Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

martes, 30 de octubre de 2012

Sandy

La tormenta fuese y no hubo nada. Un chasco. Confieso que tenía el morboso deseo de que Sandy peinara Ottawa dejando unos buenos vientos huracanados. Mascaba esos versos fantásticos de Espronceda que un amigo gustaba tanto de recitar y que empiezan:

Me gusta ver los cielos
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar

Pero ya digo, nada. Sandy ha pasado de Canadá como un Atila que, sin razón aparente, dispensara de su furia a una inofensiva aldea romana a orillas del Danubio. Y eso que la rama local de Cruz Roja había movilizado, con tremendos avisos, a M, que tenía todo a punto para incorporarse a un retén de voluntarios. Menudo bluf. Una grata ventolera, el sensual estremecimiento de algunos árboles, las hojas bailando su último tango sobre las aceras, y un rumor sordo contra el cielo gris ala de paloma. Mañana vendrán las lluvias; ojalá hayan cesado por la tarde y los niños puedan salir a recoger sus caramelos de puerta en puerta, que es Halloween.

jueves, 25 de octubre de 2012

La película de ayer

Evito contar cosas del trabajo, pero un episodio como el de ayer bien merece incumplir el propósito. Concluía el festival de cine español en el Bytown, un entrañable cine de barrio de Ottawa. Iba muy feliz: el ciclo ha sido un éxito, hemos llenado casi sin esfuerzo todos los días, y los cambios introducidos han funcionado. Me hacía ilusión que hubiéramos conseguido una cinta en catalán, Pa negre, magnífica y truculenta, como película de cierre. La sala estaba abarrotada, con bastantes catalanes —los que pueda haber en Ottawa— entre el público. Empezó la película bien, con una larga secuencia de un asesinato en un bosque en la que no se habla. A los diez minutos se pudo escuchar el primer diálogo. Me quise morir. Estaba en castellano. Habíamos anunciado la película en catalán. Los del cine se habían equivocado. Estaba furioso. 'Con la que está cayendo' pensé. Calibré la situación: si la película sigue en castellano, estamos incumpliendo nuestro programa y los catalanes se sentirán decepcionados. Si interrumpimos la proyección el resto del público se puede mosquear. Consulté con M. Pensé en una disculpa al terminar la película. Luego razoné que la película era larga y no parecía tan grave pararla un par de minutos y reanudar, en el idioma correcto, en el mismo punto. Tenía a mi favor la educada paciencia del público canadiense. Me decidí por esto último. Subí corriendo al palco, buscando la sala del proyeccionista. Encontré la puerta, estaba atrancada. Empujé con fuerza. Lo primero que vi fue un retrete y luego el DVD que proyectaba la película. No había nadie. Bajé donde las palomitas a hablar con el encargado. 'Soy de la Embajada. Tenemos un problema. La película está en castellano y tenía que estar sonando la versión original en catalán. Es delicado'. El regidor, un tipo listo, me mira lívido y me responde 'Entiendo perfectamente. Soy canadiense. Es una emergencia de tipo inglés / francés'. En ese momento nos hubiéramos abrazado. Subimos corriendo a la cabina, que seguía inhabitada. '¡Oh, mierda! ¡Se ha ido a comprar comida, me lo dijo hace un rato!' La culpa, me dijo, era suya y solo suya: había olvidado advertir al proyeccionista que cuidara de activar la versión original en catalán. Pensé en silencio que si había un retrete ahí en medio era precisamente porque un proyeccionista no se puede largar de la cabina a mitad de la película. En fin. Llamamos al móvil de susodicho. 'Vuelve echando leches'. En el fondo se trataba de manipular un DVD, pero había que esperar al experto. El proyeccionista llega al trote, con su bolsa de plástico llena de yogures, y, enterado de la situación, para la película. El encargado hace un anuncio por megafonía explicando el incidente. Se oyen aplausos en la sala. Mientras, el proyeccionista y yo nos nos peleamos con el menú del DVD, que no tira. El tipo me dice que el mando no tiene pilas, yo sospecho que no está apuntando bien. Conseguimos cambiar el idioma. Pero hay que asegurarse: si volvemos a proyectar y la película sigue en castenallo el descalabro puede ser abisal. Sucede que la pantalla que tienen dentro de la cabina no tiene altavoces y tan sólo deja escapar un chorrito de sonido casi inaudible. El castellano y el catalán, escuchados en la distancia o hablados en voz baja, son difíciles de distinguir. '¡Sube el volumen, coño! le digo. ''¡No puedo! responde airado. Así que pego la oreja a la pantalla para asegurarme de que están hablando en catalán, pero no puedo decantarme con seguridad, con tanto ruido fuera. Además, justo en la escena que inspecciono aparece un guardia civil, y era razonable pensar que estaría hablando en castellano en cualquier caso. Al final escucho un diálogo entre un padre y un hijo en un nítido catalán, claro como un vaso de agua clara, que diría Don Jose María Pemán. 'Es catalán. Vuelve a encender' le imploro. Lo hace. Se vuelven a escuchar aplausos. Salgo al anfiteatro, aliviado; me apoyo en la pretil y me vuelvo a cagar en todos los muertos: ¡Ahora no hay subtítulos en inglés y el ochenta por ciento del cine no se está coscando de nada!' Vuelvo corriendo a la cabina y me encuentro al proyeccionista, en plena transpiración, apretando los botones del mando a distancia en todas direcciones. '¡Ya lo sé, no hay subtítulos, esto es una mierda!'. Le arranco el mando, pongo yo los subtítulos, maniobra que todo el público puede ver en la pantalla grande, y por fin, se reconduce la situación. Otra salva de aplausos. Vuelvo a mi butaca con M. Tiempo de gestión de crisis: 20 minutos. La película y su carrusel de truculencias continua. Nadie ha salido de la sala y al final todos se van contentos. Me echo unas risas con la gente de la Embajada contando la aventura. 

