Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

sábado, 21 de enero de 2012

Go Northwest (y VI)

La llegada del ferrocarril fue el precio que British Columbia puso para integrarse en Canadá, algo que sucedió en 1871. La federación tardó dieciseis años en cumplir la promesa. Desde entonces Vancouver ha crecido de forma ordenada e ininterrumpida, tomando el impulso definitivo cuando la apertura del canal de Panamá convirtió la ciudad en el puerto más importante de Norteamerica, al que arriban todos los coches asiáticos que se venden en Canadá y desde donde zarpan las materias primas del país, listas para ser engullidas por China, Japón o Corea, de las que la ciudad es un barrio de ultramar. Los letreros decorados con profusos ideogramas chinos proliferan y la mitad de la gente con la que te cruzas es de origen asiático. La exuberante naturaleza provee a la ciudad de otras dos industrias formidables: el turismo y la silvicultura. La gente es joven, es deportista, hace dinero: casi 100.000 dólares de renta per cápita. No está mal. La criminalidad es considerable, como en cualquier gran ciudad del continente, pero a la baja, y la policía ha renunciado a perseguir a los tenedores de marihuana: mejor fumarse un canuto con ellos. Todo es trendy, multiculti, saludable. Se gusta. Nos gusta. La camarera se detiene un segundo ante M, la mira y exclama: "I love your glasses". 'Ves, hay ciudades donde uno puede llevar gafas y sentirse a gusto, elegante; otras donde parece una tara" Sobra comentar que Ottawa es de las segundas. Pero es nuestra casa y ya tengo ganas de volver.

viernes, 20 de enero de 2012

Go Northwest (V)

Qué asco de tiempo. Hemos atravesado la isla a paso de caracol mientras nos caían encima todas las lluvias del antiguo testamento. Ha sido el tramo de conducción más peligroso de mi vida (M, por su parte, recuerda un viaje en furgoneta en Filipinas que fue todavía peor). Tofino y Victoria están muy mal comunicadas; la próxima vez volaremos en hidroavión, que es más divertido. A mitad de trayecto hemos parado a comer una hamburguesa, no excesivamente horrible, en un remedo de McDonalds en una gasolinera. Sólo había allí familias de indios nativos -de una reserva cercana-, de aspecto melancólico y enfermizo (o eso me ha parecido a mí). Hablamos sobre ellos, todavía sin demasiado conocimiento de causa; la comparación con los gitanos es inevitable: esa misma integración fallida, deslabazada, frustada por las buenas intenciones y el racismo silencioso. Aceleramos el paso. Solo tenemos una húmeda tarde en penumbre para conocer la capital de la provincia. Con todo, parece una ciudad agradable; su carácter festivo y primaveral consigue traspasar las paredes de agua. El casco histórico tiene cien, quizá doscientos, edificios originales de mediados del siglo XIX, cuando la ciudad se convirtió en un rebosante nido de buscadores de oro: pico, pala y silicosis. Hoy es una ciudad tranquila, que cede el protagonismo absoluto a Vancouver, y acoge a millares de jubilados de todo Canadá. El edificio el Parlamento es un buen ejemplo de gran mansión inglesa; de noche ganaría mucho con una iluminación menos hortera. Dicen que Victoria es la ciudad más inglesa de cuantas hay en Canadá, y ciertos aires de Bath, Oxford o Plymouth, aromas de verano lejos de casa, sí nos llegan; de hecho (bien pudieran ser imaginaciones) me ha parecido escuchar un inglés más pedante, más grave y empastado. Victoria fue fundada por la Compañía Hudson y poblada por inmigrantes británicos que querían que esta pequeña colonia, fundada en una remota esquina del Imperio, se pareciera a Inglaterra tanto como fuera posible. 'More English than the English' en palabras de Emily Carr, la célebre pintora local. La febril inmigración y las costumbres más relajas de norteamérica, moderaron el designio. En fin, cenamos pato laqueado en el precioso chinatown, el más antiguo de Canadá, primorosamente decorado de faroles y dragones. Al volver a la habitación, derrengados, vemos una gotera chorreando a través del plafón, justo encima de la cama: nos cambián de cuarto. 'Es la nieve fundida en el techo; oh, qué mala suerte que han tenido, hacía tiempo que no recordaba una tormenta así en la isla', nos dicen. 'Cosas que pasan' dice M, sonriendo.

jueves, 19 de enero de 2012

Go Northwest (IV)

