Ya está controlado. Ha aparecido una rata, un ratón, no sé, muerto en el fondo del cubo de basura que no te has llevado esta mañana. Cuando he ido a retirar la bolsa, he visto algo ahí, pensé que era una cáscara, la piel podrida de algo. He estado a punto de cogerlo con la mano. Dios qué asco'. Sí, qué asco; era nuestro primer incidente de este tipo y, aun totalmente apenado por M, reconozco que, medroso y miserable marido, un soplo de alivio me esponjó el corazón sólo de pensar que por poco no había sido yo el levantador del cadáver, mezquindad que enseguida dio paso al sentimiento de culpa por no haber compartido el trance con M. 'Siempre me habían parecido tontas las escenas en que a alguien le entra un ataque de histeria al ver un ratón, en los dibujos y en las películas. Te aseguro que es exactamente lo que pasa. Habré estado un minuto gritando en el salón'. '¿Y luego?' 'He metido el cubo entero, tal cual, en una bolsa grande de plástico y lo he sacado al porche. Cuando vengas te lo llevas, por favor. Yo voy a comprar veneno ahora mismo'. Y así hice. La crisis del ratolí quedó asociada rápidamente a algo que había pasado la víspera, cuando M nos habíamos detenido a mirar en puro éxtasis un hermoso pájaro, quizá un halcón, de alas pardas, arenosas, que había hincado sus garras sobre una de las dunas de nieve del jardín, como el capitán que toma una colina sin oposición. Al aproximarnos para fotografiarlo  echó a volar soltando lo que antes había quedado oculto: el cadáver de otro animal, quizá una urraca. Fue una visión bastante repelente. 'Mira, entre lo del pajarraco de ayer y el ratolí del hoy, estoy un poco afectada. Un incidente animal más y nos mudamos al centro a un apartamento. Y ya puedes recoger todas las migas que vas dejando por ahí'. El incidente del ratolí me ha hecho pensar. ¿Qué atávico resorte de nuestra naturaleza nos hace temer a un insignificante ratón de campo, o a una araña, y no, por ejemplo, al microondas o a un camión, entes potencialmente mucho más peligrosos? Por lo demás, queda al descubierto lo superficial e ambivalente de mi idilio con la naturaleza. La naturaleza, los arbolitos, el mundo animal, es principalmente esa vieja homicida que hocica en el cubo de la basura. Trataré de recordarlo la próxima vez que me ponga lírico.

jueves, 16 de febrero de 2012

Trigessimo anno

Ya tengo treinta. Vivo en Canadá. Estoy casado
Los días de labor soy albacea del Estado
y por las tardes paseo, escribo amenidades.

A mi edad Aristóteles salió de la Academia
y yo ni siquiera me he dado -seriamente- a la bohemia

(y no es cuestión de empezar ahora...)

Ya tengo treinta. Y peso ochenta.

Soy feliz, sí.

lunes, 6 de febrero de 2012

Hockey Night (II)