Y al final de la noche, me quedo pensando en el momento más significativo de la velada. El minuto y medio en que estuve con la oreja pegada a la pantalla, incapaz de acertar a distinguir, susurrados, el catalán y el castellano, dos idiomas que se tocan con las yemas de los dedos: un corrimiento de sílabas, unas vocales que se abren, otras que se entornan, un giro que cayó en desuso en una lengua e hizo fortuna en la otra, un fonema que cambia. Dos bellos idiomas hechos y derechos, sin duda, pero en la mente cultivada, variaciones sobre un mismo tema.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Al lago (y VIII)

La montaña amanece tocada toda de turbantes. El brasero, que ha estado encendido durante la noche,  ofrece una menesterosa lucecita que sirve de referencia espacial. La niebla no tarda en despejarse y el sol comienza a cubrir su textura metálica del lago de colores difusos; como un funambulista trazará una raya de sombra para marcar las horas, igual que en una clepsidra.

(Clepsidra significa reloj de agua; lo sé por un poema de Machado).

Fiel a su costumbre, mi cabeza busca formas, imágenes para comprender: El lago es un dios menor, la montaña su demiurgo. El lago es el negativo de una isla. El lago es la piscina probática. El lago es el pulcro limo del tiempo. Es una abstracción habitable, un dolor que se calma, un sueño que cabe en el cuenco de una mano, una travesía segura, una belleza con límite, una urna de agua donde guardar la memoria, una habitación interior para dormir el deseo...

M se me acerca, mira lo que escribo. Rodea con el brazo mi cuello, me da un beso. El lago es una dama que te cuida. 'Gracias por traerme aquí'. 

Al lago (VII)