Tras viajar en ferri un par de horas -M, por cierto, ha visto un banco de delfines, y yo el pico de la aleta de uno de ellos- y cuatro más por carretera en nuestro Ford Focus alquilado -con parada para ver unos provectos y góticos abetos- llegamos, exhaustos, hambrientos, borrachos de cansancio, a descubrir, como Nuñez de Balboa el primero, el Océano Pacífico, justo a tiempo de perdernos la puesta del sol, que, según varios testimonios, estaba allí un cuarto de hora antes. La verdad, aunque es una tontería, y no soy un experto, lo voy a escribir: visto desde el balcón, este océano parece más grande que el único otro que yo conozco (más azul no puedo decirlo, con esta luz). Estamos en Tofino, meca de surfistas, un pueblecito de 1.500 habitantes en la costa oeste de la isla de Vancouver, y situado en un extremo de una hermosa y larga playa, ribeteada de abetos, justamente llamada Long Beach. Nada más llegar he pedido descuento por ascendencia: en 1790 nuestros amigos Galiano y Valdés, a bordo de Sutil y Mexicana, dieron el nombre de Tofiño a la ensenada que ahora mismo contemplamos, en homenaje a su maestro, profesor de cartografía, Almirante Vicente Tofiño, gaditano. Y sí, en recepción conocían la historia, y ya eso me ha parecido recompensa. El hotel es muy acogedor, muy bien puesto, como dice mi mujer. Solo lamentamos no poder pasar más de una noche. Dos en la carretera. Mañana tenemos cinco horas -como era una isla, pensé que sería pequeña, pero tiene el tamaño de Portugal- hasta Victoria, la capital de British Columbia. Esta noche dormiremos con la cortina descorrida, mirando a China (la Catay que nunca descubrió Colón), y con un poco de suerte, y a falta de ballenas (están todas en México, las muy cabronas) una hermosa, eléctrica y distante tormenta en el mar.

miércoles, 18 de enero de 2012

Go Northwest (III)

Los españoles fueron los primeros europeos en navegar, hollar, explorar y cartografiar las costas de Vancouver y toda su provincia. En 1773, alarmado por la noticia de la llegada de Rusia a tierras de Alaska, el virrey de Nueva España (hoy México y un buen trecho de Estados Unidos) envió una expedición al norte de California, a calibrar el avance de los rusos y crear un asentamiento español, que dio en llamarse la Cala de los Amigos, hoy Friendly Cove, que es hoy la única ciudad fundada por españoles en Canadá, que ya está bien. Desde esta base se lanzaron varias expediciones para ver si, escondido tras algún cabo o entrante de la costa, se encontraba el legendario paso del noroeste, la vieja obsesión de tantos navegantes europeos, que comunicaría Europa con China sin necesidad de doblar el estrecho de Magallanes (n.b. El esfuerzo fue en vano; tal paso hubo de inventarse en 1917: el canal de Panamá). Dos comandantes españoles, Galiano y Valdés, en sus naos Sutil y Mexicana, fondearon en cada cala para trazar los primeros mapas y cartas náuticas de la costa. Cuando el cartógrafo oficial de la corona británica, George Vancouver, arribó a Canadá, se encontró a los españoles trabajando tranquilamente en la orilla, trabajando en sus mapas, que le mostraron: el pobre se hundió al comprobar que el trabajo ya estaba hecho. Un mes más tarde llegaría al lugar el almirante Juan Francisco Bodega y Cuadra para reunirse con Vancouver y con el mandato de negociar con él la soberanía del nuevo territorio. España cedió sin aspavientos una porción de Norteamérica que ya no podía poblar o defender, mientras las tribus nativas miraban. El buen Cuadra animó a Vancouver a proseguir la prospección de la costa juntos, en un hermoso hermanamiento científico. Se hicieron amigos. En un gesto típicamente español, Cuadra le propuso bautizar la isla que él había descubierto con sus dos nombres: Isla de Cuadra y Vancouver. A finales del siglo XIX el nombre se acortaría, desapareciendo el componente español. Hoy, las playas más hermosas de Vancouver se llaman "Spanish Banks", por ser el lugar donde marinos ingleses y españoles se encontraron y decidieron zarpar barco con barco a recorrer la costa y, con suerte, encontrar el paso del noroeste. Paseando por la playa, evocador, calculo la dosis apropiada de patriotismo para este momento (no quisiera pasarme). Al final, me conformo con pensar para mis adentros: "Hasta aquí llegó el Imperio". Y luego: "Chúpate esa Standard and Poors".



Galiano y Valdés, a bordo de Sutil y Mexicana, recorriendo la costa noroeste de Canadá. Por José Cardero.


martes, 17 de enero de 2012

Go Northwest (II)

