Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

sábado, 31 de marzo de 2012

Despertar de alegres sentimientos al llegar al campo

La primavera ya ha venido. Nadie sabe cómo ha sido. M, que hasta ayer era urbanita irredenta, sufre un divertido e inusual rapto de sentimiento bucólico. Podríamos llamarlo síndrome de San Francisco de Asís. Esta mañana me ha traído a la cama el sonido de los pajarillos grabado con el Iphonet en el jardín. En efecto, no es el pío pío aislado de los gorriones de nuestras ciudades. Es toda una coral de aves que anuncian que ya han regresado del golfo de México, o de donde sea que hayan hibernado. Ha sido como volver a escuchar el ruido de un motor después de unos días en Venecia. El cambio de estación ha hecho aparecer nuevos personajes en nuestra vida, que ya es de pueblo. Mientras hacíamos nuestras colaciones, hemos visto una figura encapuchada penetrar por la puerta del jardín, siempre abierta. No lo esperábamos. Tras dudar un momento, hemos salido a dar los buenos días al embozado. El desconocido se ha quitado la capucha y ha resultado ser mujer, llamarse Laurie, y ser nuestra jardinera. M ha sentido un gran alivio al saber que por lo menos no la iban a violar. Deduzco que las flores brotarán en cualquier momento y nuestra existencia será ya definitivamente pastoril.

P.S M me comenta que hablo demasiado del tiempo y de las estaciones. El lector atento entenderá que muchas más cosas no ocurren en Ottawa. 

domingo, 18 de marzo de 2012

Sobre la próxima extinción del copo de nieve

M sigue oliendo a ratón en casa y yo he visto un ganso sobrevolar el jardín. Al principio he pensado que era una oca, pero las ocas no vuelan. Venía de México, seguro. Señal de que el invierno ha terminado. Algunos piensan que para siempre. El semanario MacLeans ha hecho sonar la alarma; lleva a su portada un amohinado reportaje sobre el crepúsculo del invierno en Canadá: The year that winter died. En todas las provincias del segundo país más grande del mundo la temperatura ha sido inusualmente cálida, esto es, menos fría. Hay una serie de medidores: menos centímetros de nieve -en Ottawa, donde vivo, sólo han caído 98 cm, cuando solían caer entre 130-140-, menos días consecutivos bajo cero, menos catarros y gripes (porque la gente no se arracima tanto en casa, contagiándose). La perspectiva de que el invierno canadiense se humanice es vista con consternación y duelo. La identidad nacional está en peligro, advierte el artículo. Y es que también en Canadá funciona el mecanismo psicológico que Freud describió como identificación con el agresor. Los canadienses necesitan, en su fuero interno, un clima inhumano que justifique el concepto que tienen de ellos mismos: un pueblo valiente y tenaz, bravo y guerrero, que ha forjado una gran nación domesticando los furiosos elementos. Y tienen razón, lo han hecho: ésa es su gloria. Por eso se comprende su consternación. Así, si en otros países temen la desaparición de una lengua o de una religión, aquí la supervivencia de la patria se liga al mismo factor que la amenaza, aunque ya sólo sea simbólicamente. Este año ha habido que traer nieve artificial para algunos festivales. Patético y humillante en Canadá. Todo esto va en la cuenta del cambio climático, claro. Comparto la tristeza del redactor. M, en cambio, está encantada de la próxima extinción del copo de nieve y su universo asociado, en forma de abrigos y palas y pesados sacos de sal. Mientras, el resto, pronuncia la inverosímil plegaria: 'Señor, trae el verano, pero todavía no'.


viernes, 16 de marzo de 2012

Una tarde en el museo

Aprovechando la visita de mi hermano Nacho hemos pasado una tarde en el museo. Ya se ha dicho que el gobierno federal, consciente del poco fuste de la capital, trata de embellecer y potenciar el atractivo de Ottawa a base de grandes museos. El más aparatoso es el Museo de la Civilización, una gran base lunar, cremosa y disneyficada, al otro lado del río. El edificio es bajito y ondulante, obra del arquitecto aborigen Cardinal; todo gasta mucha prosopopeya y está cargado, parece, de simbolismo. Nada termina de interesarme, dicho sea con todo candor. Me daba algo de pereza acercarme a esta atracción de la ciudad. Civilización es un palabra muy grande que me genera un gran empacho y un somero aburrimiento ¡Quia! Me lo he pasado de miedo. En atención a mi tobillo roto me han prestado un cochecito eléctrico ¡Oye, qué velocidad y agarre! ¡Qué dirección! Dicen que para ver bien este museo hacen falta tres o cuatro horas. Yo me lo he pulido en media en mi buggy cultural. M me seguía a la carrera, preocupada de que no me estrellase contra un tótem (que se me ha pasado por la cabeza), aunque luego, se ha subido en mi regazo. Título de la película: Dos en el carricoche. Las maniobras han resultado más difíciles en la tienda de regalos, de la que he sido el terror; me ha salvado la infinita paciencia de los canadienses, dispuestos siempre a morir de delicadeza. En España me habrían sacado a escobazos. No hay duda: el coche eléctrico es el futuro.