La pregunto a Paul por qué, siendo Alberta tan rica, no hay un tren de alta velocidad entre Edmonton y Calgary. 'Aquí van tan sobrados que el gobierno dice que el tren sólo lo tendremos cuando lo podamos pagar en cash'. Paul es un rara avis. Es francófono en una provincia donde casi nadie habla francés, y es, para mayor desconcierto, Albertan de ocho generaciones. 'Es que los primeros europeos que llegaron a la provincia eran misioneros franceses. Las sucesivas oleadas de inmigrantes que trajo el ferrocarril borraron el francés de la provincia. Pero queda el catolicismo, todavía un segmento importante'. Pero no hay en Paul, la cabeza mejor informada que he encontrado en Calgary, asomo de resentimiento, o ganas de desquite. 'No entiendo a los nacionalistas de Quebec; viven atrofiados por el rencor. No es mi estilo'. Está muy bien dicho. No ser nacionalista es una cuestión de estilo antes que otra cosa. 'Nos va bien, pero no porque seamos unos genios del capitalismo como mucho creen, sino por nuestros recursos naturales inagotables. Aunque es cierto que los gobiernos conservadores los han administrado bien, sin cometer locuras'. Hablamos en la universidad de Calgary, una de las mejores del país. Esta mañana hemos visitado institutos que siguen programas bilingües en español. He sentido un pinchazo de nostalgia por la vida colegial, tras los tutelares muros; los problemas parecían enormes pero entonces tenías abundantes reservas de ilusión. Sueños. Con los sueños pasa como con el petróleo: hay un pico pasado el cual la tasa de producción ya sólo decrece. Lo cierto es que ese pico llega muy pronto en la vida. Paul es matemático y trabaja en el gobierno provincial. 'En Alberta hay problemas, y gordos. En Calgary por ejemplo circula mucha droga. Y prostitución. Es una externalidad de las arenas. Fort McMurray, al norte de la provincia, es la base logística de las petroleras. Una ciudad pequeñita, con un clima inhumano, donde se concentran todos los ingenieros y operarios. Vienen de todas partes de Canadá y del mundo para hacer un dinero rápido. Llegan y en diez minutos están en un camión sacando el bitumen de las minas, con un salario altísimo. Pero la vida ahí es deprimente. Tiene la tasa de suicidio entre jóvenes más alta del país. Sólo el olor es para pegarse un tiro. Vienen a Calgary y Edmonton a quitarse las penas'. 

Fort McMurray está a ocho horas en coche de Calgary. Sería fantástico poder ir a ver la explotación de las arenas. Los recintos de extracción son atisbables ya desde el espacio.

Paul nos invita a volver en invierno a hacer motoesquí. Es poco probable que volvamos. Viajar por Canadá empieza a ser financieramente insostenible. Y agota.


 Louis Helbig

martes, 9 de octubre de 2012

Al lago (VI)