Comemos unas almejas, pacíficas, magníficas, frente a la playa de Vancouver, y nos vamos al Museo de Antropología, un edificio interesante, rotundo, logrado, que contiene una colorida colección de arte indígena. Merece mucho la pena acercarse, sobre todo a quien esté interesado en el mundo del tótem. En el vestíbulo acristalado se erigen estos altos postes de madera de cedro tallada, en los que tres, cuatro, hasta seis o siete seres acuclillados y cabezudos, de cejas gigantes y ojos desorbitados, se amontonan como en un castell hasta la cúspide, donde mora un cuervo mitológico y vigía. Se supone que cada uno explica una leyenda o la historia de un linaje (como capiteles historiados o frisos verticales). Bien, tienen su cosa, pero pronto uno tiene la sensación de que visto uno, visto el resto. El recorrido prosigue adentrándose en una gran sala con más de 40.000 artefactos de todas las culturas del mundo: cerámica, cestos, abalorios, cofrecitos, objetos rutinarios y domésticos, también decorativos. Entonces estoy a punto de echar el gran bostezo eurocéntrico cuando vislumbro al final de la galería principal, bajo un lucernario y sobre un lecho de arena, la talla enorme de un cuervo, posado sobre una almeja, que con sus garras abre, en el caparazón del molusco, la rendija por donde saldrán, arengados por el pajarraco, los incipientes seres humanos. Conforme a la cosmogonía más reiterada de las tribus nativas de la Columbia Británica, así fue creada nuestra especia, por un cuervo demiurgo y prometeico. Raven and the first men es obra de Bill Reid, muerto a finales del siglo pasado. Nos interesa descubrir que se trata de la primera muestra de arte aborigen, en la que la ancestral lex artis del ebanista haida se emplea para hacer algo distinto de un tótem. Si éste se construye para ser levantado y mordisqueado por el tiempo, aquí tenemos algo para ser visto, y si el artista acierta, con placer. Hay algo que me ha gustado aún más, y es la cita de una idea del autor en el panel explicativo: 'Mi obra se nutre de un relato universal, el de la creación; más allá, creo que el disfrute deriva de algo que todos podemos compartir: la admiración hacia la cosa bien hecha'. Bien dicho. Es muy fácil (al menos a mí no me cuesta nada) desdeñar el arte no europeo, como mera artesanía bien ejecutada, y es muy revelador que estos totem estén en un museo dedicado a la etnología y no en una galería de bellas artes. Pero basta pensar en las insoportables naderías que adornan las salas de arte contemporáneo en Occidente para despertar de ese sueño chovinista. Si este cuervo estuviera en la Tate modern, en el panel leeríamos chorradas como que el autor está interesado en la posibilidad de abrirse a una multiciplicidad de significados, donde se sentido se revela en el cruce de miradas bla, bla, bla. Pero en este museo recuerdo que es la cosa -y no la idea o el concepto- bien hecha lo que seguirá siendo por los siglos de los siglos el rasgo distintivo de todo arte. Hace tiempo que en Europa y aledaños hemos dejado de pagar para ver eso: cosas bien hechas.

domingo, 15 de enero de 2012

Go Northwest (I)

Vancouver. Una ciudad portentosa, entre el espaldar de la montaña y las aguas esmeriladas del Pacífico. Durante los noventa, fue escogida en varias ocasiones como mejor ciudad del mundo para vivir, según Naciones Unidas y Tomás Moro (hoy se mantiene en la quinta posición; la medalla de oro es para Sidney, que 'es como esto pero con buen tiempo' razona M). De entre todas las que yo haya visto, solo Venecia se parece tan obstinadamente a su postal. La hemorragia bucólica es tal que pide a gritos un torniquete. Bueno, esta mañana no se veía un borrajo desde la habitación del hotel, pero al levantarse la niebla ahí estaba, perfectamente nítida la crestería nevada de las montañas rocosas, y los hidroplanos amerizando en el agua, como un canto bien tirado al ras. También se parece Vancouver a su reputación: cada cien metros un mercado de productos orgánicos y una biblioteca pública. Únicamente molesta la contaminación visual de los Starbucks, algo que de forma incomprensible los conservacionistas, que son legión y poder fáctico de la provincia, pasan por alto. Y, ah, oh, un huerto urbano al doblar la esquina de Davie con Seymour. Por lo menos doscientos metros cuadrados en mitad del Downtown para nabos, lechugas y tomateras. M aplaude con las orejas. 'Claro, que en España esto no podría ser, todo el mundo arramplaría con los tomates del otro' suspira melancólica. Cenamos primorosos productos comprados a las cooperativas locales (oh, como podría nadie indignarse aquí). Volvemos, pelados de frío, por el Greinville Bridge: el crepúsculo golpea en las paredes de los rascacielos, espejos irisados. Me pilla cansado, pienso en esta frase 'Vancouver está aquí, en Canadá, British Columbia, pero podría estar en las nubes. La ciudad celestial'. Buaj. Lector, sal de aquí y no entrés hasta que el torrente de cursilerías haya cesado.