Canadá vive pendiente del restablecimiento de un fulano llamado Sidney Crosby, magna estrella de la liga de hockey y de la selección nacional. La temporada pasada un rival le propinó lo que en castellano recto solo puede ser llamado un hostión (se puede ver aquí) que le causó una grave conmoción cerebral (en inglés, concussion). A los pocos días se llevó otra torta, también considerable (aquí). El pobre chaval sufre desde entonces migrañas, nauseas, mareos, desmayos, fotofobia, insomnio, depresión, amnesia, y todo un rosario de males de difícil tratamiento, dada la obstinación del paciente en volver a jugar. Volvió a hacerlo hace poco, con mala suerte. Un rudo del equipo contrario le dio el enésimo sopapo de su carrera, que se puede ver aquí. Cada semana aparece Sidney, caballero de la triste figura, en el telediario, comentando cómo le va, cómo se ve, si podrá jugar pronto otra vez, dando pena. No es por ser cruel, pero al pobre se le ha quedado cara de tonto. Es algo misterioso, pienso, cómo los canadienses, cuya cortesía en la vida ordinaria es extremísima, se transfiguran, al calzarse unos patines, en mamporreros del peor jaez dispuestos a sacarse los dientes a guantazos. En las ligas infantiles y juveniles ocurre lo mismo, con razonable indignación de los padres. Y comienza a morir prematuramente algún jugador retirado, a causa, se sospecha, de su pasada vida de yunque en patines. Lector: todo lo que pensamos del hockey sobre hielo en Europa es cierto: es una salvajada. Es imposible no salir molido de un partido (piensen mis amigos amantes del basket que le mínimo contacto en baloncesto es merecedor de falta). Sucede que hay quien piensa en Canadá que sin una dosis de violencia el juego del hockey pierde todo sentido, queda emasculado. Como unos toros sin cornadas, podríamos decir. Mi amigo Brent me explicaba el otro día que en la cancha, una jaula de hielo (léase esta otra entrada), regía hasta hace poco un código de honor: si un jugador era golpeado de forma deshonesta (a la altura de la cabeza, digamos) los rudos del equipo, los llamados fighters, podían dar jamón a los infractores, debiendo el árbitro consentirlo hasta cierto punto. De forma que el juego se autorregulaba, por el bien de todos. La gente sabía a qué atenerse. El que la hace la paga. En cambio,  los árbitros sancionan ahora todos los empujones, eliminando, paradójicamente, el incentivo para abstenerse de zurrar: a veces compensa sufrir la penalización, que consiste en salir del campo unos minutos. El caso de Crosby ha desencadenado en Canadá la querella de las conmociones. Existen varios factores a tener en cuenta: elevar el listón de honorabilidad es uno: prohibir los codazos, por ejemplo. Mejores cascos y protectores, otra posibilidad. Aumentar el tamaño de las pistas, medida meditable. El inconveniente, claro, es el factor velocidad. Si se restringe el contacto físico el juego se ralentiza bastante: los jugadores han de controlar su inercia, prever la frenada, andarse con un cuidado innecesario si sencillamente pueden estamparse contra la verja o avanzar a empellones hasta la portería. Sin velocidad el hockey es fútbol sala. Y la liga quiere un juego raudo y espectacular. Y las televisiones, un juego viril y moderadamente violento. Hoy Sidney Crosby ha vuelto a salir en la tele, dando vueltas a la pista como un torero. Una nueva salida de Don Quijote, dispuesto a que le muelan a palos. Puro amor fati. De trompazo en trompazo hasta la camilla final. 



domingo, 5 de febrero de 2012

Winter Mind (III)

El invierno es el tiempo de la meditación, dejó escrito el poeta Meléndez Valdés, aunque yo se lo leí a Jovellanos en una noche insomne en su castillo de Bellver. Iguala con la vida el pensamiento, dice una famosa epístola. Palabras que otro poeta juntó y que van de molde a mi actual estado, en que entrego mi tiempo al estudio de exámenes de filosofía. Solo Dios sabe por qué me mantengo fiel a esta costumbre anual, que me aparta momentáneamente del caro diario. No se puede, no se puede hacer todo. El que dispersa sus fuerzas las derrocha. Tal será mi pecado, lo preveo. Ars longa vita brevis! Pero en fin, quería al menos consignar que el invierno prosigue en canadiana. Y está adquiriendo el semblante de una prueba, un cuerpo a cuerpo. Son dos meses ya de ropa pesada y frío en las piernas y noche pronta (aunque postergándose cada día un poco más, a ritmo de nube). Una marmota ha adelantado unas semanas la primavera y las tiendas de ropa han sacado las bermudas y las sandalias al escaparate. Al parecer las marmotas de Estados Unidos han mostrado sus dudas. Bromas aparte, todos sabemos que nos quedan varias vueltas al estadio, corriendo con bufanda. M y yo vivimos en una escena del pintor Veermer, en íntimos cuadros domésticos, aprendiendo a cocinar, colgando espejos, arrastrándonos a pilates los miércoles. Estáticos criados de nosotros mismos. Ella volará a Barcelona dentro en un par de semanas, tras mi cumpleaños. He insistido: Le hace falta un hemistiquio o acabará aborreciendo el poema. Sobre todo, después del incidente del ratón (o del ratolí), del que hablaremos otro día.  Por mi parte, aunque haya declarado aquí mismo mi amor al frío, y me jacte de ser un animal puramente doméstico, noto carencias, flojera, hurañía (moderada), afasia, ganas de no tener ganas, síntomas que debo imputar al clima. Hay que salir, nos dicen todos. Y tienen razón. Así que hoy nos hemos acercado a los parques de la ciudad, que celebran con algarabía el festival de invierno. Había esculturas de nieve (curioso reverso de los ninots falleros) y toboganes de hielo (y M y yo, hélas, sin pantalones de nieve. Y había niños, muchedumbres de niños. Ha sido como una tregua: allí donde hay niños nos parece que es verano.