Sprawl es una palabra clave para entender la ciudad norteamericanocanadiense. En la literatura se traduce por dispersión urbana o crecimiento por derrame. El sprawl son, para entendernos, las miles de casitas, más o menos arracimadas en distópicos barrios residenciales, que se extienden como una mancha de aceite alrededor de un conjetural centro urbano o downtown. El sprawl es lo que borra cualquier posible parecido entre una ciudad americana y una ciudad europea, o lo que la mente de un europeo entiende por ciudad. Cabe señalar que también en Europa se dan urbanizaciones, cada vez más alejadas, de los viejos entramados históricos. Siendo esto cierto, la fisonomía de ambos tipos de ciudad siguen siendo muy distinta por dos razones: porque la densidad en la urbe europea es mucho mayor en su foco de dispersión, y porque en Europa, mucho más pronto que tarde, hasta el más glotón de los promotores inmobiliarios topa con un pueblo o ciudad vecina, que se erige en nuevo núcleo de la trama. En Estados Unidos y en Canadá, el sprawl es infinito, como una clara de huevo que no terminase nunca, desbordase la sartén, y creciese por las baldosas de la cocina. Parodiando a Borges, podríamos decir: El universo (que otros llaman el Sprawl) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de suburbs poligonales, con amplias superficies comerciales en el medio, cercados por autopistas, etc. Pues bien, el sprawl de Calgary es puramente bestial. Una monotonía de casitas de monopoly, desplegada en obediente cuadrícula. En una de esas casitas prefabricadas viven David y Sandra. Llegamos puntuales para la cena de acción de gracias a la que amablemente hemos sido invitados. Aquí conviene una digresión: Thanksgiving forma parte de una serie de temas que se viven con gran pasión en Estados Unidos y que encuentran una débil variación en Canadá. Pocos saben, por ejemplo, que en hay en esta país una liga de football (no confundir con fútbol europeo, aquí soccer), cuasi inerte la verdad, con reglas algo distintas de las del testosterónico y wagneriano american football. Así, también en Canadá se celebra thanksgiving, pero siguiendo esa costumbre de cambiar algún detalle para despistar a los yanquis, las familias se citan un lunes de octubre, y no un jueves de noviembre, para conmemorar, no una merienda con indios, sino una cosecha exitosa. Llegamos puntualmente, he dicho, en nuestro taxi, raudo corcel de los suburbios. Puntuales quiere decir a las cuatro y media, que es a la hora que nos han citado. A las cuatro y media para cenar, amigos españoles. Dave nos recibe sonriente y descalzo. Que te reciban con los pies es algo a lo que mi sensibilidad todavía ni termina de hacerse, pero todo se andará. El salón está todo pintada de granate, con muebles a juego. 'Acabamos de redecorar. Lo hacemos cada tanto. Ya hemos probado muchos estilos'. Sólo cuatro libros a la vista, en una repisa de la pared. Está la hija, gordita y simpática. También descalza. Bueno. Nos sentamos, bebemos el Ribera que hemos encontrado en una licorería, y, contra las expectativas de M, y las mías, la conversación fluye sin dificultad. Chelsea, la hija, ha encontrado su primer trabajo, en una compañía que se dedica a la construcción de oleoductos. Tiene veintidós años y busca un piso para mudarse con su novio. Su principal afición estos años ha sido tocar la trompeta en la banda que ameniza las fiestas de la ciudad, la celebérrima Stampede, que el mayor espectáculo de rodeo del mundo y de la galaxia probablemente. La víspera, le había pedido a Sandra que me recomendara un libro sobre Alberta, sin que a ella se le ocurriera ninguno. Hoy me dice: 'Al parecer hay uno muy bueno, su título es Mavericks. Explica nuestro carácter aventurero y emprendedor, que nos hace distintos en Canadá. Somos la provincia a la que el resto le encanta odiar, sabes'. Pasamos a la mesa. A petición de Chelsea, el plato principal es jamón dulce, no pavo. De acompañamiento hay un puré de patata y zanahoria, piña horneada y tarta de calabaza, todo al parecer según los uso del thanksgiving. Hablamos de todo un poco; introduzco la actualidad política, tema desacostumbrado en la familia. En general, reparte estopa para todos. A British Columbia por poner condiciones al paso de su oleoducto hasta el Pacífico; a Ottawa por codiciar una parte del pastel del petróleo; a Quebec por ser unos mantenidos llorones. 'Oh, la cantidad de dinero que hemos invertido en esa provincia' dice Dave, como quien habla de un hijo tonto. Volvemos al saloncito. Piden aclaraciones y noticias sobre España, que con mucho gusto damos. Cuando la cosa empieza a decaer, se ofrecen a llevarnos de vuelta al hotel. Nos regalan unas manoplas. Ha sido todo muy agradable, la verdad. Uno siempre está tentado de condescender hacia este tipo de familia de la Norteamérica profunda, tan ignorante de casi todo, nunca hay que olvidar que su simpatía y hospitalidad son rasgos que los redimen. Creo que estoy siendo condescendiente otra vez. Bueno: Es una existencia mediocre y feliz, repetida miles de veces, una por cada casita. Me caen bien aunque en casa no se pongan nunca zapatos.

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/a/af/Arbor_Lake-Aerial.JPG/320px-Arbor_Lake-Aerial.JPG 

El sprawl de Calgary / Borges

lunes, 8 de octubre de 2012

Al lago (V)

Conducimos por una carretera sin curvas de regreso a Calgary. Atrás quedan las Rockies, como un escote turgente. El paisaje es ahora es pardo y horizontal; no me resulta ajeno y, en su desnudez, descansa la vista tras la agotadora exuberancia de días pasados. Ya he dicho que en Canadá no hay muchos sitios donde parar y romper la monotonía de un viaje en coche. Una salida de la autopista indica la proximidad de un casino, que vemos aparecer junto a un campamento indio, seguramente postizo, como reclamo visual. Vacilamos. Al final es M quien dice 'Venga, va, y así comemos algo'. Y luego, según nos acercamos: 'Prepárate para ver algo deprimente'. Yo sé por la televisión que hay en Norteamérica casinos regentados por empresarios amerindios, sin saber muy bien por qué. La razón, sencillísima, la da M. 'En muchos Estados el juego está prohibido y a los indios, es decir, a los native americans o first nations, como se les llama aquí, se les permite abrir locales en lo que consideran su territorio. Es una fuente de ingresos basada en el monopolio'. Parece que en Alberta, los indios, vicio sobre vicio, permiten fumar en sus casinos: nada más salir del coche, todavía en el aparcamiento, me golpea una peste a tabaco que me genera una arcada instantánea. Es mucho peor dentro. El aire enrarecido y la lobreguez anulan en nosotros cualquier atisbo de curiosidad. La sala de tragaperras esta casi vacía, y aunque hacemos ademán de jugarnos unos dólares, no tenemos monedas. Vamos al bufé, dónde sí hay gente. La comida es escasa e indeseable: sandwiches de atún y una marmita donde bulle un cataplasma violáceo. Teníamos que haber venido el jueves, pienso, seguro que los jueves dan paella. M me tira de la manga para que nos vayamos; yo estoy a punto de vomitar. Compramos un kit-kat (algo seguro) en la tienda y nos vamos a toda prisa. Sólo he visto un par de indígenas. El resto eran rostros pálidos disfrutando de un ocio patético. La verdad es esta: Todo cuanto rodea a los nativos americanos en Canadá es tristísimo. Ha sido peor de lo que esperaba. A la hora de escribirlo, quince horas después, todavía se me cierra la garganta.