sábado, 14 de enero de 2012

Hockey Night

No he contado todavía que fuimos con Chris, Iratxe, Nacho y Ana a ver nuestro primer partido de hockey sobre hielo. El coso, lleno de familias, por tratarse de un partido en vacaciones, tronaba como una enorme discoteca estruendosa. Yo estoy acostumbrado a la relativa sobriedad de los campos de fútbol europeos, donde pocas cosas te distraen del juego. En Canadá se da por hecho que mucha gente viene precisamente a distraerse: los niños a bailar en los entreactos y a ponerse morados de pizza y perritos calientes, las chicas a chafardear, los padres a cuidar que sus hijos no se caigan de la grada y quizá también a supervisar el contoneo de las escuadras de animadoras, oportunamente repartidas por todo el coliseo. El equipo local son los Ottawa Senators (aunque su mascota es un centurión romano), al parecer ni muy bueno ni muy malo (una vez jugó la final). Los rivales eran los Florida Panthers (cuya mascota tampoco parecía una pantera, sino más bien un tigre; en fin). La gente se vuelve loca cuando ve salir de las troneras a los gladiadores, con un despliegue de humo, rayos y centellas que nunca he visto en un campo de soccer. Suenan los repelentes himnos nacionales y luego la cosa empieza. Me divierte la primera parte, me aburre la segunda, y en la tercera, más brillante hasta para un neófito, me llega un vislumbre de la belleza del juego. Lo que más impresiona, claro, es la rapidez. Los jugadores forman un remolino nervioso, parecido a un enjambre de moscas, pasándose el disco a toda pastilla. Los equipos cambian jugadores de forma vertiginosa. 'Un mismo jugador puede entrar y salir unas veinte veces a lo largo de un partido; es un deporte agotador, echas un par de carreras y estás muerto' me explica Nacho. La legendaria violencia de juego está ahí; sobre todo en forma de empellones cuando el puck se arrima a la verja. Chris me comenta que la violencia es sobre todo pre-emptiva; 'Cada equipo tiene un par de tíos duros, los fighters, que se encargan de intimidar a los jugadores rivales más hábiles; son los que no tienen dientes. Días después el jefe trató de convencerme de que la violencia en el hockey es gratuitamente provocada para caldear al personal y subir la audiencia. Ahora mismo hay un interesante debate en Canadá sobre las llamadas concussions o conmociones cerebrales y cómo reducir el número de golpes a lo largo de un partido. Parte de la afición canadiense, que se precia de pertenecer a la más ruda y edéntula nación del universo del hockey, teme estar caminando hacia la definitiva emasculación del juego. Hoy el periódico trae un artículo confuso sobre el tema; primero hay una racionalización barata, identificando la violencia con el duro combate contra el clima que afrontaron los fundadores del país. Luego hay una explicación racional, verosímil: como el puck es pequeño y duro, volaba fuera de la pista deteniendo el juego demasiadas veces; se cerró entonces el recinto; desde entonces en hockey ya no hay casa o refugio, ni escapatoria, la lucha por el puck es total y fatal. Termina el cronista con un sentido llamado a abandonar las peleas para conservar la lucha (give up fighting, keep the fight, dice). Yo me lo voy a pensar.


Winter mind (II)

Dice del carácter de esta ciudad que uno amanezca a veinte grados bajo cera y lo único que quiera es salir a dar un paseo. Hechizados por ese cielo azul y alto, la nieve fresca y también azulada, nos calzamos la escafandra, los calcetines de lana merina, el gorro, las botas, las calzas térmicas (M) los guantes (M dos) y nos echamos a pasear. Tardamos aproximadamente treinta segundos en saber que quizá la idea no era tan buena. Una aguja invisible y profunda se clava en los pómulos, la única parte al descubierto del cuerpo. Nos embozamos bien en la bufanda, al precio de empañar nuestras gafotas con el vaho. Las calles están desiertas. El río ingente, níveo y petrificado. Pensamos en regresar a la cueva, pero la luz, más generosa que nunca, nos fuerza a seguir caminando. En un esfuerzo titánico nos llegamos a los puentes Minto, desde los cuales la panorámica es majestuosa, elegante y gélida como la mirada de una marquesa. M sugiere que volvamos y yo no puedo más que estar de acuerdo. El bigote se me está escarchando y noto en la nariz una costra incipiente. Pero no me da la gana entrar en casa. Así que agarro la pala y empiezo a horadar de nuevo el caminito del jardín. Veo que M está en plan zapadora compulsiva en la terraza, arrojando la nieve por encima del hombro como si fueran ramos de novia, en un movimiento poco ortodoxo que le va a pasar factura a las cervicales. Antes de entrar arranco de la cornisa del garaje una estalactita enorme, una daga de metro y medio. La pico en el fregadero con acero de Albacete y me sirvo un ron cacique para entrar en calor, que cae por el esófago como un chorro de ambrosía pura y helada. El roncito a media mañana me pone de un humor extraordinario. Lo tengo aquí al lado, lo calibro con delectación, balanceo el vaso, hago chocar el hielo virgen... Me siento un superhombre, superviviente de las nieves, cúspide de la evolución... ¿Quien dijo que el hombre moderno no está en contacto con la naturaleza?

Más sobre la nieve y el invierno (winter mind)

Intuyo que el día que me levante y la nieve se haya fundido sera triste para mí. En España, ya lo he dicho, una mañana nevada era y sigue siendo, al menos en las ciudades, un acontecimiento maravilloso, teológico, por así decir, un descendimiento o una aparición. Recuerdo mirar los copos desde la ventana de clase con la aprehensión de que la nieve no cuajase y el milagro no se produjera. Aquí, en cambio, la nieve no es algo que ocurra, es algo que llega e inaugura un mundo, un mundo sobrenatural y distinto. El invierno que yo conozco es una estación pelona y vulgar, únicamente marcada por aquello que falta (la calidez, las flores, las hojas caídas). En Canadá el invierno significa algo, ese algo es la nieve, y más allá, la blancura del mundo. Lo cierto es que noto que la abundancia de nieve alrededor me sienta bien -y ese sentimiento de bienestar es paralelo a la inquietud que me produce el verano, estación que detesto- como también me sienta bien ese frío que uno se toma como un chupito de tequila helado. Llevo pensando en estas cosas desde que llegué y ahora cae en mis manos este poema de Wallace Stevens, que copio más abajo, que hace esta nota superflua e irrelevante. Instalado en ese winter mind, ese humor de invierno. Así estoy. Parece una tontería, pero siento que las cosas van bien, que tienen su razón, que no hay nada que podamos hacer y que no debemos lamentarlo. Lo curioso es que sea precisamente la dureza del invierno lo que invite a la calma; la nieve es una inmensa bandera blanca pidiendo una tregua. Ése es mi estado de ánimo: el de alguien que sabe que la guerra se ha detenido, que el río se ha detenido y acierta a decir, no sabe muy bien a quien 'Gracias'. Como si la nieve que cae sobre tu hombre fuera la mano de un amigo.