 

sábado, 3 de marzo de 2012

Está roto (III)

Crece la sospecha de que la mano amiga y poderosa de un médico que, de pura casualidad, cenaba con el jefe el día de la caída, me hizo saltar varios turnos en la cola para ser operado. El cambio de cirujano en el último momento legitima la suposición. De de ser así, he comprobado en mi propia experiencia que el igualitarismo de la sanidad canadiense es un mito podrido. Algo que yo ya había visto en esa gran película de Denys Arcand. Una enfermera se abre paso por el pasillo mórbido y populoso de un hospital hasta la cama de Rémy, un viejo socialistón que presume de haber votado a favor de la nacionalización de la sanidad y quiere ahora ser consecuente con sus actos. Hasta que llega de Londres su odiado hijo yuppie y compra a los sindicatos del centro una planta entera para su padre. De manera que un sistema que pretende ser ejemplarmente público termina siendo un sistema dual, con pacientes ricos y pacientes pobres, igual que cualquier país en el que, de entrada, se admitiera, sin hipocresías, esa posibilidad. Y eso sin contar que los ricachos siempre pueden cruzar la frontera y tratarse en las clínicas privadas de Estados Unidos, prohibidas en Canadá. Pero esto que acabo de decir no es del todo cierto, como nos explicaba Chris: "Es un mito que en Canadá no exista la medicina privada. De hecho, casi todos los médicos son profesionales por cuenta propia. Lo que ocurre es que tienen prohibido cobrar a sus pacientes. Salvo las pocas atenciones no cubiertas, cobran al Estado o a la provincia directamente. De modo y manera que tenemos lo peor de ambos mundos: la ineficiencia de lo público y el corporativismo de los médicos particulares, que a través de los sindicatos presionan para elevar las tarifas. El 75 por 100 del gasto médico se destina a pagar sus salarios." Podríamos decir que los médicos en Canadá son como los notarios en España: ejercientes privados de funciones públicas. Por lo demás, uno no puede acudir a un especialista directamente. Ha de ser derivado por un médico de familia obligatoriamente. Las listas de espera son larguísimas, salvo que, como yo al parecer, uno tenga conocidos. Y aunque todos sepan que el sistema no funciona, nadie, ni siquiera el gobierno conservador, hará nada por cambiarlo, porque en Canadá la sanidad pública es un tótem, y su reforma, un tabú. (Menuda frase me ha quedado).

viernes, 2 de marzo de 2012

Está roto (II)

Ayer me desperté con un fuego en la pierna y pidiendo furiosamente morfina. Me costaba un poco que acudiera una vestal con la inyección redentora. Ninguna de ellas sabía decirnos cuándo me iban a operar, y aunque ello podría no ocurrir en varios días, me aconsejaron no salir de la clínica. Para entonces mi tobillo ya estaba uncido a una férula hipermoderna de quita y pon. En esas estábamos, entre el sopor y la charleta, cuando nos anunciaron vía libre para operar en dos horas. Albricias. Seis horas después descendí a los avernos quirúrgicos, dónde discutí con el anestesista la distintas modalidades de dormición: general o de cintura para abajo. Un hombre joven y saludable como yo, me indican, tiene tantas posibilidades de tener una complicación derivada de la anestesia general como de que le parta un rayo. La posibilidad de no enterarme de nada me sedujo, porque uno tiene pocas chances en esta vida de mandar callar a la conciencia un rato. Recuerdo haber pedido algún tipo de explicación adicional. Y ya no recuerdo más ná. Tuve un maravilloso despertar -¿un minuto, un hora, un siglo después?- en el que primero los ojos se abrieron y en intervalos de cinco segundos las piernas y los brazos acudieron. Pregunté algo. El cirujano me dijo que lo mismo le había preguntado cinco veces antes pero que con gusto volvería a responder otras cinco. Tenía el pie enyesado hasta la rodilla. Me habían colocado dos placas de metal y ocho esquirlas, pero no me dolía nada. Un bálsamo maravilloso ahuyentaba el dolor. Me sigue pareciendo asombroso este apagón quirúrgico de la mente, tan dulce y espectacular. Pienso que los filósofos deberían venir a los quirófanos a discutir el problema cuerpo-alma con los especialistas. Estaba de buen humor cuando me subieron de nuevo a la habitación, donde me esperaba mi ángel custodio. Pude cenar algo. Y dormir dulce con la pierna y la mente embalsamados. Por la mañana, mientras M arreglaba los papeles del seguro, dos rubias amazonas me adiestraron en el uso de las muletas. Al tercer día volví a casa. Vi de nuevo las escaleras traidoras. Y me dije que a partir de ese momento bajaría todas las escaleras de mi vida como las subía mi abuela.