Por la tarde hemos acudido a la cena de acción de gracias a la que Dave y Sandra nos habían invitado. Lo contaré mañana, ahora estoy cansado. Baste un apunte. Comentando nuestra visita al casino indio. Sandra ha empezado a enumerar una retahíla de buenas obras (charities, las llaman aquí) en las que trata a aborígenes. 'They struggle', ha dicho. 'Luchan'. Y lo ha repetido varias veces. They struggle. Todos lo hacemos, claro, pero pocos cómo ellos, siento.



domingo, 7 de octubre de 2012

Al lago (IV)

De lago a lago. En el que estamos ahora, el Moraine, quizá aún más bello que el Louise, con sus diez picos blancos claveteados en el agua. Tras un rato de paseo M segrega una lágrima stendhaliana, lo que da una idea. Llegados a un punto un letrero anuncia la obligación de caminar en grupos de cuatro para mantener los osos a distancia. No hay problema, una pareja de jubilados, Sandra y Dave, están esperando quien les complete la expedición. Echamos a caminar las dos parejas, y yo aprovecho para acribillarlos a preguntas sobre la provincia. Como era de esperar ambos trabajan, de manera más o menos directa, para la industria del petróleo. ' Y tenemos que compartirlo con el resto del país' dice Dave con cara de fastidio. Pero lo cierto es que, además de hacer patente su aversión por lo que ellos llaman 'Central Canada' —fruto de los intentos de los gobiernos liberales de los años ochenta por socializar las ganancias de la exportación de gas y crudo— no me cuentan nada que no sepa por mis lecturas. No quiero parecer un fantasma, pero me suele pasar que me preparo un viaje a conciencia, leo sobre la historia y la actualidad del lugar que voy a visitar, y luego resulta que sé mucho más que los autóctonos. Los autóctonos, de hecho, no saben nada de su país o región. No exagero. Le pregunto a Dave por la población de Alberta, y tras mucho dudar y consultar con su mujer, responde 'debemos ser unos ocho o nueve millones'. No Dave, macho, sois tres y medio. Y así. Pero son buena gente. La caminata es espléndida; ha llovido un poco antes y el olor a la pinocha es un cloroformo delicioso. El sendero se esfuma y entramos en un valle solitario, salpicado por una pequeña laguna: el Consolation Lake. La falda de la colina está cubierta por rocas que parecen meteoros; por ellas trepamos hasta llegar a la ribera. Al final llegamos a una gran plancha de piedra donde nos sentamos para tomar nuestro picnic. La conversación es banal, agradable. Sandra nos sorprende con una propuesta: 'Oye, tengo una idea; mañana es Acción de Gracias, y nos encantaría que vinierais a cenar a casa'. La invitación nos pilla totalmente desarmados de pretextos. Además, alguien me había comentado hacía poco que en Norteamérica es casi un insulto no aceptar una invitación a thanksgiving sin una buena razón para ello. Lo cierto es que mañana por la tarde estaremos en Calgary sin nada que hacer. La propuesta es simpática, calurosa, indeclinable. Está decidido. Aceptamos con mucho gusto. Lo contaremos aquí.


viernes, 5 de octubre de 2012

Al lago (III)