The Snow Man

One must have a mind of winter
To regard the frost and the boughs
Of the pine-trees crusted with snow;

And have been cold a long time
To behold the junipers shagged with ice,
The spruces rough in the distant glitter

Of the January sun; and not to think
Of any misery in the sound of the wind,
In the sound of a few leaves,

Which is the sound of the land
Full of the same wind
That is blowing in the same bare place

For the listener, who listens in the snow,
And, nothing himself, beholds
Nothing that is not there and the nothing that is.

El hombre de nieve

Uno debe tener un ánimo de invierno
Para considerar la escarcha y las ramas
De los pinos encostrados por la nieve;

Y haber tenido frío un largo tiempo
Para contemplar los enebros enmarañados con hielo,
Los abetos, agrestes en el brillo lejano

Del sol de enero; y no pensar
En ninguna aflicción en el sonido del viento,
En el sonido de unas pocas hojas,

Que es el sonido de la tierra
Llena de ese mismo viento
Que sopla en el mismo desnudo lugar

Para el oyente, el que escucha en la nieve,
Y, en sí mismo nada, contempla
La nada que no está allí y la nada que está.

viernes, 13 de enero de 2012

El fin del mundo

Ayer nevó todo el día; no ha parado de nevar durante la noche y la nieve sigue cayendo con fuerza esta mañana. En el jardín casi se puede ver crecer el colchón de nieve, con lentitud de nube; oigo el ruido de la quitanieves trasquilando el barrio; empuja la pala por la calzada como Sísifo su roca. Los copos enormes siguen cayendo furiosamente. M llega de la peluquería -desesperada, por fin hoy se ha atrevido a hacerse las mechas, tal es la confianza que le inspira el gremio de estilistas de Ottawa- dando gritos; '¡No para de nevar, es el fin del mundo! ¡Y me han dejado el pelo verde! ¡Verde!' Yo le digo que no, que no lo tiene verde, lo tiene rubio y está bien. Al rato, está de acuerdo. Decidimos salir a comer. 'Tienes que ver cómo está el barrio'. Y añade, aliviada 'Ole el tío que inventó el four-wheel drive'. Tiene razón. Merece la pena salir a ver las copas desnudas de los árboles convertidas en intrincadas y frágiles moléculas de cristal. O las cabezas ilustres de las estatuas públicas, luciendo de repente un solideo vaticano en su coronilla y caspa sobre sus hombros. O el río lacrado de nieve. Los coches sepultados, de ultratumba. El silencio, sobre todo, como si la nieve se llevara todos los sonidos, o todo lo enmascarara. Luego ya en casa, mientras escribo, M me llama: '¡Ostras, ostras, ven, ven! Mira como se caen los cúmulos de tejado, en ráfagas, como si fueran fantasmas'. Nos quedamos un rato, de este lado de la ventana. Pongo el Invierno de Vivaldi a tope y el dramatismo se dispara. Luego, arrecia un poco, y bajo al jardín a hacer un caminito, cuyos bordes ya se elevan cuarenta centímetros. No niego que me divierte. Pero no bajo la guardia. Como la línea clara del mar, un paisaje nevado produce una engañosa sensación de sosiego. Como aquélla, la nieve tiene un poderoso lado siniestro. Como las olas del océano, estos copos de besos no son de fiar. No por nieve no quema, no por mansa no mata. Esta intuición intelectual o dato fruto de la experiencia, M la presiente cada noche (siempre el cuerpo femenino más alerta), cuando se despierta de madrugada, como presa de una amenaza. Se acerca a la ventana, y comprueba que en este mundo espectral que llamamos invierno se ha puesto a nevar otra vez.

Y sigue cayendo la nieve, la nieve sigue cayendo.

miércoles, 11 de enero de 2012

Culpable

La Revista Canadiense de Estudios Hispánicos. Se me cae de las manos. Está escrita en dialecto postmoderno. 'Sexualidad y alteridad en el imaginario de la narrativa española de la guerra de Marruecos (1920-1930' 'De ángeles y otros demonios: lógicas de confrontación en la colonialidad andina: la Audiencia de Charcas', 'El reconocimiento de la identidad corporal femenina en la obra de Clarice Lispector'. Y en ese plan. A estas alturas ya podemos decir que el postmodernismo es responsable de la peor prosa académica de la historia. Abro al azar y leo '...toda referencia es co-referencia, referencia dialógica o dialogal...' Francia, qué nos has hecho... Y por supuesto, nada que no esté bien escrito puede estar bien pensado. Es el problema de los cultural studies, tan admirablemente descritos por Bloom como la Escuela del Resentimiento. Es lamentable que tantas universidades occidentales hayan perdido décadas de investigación en macerar estos alcoholes. A juzgar por lo leído, no me extraña que la Universidad McGill, la editora, fuese la probeta donde se criara el multiculturalismo, otra lejía de la buena. Afortunadamente estas cosas empiezan a estar pasadas de moda, aunque parece que en Montreal no se han dado cuenta. Hay otro aspecto perturbador... La cantidad de páginas carentes de un mínimo interés, o de un interés tan pequeño, que se echan a la imprenta todos los días, que se producen todos los días.

Y yo aquí, tecleando amenidades, ¿culpable como todos?

domingo, 8 de enero de 2012

Gris de Montreal (II)

Anoche cenamos de miedo en L'Express, un bistrot francés a carta cabal, lleno de veladores, bajo el agradable y contagioso vocerío que solo se da en los mesones de buen comer. Voces, por cierto, que hablaban en una lengua alegre que M y yo podíamos entender, y que se pueden oír aquí. Hace tiempo que la rutina se ha apoderado de la cocina francesa, que repite con obstinación siglo tras siglo la misma salad vert y su vinagreta a la mostaza, su triste sopa de cebolla, su foie adocenado y aburrido. Hay un paralizante miedo a la innovación en los chefs franceses que ha permitido que los cocineros españoles les hayan pasado por encima. L'Express lleva sin cambiar una coma de la carta más de veinte años, un menú de una sola cara escrito a menú. Uno sale entendiendo por qué... Qué bien dan de comer los franceses cuando se ponen. Por una noche el tedio despareció y volvió la maravillosa alegría de vivir. M quería llorar con su terrina de lentejas, y yo no quise que se acabara el tartar admirable. De los Borgoñas, esos vinos tan superiores a los españoles, no hace falta hablar. ¡Y esa isla flotante de postre! Cuando salimos la gente todavía se amontonaba para entrar; calculo que no sirven menos de cinco turnos. Esta mañana lo seguíamos comentando al desayuno, pensando en planificar todas las visitas futuras en función de nuestro ya restaurante preferido del hemisferio. Una pareja sentada a nuestro lado, proveniente de la Gaspesie (una región de Quebec que cae por Groenlandia) nos ha sugerido caminar por el Plateau, donde prolifera la bohemia. Perfecto: Allí están las librerías. De ellas salgo de ellas con una brazada de libros sobre Canadá y Quebec; dentro de poco seré invencible en las tertulias. Lo que no encuentro son buenas ediciones de Leonard Cohen, el grande. Un amable dependiente me da una explicación verosímil: 'Muchos de sus escritos no se reeditan, y la gente, que le es fiel, no se desprende de sus libros y de sus discos; el mercado de segunda mano es prácticamente inexistente'. Al final, gracias a las pesquisas de M, doy con una primera edición de 'Death of a ladies man' y aunque no logro más que un raquítico descuento del librero y de su gato, lo doy por bien comprado. Luego, buscamos plantas de interior para casa -no hemos sido capaces de encontrar en Ottawa- y nos encaminamos a Mont-Royal para un última vista general de la ciudad, seguros de volver pronto.

sábado, 7 de enero de 2012

Gris de Montreal (I)

Caminamos por la parte antigua de Montreal, literalmente desierta esta mañana. Los edificios son de sillares de piedra gris, el pavimento y la calzada son grises, el cielo gris, hasta la nieve es gris. Esta ciudad agota la gama infinita de grises y está lista para ser pasada por el buril de un maestro grabador. El taxista, que recomienda un restaurante donde sirven un cordero buenísimo, nos deja en la Place d'Armes, solitaria como si la hubiesen acordonado para nosotros. En este mismo espacio, parece, Maisonneuve trabó batalla con los indios iroqueses antes de enseñorearse del lugar y darle su primer topónimo francés: Ville Marie. Enfrente se yergue la Catedral de Notre Dame; muestra una fachada discretita que no aventura el repelente pastiche neo-gótico del interior, decididamente, como dice el maestro, uno de esos sitios que ver antes de nacer. A su costado se levanta el Aldred Building, que se parece al Empire State de cintura para abajo. A menudo en Montreal se tiene la sensación de que comenzaron a construir Nueva York y se cansaron, y no por nada se ruedan aquí incontables películas ambientadas allí. Ahora estamos paseando por la larga promenade des artistes, vacía y nevada como una pista de despegue, bajo un frío inhumano y comprendo que el joven Leo Cohen se largara cada invierno a Hydra a montar en burro y escribir en la terraza. Nos resguardamos en el Chateau Ramezay, un interesante museo de historia de la ciudad, que merece una visita con calma. Al salir cazamos un intercambio entre el taquillero y la persona que viene a cubrir su turno: 'Si te hablan en francés, respondes en francés; si te hablan en inglés, respondes en inglés; pero puede ocurrir que acabes hablando las dos lenguas en una misma conversación'. Hablamos, en francés: 'Montreal es una ciudad bilingüe, sí, más o menos; la cuestión ya no es como antes; ahora bien, aunque el apoyo a la independencia ha descendido, cualquier pequeña polémica lo puede disparar'. Luego, con una buena crêpe chévre et jambon, Alex, un joven camarero abunda en la cuestión: 'Tengo bastantes amigos que son separatistas; yo no: defiendo mi cultura y mi herencia francesa, pero me gusta pertenecer a un país grande como Canadá, es un gran país. Si un día Quebec se separase, yo me iría'. Ah, un hermano en la fe, pienso. Luego, mientras fumamos un pitillo, sale con orgullo al contragolpe: 'Y vosotros, pas de bombings maintenant, eh?' Y me duele, el comentario me duele, porque está diciendo: 'Ya ves... todos tenemos nuestra vieja y sórdida y podrida historia familiar, todos cargamos nuestra vergüenza'. Sí, ya no hay bombas. Y aunque me llueven peros salgo reconfortado de la conversación. Más tarde, el día termina con M casi arrestada en Zara, but that´s another story for another day.