El lago forma parte de un estrategia de poblamiento. Consciente de la necesidad de ocupar el inmenso hinterland occidental recién adquirido, el gobierno federal hizo dos cosas inteligentes, de puro necesarias: crear la policía montada para poner orden en el territorio y encargar a empresarios de Montreal la misión de llevar el tren hasta Vancouver atravesando praderas y montañas. Con una buena inyección de dinero público estos fundaron la Canadian Pacific Railways, que a su vez estableció su división de hoteles, con la tarea de abrir grandes establecimientos junto a cada estación terminada. Los hoteles, que al gusto moderno resultan ampulosos y carranclones, son el origen de la cadena Fairmont, icono, de mar a mar, del paisaje canadiense. La explotación de ambas líneas, hotelera y ferroviaria, necesitaba un abundante material publicitario. Lo mismo que en Suiza, Tanzania o las Islas Canarias, comenzaba el turismo moderno, con sus vistosos carteles de esbeltas mujeres fumando en boquilla en la cabina del tren, y tocadas de cloché durante la cena y sensuales maillots en la piscina. Oh, bella engañifa, propaganda de un mundo que quizá existió; hoy conocemos el verdadero rostro del turista, rollizo zampabollos en el bufé del desayuno, horda tentacular, acémila impúdica, igualitos nosotros que todos ellos. Pero divago. Nació entonces también la red de parques nacionales; el primero aquí, en Banff, 1888, la ciudad más elevada del país. Banff está enclavada en medio del recinto del parque nacional, reluce como un diamante y está sujeta a severas restricciones: no se puede construir ni un metro cuadrado más y sólo puede vivir en ella aquel cuyo empleador le ponga cama. En un intento de estirar la nostalgia hasta ese mundo perdido de novela de Agatha Christie o Thomas Mann, M y yo hemos venido hasta aquí para tomar las aguas. Un swimming pool day pass cuesta doce dólares y te permite remojarte en las termas al pie de la Sulphur Mountain. Es como una piscina climatizada al aire libre, con mucha densidad de carne y despliegue de tatuajes. Nos salimos pronto, no por asco, sino por aburrimiento, y como tenemos mucha hambre y tememos no encontrar una cocina abierta, no nos duchamos. En el coche nos damos cuenta de que olemos a azufre (un olor muy parecido al de huevo podrido) al punto de intoxicación. Comemos buena ternera de Alberta en el pueblo, vemos un museo local, y nos volvemos dando un largo rodeo en coche al hotel, donde al fin podemos desprendernos del odor vintage. El lago, que marca las horas del día como una clepsidra, nos pone a dormir. 
 
 

jueves, 4 de octubre de 2012

Al lago (II)

El lago tiene un marcado color turquesa, esmerilado, casi mate, muy bello. Un enjambre de chinos opina lo mismo y posan uno tras otro con el magnífico paisaje al fondo, con las montañas como trofeo. Aprendemos en los carteles explicativos que la coloración del agua es resultado del acarreo de polvo de roca desde los glaciares. En principio, sólo habíamos previsto recorrer el sendero que sigue la orilla por el oeste, pero al final del camino nos sentimos con fuerzas para iniciar el ascenso hasta el punto donde confluyen los seis glaciares cuyas aguas, al fundirse, dan de beber al lago. A M le gustan las caminatas más que a mí. Con ocasión de un cumpleaños quiso regalarme unas botas de montaña. Frené la iniciativa y la reconduje hacia los cuatro tomos del diccionario de Filosofía de Ferrater Mora. Bien es cierto que el senderismo tienen un cierto pedigrí filosófico desde Rousseau, que se daba unos paseos tremendos para movilizar ideas, y aun antes en Petrarca, que dio una buena razón para subir al monte: el sólo placer de mirar. Mi problema -no caigamos en innecesarias logomaquias- es que soy muy perezoso y prefiero leer a casi cualquier otra actividad. Pero también he aprendido de los beneficios de rebelarme de vez en cuando contra mi temperamento, y esta vez me he calzado las botas. Así que llegamos al borde del lago, y vemos cómo, en efecto, el arroyo arranca del lecho una harina de trigo que va depositado con suavidad en el lago. El agua, saltando entre los cantos, y cerca ya de congelarse, es de un gris lechoso. Los árboles, unos abetos ralos y desaliñados, desaparecen del camino. Comenzamos a evocar los viejos nombres del bachillerato: torrente, glaciar, collado, cresta. Nombres que se hacen parte de la vida frente a nosotros por primera vez, con una perfección que desafía los libros de texto de entonces. La pista no es muy difícil, pero tampoco es una broma. Hace tiempo que hemos perdido a los chinos de vista, aunque de tanto en tanto nos alcanza una pareja más entrenada. Hay una promesa de cafetería (tea house nos han dicho en el hotel) que a mi mente le parece cada vez más fraudulenta. M, que empezó sin resuello, está a tope, comandando la expedición. Ya habremos subido unos mil metros, estamos caminando junto a las morreras de los glaciares, que son como grandes escombreras de los siglos, qué digo, de los eones, del tiempo entero. Cuando llevo un par de minutos jurando en arameo vemos por fin un chaletito. Fue construido por los guías suizos que la Canadian Pacific Railway, con buen ojo, hizo venir a las montañas rocosas para enseñar a los primeros turistas la disciplina del alpinismo. La señora que lo regenta está un poco asilvestrada; vive en la cabaña y le traen el sumistro una vez por estación por helicóptero. Nos ofrece sopa de tomate con bacon, que pagamos de grado. Hay pájaros, hay ardillas, poco más, al menos a la vista. Iniciamos el descenso y nos cruzamos ¡con los chinos que suben a caballo! Tras cinco horas llegamos al hotel henchidos de esa satisfacción que acompaña la culminación de un esfuerzo. Al rato, me bajo al vestíbulo, me concedo un Jim Beam, luego otro, y escribo esto. M baja para acompañarme con su libro, y echa una lágrima porque de repente está en Sicilia y se ha muerto el Príncipe de Salina.