miércoles, 4 de enero de 2012

Homenaje al pollastre

M llamó esta mañana: '¿Sabes dónde está 1984?'. Sí, lo sabía, en el estante superior encima de su escritorio, junto a Rebelión en la Granja y Homenaje a Cataluña. 'No, me refiero a mi 1984'. Ah, pues no, no recuerdo haber desembalado otro. 'Ostras, si te digo para qué lo quiero... es de mi época en Bruselas, tenía apuntado en la contracubierta la receta del pollo a la catalana que quería servir esta noche... bueno déjalo, ya me apaño. Y ven pronto, que me tienes que ayudar'. Obedecí. Pero antes de volver a casa, fui a Jakobson, una confitería recomendada por Jorge donde preparan postres excelentes. Se trata de un establecimiento con aires de gran pâtisserie parisina en la que se cobran bien lo que cocinan. Me decanté por un pastel de zanahoria como un melón cuadrado (lo hice bajo el poderoso peso del recuerdo del bizcocho de zanahoria del café de Ruiz); lo inspeccioné: ¡hete aquí un buen postre, le sobran condiciones! pensé, seguro de no fallar. Y era importante no fallar: hoy recibimos por primera vez en Canadá. Antes de volver, hice una parada en el LCBO para comprar cervezas (otro día hablaremos de las magníficas cervezas de Canadá): Alexander Keith (ya mi alcohol favorito) y Tankhouse Mill St. (amablemente sugerida por un chavalote de muchos tatuajes). Ya podía regresar a casa. Cuando crucé la puerta me encontré la casa sumida en un molto vivace en el que M llevaba la batuta. Me puso la plancha en las manos 'Hala, plancha el mantel' (que no se dejó alisar, y no por mi impericia, por lo que pusimos mantelitos individuales) y luego subes y tratas de arreglar la lámpara, la bombilla está ahí; cortas el jamón y el queso (de pecaminoso contrabando) y lavas las copas de cava. Me entregué a la causa con brio. El metrónomo subía poco a poco de pulsaciones, el salón bailaba ya prestissimo. M se acercó corriendo con un muslo de pollo en un plato y me lo dio a probar. 'Está muy bueno, honey'. Ella, exigente: 'estará mejor cuando repose'. Me voy a duchar. Me acerqué a la cacerola: los muslos sobresalían de un campo borboteante de piñones y ciruelas, las últimas tiras de cebolla se hundían en el guiso. A su lado, la crema de calabacín y su guarnición. Y más allá, las rodajas de naranja espolvoreadas de canela. Llamé a los comensales para recordar el tono muy informal de la reunión. Mientras M terminaba de preparar cucharas con una delicia de anchoa y encendía las velas, yo eliminaba las canciones que no habían superado la última prueba. Llaman a la puerta. Son nuestros amigos. Y todo sale bien. Puede que nos termine gustando, esto de recibir (¿hay algo más grato que decir '¡Vente a casa!'?). A medianoche, recogiendo, adagio assai.

martes, 3 de enero de 2012

Hace frío

Esta mañana me he puesto el traje de buzo, he dado un paso, luego otro, y me he ido caminando al trabajo. El día tenía una brillantez extrema. En seguida, he notado un frío horroroso, metálico, como una sábana helada, en mis piernas que no cubre el abrigo. Se lo he comentado a Ray, el guardia de seguridad, un hombre agradable que sabe dar la dosis exacta de conversación. 'Menudo frío -he dicho- yo creo que debemos de estar a menos cinco', 'qué menos cinco... Estamos a menos quince, y con el windchill a menos veintiocho'. Nada más llegar a mi mesa he hecho mis averiguaciones, claro: el windchill factor es la sensación de frío en la piel, inferior a la temperatura del aire; el viento evapora el agua en la piel y para ello detrae calor del organismo; por eso sentimos más frío del que hace. De otra modo, el windchill es al frío lo que el bochorno al calor. Los meteorólogos canadienses utilizan esta sencilla fórmula para calcular este frío subjetivo: Ts = 13,12 + 0,6215xT − 11,37xV0,16 + 0,3965xTxV0,16, pero para nuestros propósitos baste decir que la temperatura corporal se despeña. El windchill y la freezing rain son los Escila y Caribdis entre los que fluctúan los canadienses en invierno, los dos innombrables. He llamado a M, para advertirle. Cuando ha venido a recogerme ha dicho 'Ahora mismo lloraría, pero no quiero que se congele la lágrima'. Y luego, desde el coche hasta el sushi joint, trotando, profería, comprensiblemente: 'Ostia puta, ostia puta, no puc, no puc' con un nerviosismo graciosisímo. Por la tarde, saliendo de la oficina, he deambulado solitario por las desiertas calles del barrio. Me he dejado entumecer por ese frío despótico y estéril. (Hubiera sido perfecto tener un cigarrillo en la boca). Luego, misteriosamente feliz, como recién salido de un bautismo, he vuelto para casa y me he puesto a escribir.