miércoles, 3 de octubre de 2012

Al lago (I)


Alberta es la tabla rasa de Norteamérica. La mayoría acaba de llegar, y pocas familias remontan su presencia más allá de dos generaciones. En 1870 el territorio era todavía propiedad de una compañía peletera, la Hudson Bay Company, que tenía la concesión de la Corona para comerciar con los indios. El gobierno canadiense tuvo que ir a Londres a comprarla acre a acre, pagando la respetable suma de 300.000 libras esterlinas de cuando entonces. En 1882 se desgajó de los Territorios del noroeste, con nombre propio: el de la esposa del gobernador general a la sazón, la cuarta hija de la reina Victoria: Luisa Carolina Alberta (Luisiana y Carolina ya estaban cogidas, debió de pensar el marido). En 1905 nace como provincia. En 1942 descubrió petróleo para aburrir: posee las segundas mayores reservas conocias tras Arabia Saudita. Desde entonces crece como una manada de bisontes, de los que hubo muchos antaño y hogaño apenas quedan. En el imaginario y en los medios, si se la asocia a Columbia Británica, es The West; emparejada con Saskatchewan, hacia el interior, se dice The Prairies, esto es, las praderas. Es, dicen, la más estadounidense de las diez provincias, lo que quiere decir, supongo, que es la más despiadada. Aquí la influencia francesa se desvanece y sólo preocupa cómo llevar el petróleo a Asia e intentar que en Ottawa no les toquen el bitumen. Trudeau intentó socializar las ganancias del petróleo y todavía se acuerdan. Varias marcas de partidos conservadores se han sucedido en el poder desde 1921. Hace millones de años las praderas de la provincia fueron el hogar del Albertosaurus, un pariente, más pequeño y fibroso, del tiranosaurio; la Alberta de hoy también ruge, se traga a los ingenieros en paro de toda Europa, y escupe arenas bituminosas, uno de los crudos más contaminantes que existen. Había que venir a la primera oportunidad. Cuando por fin el avión comienza a descender, casi a medianoche, el centro financiero de Calgary parece una rejilla de cirios eléctricos. Lo que veo desde el taxi me recuerda mucho a mi ciudad natal: un gran aeropuerto en medio de una paramera con grandes rascacielos al fondo y montañas en el horizonte. Una ciudad con ínfulas. Llegamos al hotel apalizados. Han sido cuatro horas de avión al completo más tres de aeropuerto. Canada es muy grande. Canadá cansa. Mañana iremos al lago.

Mar arbolado

Las hojas caídas en la hierba, como trozos de vasija en una excavación, o los trasluces de las olas en un mar agitado. Luego pasa el barrendero agrupándolas y las convierte en un trencadís de porcelana marrón.