lunes, 2 de enero de 2012

La bostoniana

A veces, con la crecida de la edad, nos sentimos necesitados de las personas que fueron importantes en la primera juventud. Por eso, fue una gran alegría para M saber que en Ottawa encontraría a Agustí, un viejo amigo de la facultad, muy querido. Volver a tener veinte años, pero sin los padecimientos inevitables de esa edad tan discutiblemente dichosa, produce una gran satisfacción, sin duda. Pasan grandes ratos dejándose ir por las calles de la memoria. Además, Agustí, ya un alto funcionario del gobierno canadiense, se está convirtiendo en inapreciable fuente de consejos, sea sobre el grosor necesario de la suela de la bota o la relación calidad-precio deseable en un vehículo nuevo (Agustí tiene un fino sentido mercantil, del que M y estamos necesitados: nuestra non-chalance nos sale ruinosa). Esta mañana nos ha llevado a Rideau Antique River, un anticuario de Ottawa, que tras un aspecto de almacén atrotinado, esconde un fondo interesantísimo de muebles traídos de aquí y de allá. Ed, el amable y joven dueño que nos presenta Agustí se toma en serio el oficio. Nuestra mirada se posa rápidamente en un precioso escritorio de roble, de gran sobre, majestuoso sin volumen, de patas finas y acanaladas, cuatro pequeños cajones y amplio espacio para las piernas. Antes de preguntar por el precio ya sé que esa mesa me acompañará toda la vida. Y como la cantidad por la bostoniana -pues la pieza viene de Boston- es sensiblemente inferior a lo que nos temíamos, nos animamos a incluir en el paquete una simpática mesa de diseño escandinavo para M, una amplia cómoda de aspecto rústico y una mesa redonda de café. Ed hace unos cálculos a mano y da una cifra, que inmediatamente acepto. Me mira circunspecto: empieza a sospechar que ha vendido barato. Claro es que yo también podía haber logrado un descuento mayor. Lo mismo da. Lo cierto es que gracias a Agustí yo paso ahora con delectación mis pecadoras manos sobre la sutiles rugosidades de la bostoniana, una mesa cabal, perfecta. Desde mi primer pupitre que no estaba tan contento. Habrá que ver ahora si el escribano está a la altura.

domingo, 1 de enero de 2012

Le Chateau (III)

Cerca del Chateau está el Parc Omega (feo e absurdo nombre le han puesto al parque, por lo demás, magnífico) donde los animales viven bastante bien. Y como por no sé por qué extraño humor que tengo últimamente me encantan los animales, hemos ido a ver seres que solo conocíamos por los cuentos. Primero, los ciervos, de todos los tamaños: esbeltos astados de doce puntas y pequeños infantes infinitamente moteados. Hocicaban en la nieve, buscando refresco o alguna hierba oculta, rodeando el coche, indiferentes al material humano circundante, interesados únicamente en ganarse una zanahoria helada. Era difícil distinguir al ciervo rojo, del alce, y éste del wapiti, y para mí que no hemos visto ningún reno, aunque M discrepa. Algunos jabalíes trotaban entre sus patas, gruñendo (no, gruñendo no, arruando, pude averiguar después). Los osos no han aparecido (estaban sumidos en alguna ensoñación profunda) pero sí algún coyote triste y fibroso, con los ojos como chispas. Y zorros árticos, un animal bellísimo. Los búfalos han decepcionado: echaban la tarde en la pradera como burócratas, con cara de viernes. El lobo... el lobo es sin lugar a la duda el señor del bosque y la nieve. Dominando siempre la altura, las orejas apuntadas y triangulares, el hocico largo y lento, el pelaje gris como una perla, el cuello como un tronco, con la mirada profunda y vidriosa, y el aire de decirte 'Tú sí que eres un lobo'. El guía explica: 'El lobo es un animal social que vive en manadas estrictamente jerarquizadas. El grupo siempre sigue a un macho alfa que se aparea con una hembra alfa, y únicamente con ella. En el curso de su vida, no recoge heridos. Los más débiles son apartados. Y nunca, nunca les he visto atacar a un hombre'. Pero todos los que hemos sido niños sabemos que el lobo es una mala persona, y que se sepa solo intimó con Francisco de Asís, que tenía mucha mano con los animales y estaba tronado. Así es el lobo, tan parecido a nosotros que le detestamos y le hacemos el malo de todos los cuentos.