Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

jueves, 31 de mayo de 2012

Quebequiana (y VI)

No me creo que el pintor Riopelle no realizara sus cuadros bajo la influencia de Pollock. Hay tablas que podrían ser intercambiables, como este oscuro L'Espagne que hemos descubierto en el Museo de Bellas Artes de Quebec, visitado en soledad estricta y monacal. Del museo y de su aire acondicionado se sale al campo de batalla, no exactamente llano, sino una gran pradera ondulante, verde y despejada. Hace un calor del demonio y el cielo se ha puesto de primera comunión. Caminamos descalzos por el escenario del combate, tres siglos ha, entre Francia y Gran Bretaña, por el control del continente. En la noche del 12 de septiembre de 1759 las tropas de Wolfe escalaron en silencio la pared del acantilado que secciona la llanura. Nadie los vio llegar. Dispuso su regimiento en la kiplianiana delgada línea roja que formaban las casacas de la infantería británica. Allí esperó la acometida del francés Montcalm, que había ordenado la carga. Cuando los franceses estuvieron a pocos metros -no antes- descargaron los mosquetes, causando estragos en las líneas enemigas, que se batieron en retirada. Desde entonces se ha tachado a Montcalm de incompetente, responsabilizándolo de la derrota. Hubiera bastado que esperase  en el fuerte los refuerzos que pudieran atacar la retaguardia de Wolfe, empujándolo de nuevo al río. Es muy fácil decirlo ahora. Las batallas se reconstruyen con lógica perfecta, pero en el momento deben de ser un caos completo, y como diría un periodista deportivo, se deciden por detalles. No suele ser el vencedor, sospecho, un genio, ni el derrotado un patán. 700 muertos para cada uno, pero con Quebec rendida y mejor flota los británicos. Wolfe y Montcalm muertos. Hay en el parque sendos hitos señalando el lugar exacto en que cayeron, separados por apenas ochenta metros. Honor y gloria a los viejos generales que se dignaban morir en las batallas que libraban. Hoy hay merenderos, parejas en arrobo, cometas. Y que no venga ningún historiador marxista a decirme que las batallitas no cuentan en la historia. Aquí, en media hora desapareció Francia de América y nació el Imperio Británico. Hoy la guerra continua por otros medios, que sólo dañan a la inteligencia, las voces ancestrales de Wolfe y Montcalm puestas en sordina. Volveremos a Quebec, y un poco más al Norte, a ver ballenas, en Tadoussac. Quebec es lo más interesante que en Canadá se debe a la mano del hombre. Sólo le reprocharía estar excesivamente pulida para el turista y un invierno que adivino apocalíptico. 


miércoles, 30 de mayo de 2012

Quebequiana (V)

Sentados en el borde de la rotonda frente a la imponente Asamblea Nacional de Quebec, esperamos que alguno de los chavales que se han congregado agarre un megáfono y nos ilumine. Nos hemos infiltrado en la manifa vespertina contra la subida de las tasas universitarias, en plan trabajo de campo y travesura. Se sienta al costado Louise, una señora muy afable, "que no puede estar mucho tiempo de pie", carirredonda, bajita, gordita, veterana de la revolución tranquila, y que está muy contenta de que la gente joven vuelva a salir a la calle. Ve que somos turistas y nos lo cuenta todo de Québec. Le pregunto si hay comunidad anglófona en la ciudad. 'Sí, muy pequeña, y se la trata mejor que a ninguna minoría francófona fuera de Quebec. En Montréal son mayoría y hacen lo que quieren'. En realidad en Montreal los anglos también son minoría -unos 700.000 por 2.000.000 de francos- pero está mal que yo le corrija. Nos informa de que los anglófonos pueden ir a escuelas en inglés siempre que no sean inmigrantes; de todas maneras se debería enseñar antes -opina- la lengua aborigen de la región, porque el inglés ya lo aprenden en la calle. También nos dice que la batalla de los llanos de Abraham se perdió, helàs, porque un centinela se quedó durmiendo. Que los ingleses les obligaron a fusionarse con el Upper Canada para pagar las deudas de Ontario. Que mañana es el día de Victoria (cumpleaños de la reina Victoria, feriado en todo Canadá) y que obligados por ley a celebrar algo, ellos celebran le jour de patriotes, en homenaje a Papineau. Sé quien es Papineau, el héroe de 1837. Se queda muy impresionada. Ya sabes más que muchos de estos, me dice, señalando a la muchachada (¡zalamera!). Pasa un organizador con una bolsita de trocitos de fieltro rojo; sin dudar M y yo metemos la mano en la bolsa y nos prendemos uno de la solapa. Ya somos manifestantes, aunque hay uno fumándose un porro que nos mira con cara de sabernos intrusos. Preguntamos al mismo organizador qué dirección tomará la marcha. Nos lo aclara, y nos confiesa, con cara de resignación que él mismo la ha probado esta mañana y comunicado a la policía. 'Así todos los días, ya no se me ocurren muchos más itinerarios'. La manifa será conforme a las nuevas disposiciones; la bronca está en Montreal. Pregunto a Louise si habrá otro referéndum por la independencia. Mira al cielo y dice 'Lo interesante sería una elección refrendataria; que el Parti Quebequois fuera a las elecciones con un programa claro a favor de la independencia y la gente lo votara; si no, la gente lo vota para gobernar, pero en el referéndum sale no y así llevamos treinta años'. Luego da un dato sorprendente 'Quebec es la democracia más antigua del mundo' Aquí doy un respingo. Es muy curioso la cantidad de naciones, sobre todo oprimidas, que creen que inventaron el parlamento moderno: así me lo han informado, que recuerde, en León, Aragón, Cataluña, Holanda, Inglaterra, Irlanda, Escocia y Estados Unidos. (Por cierto, al parecer es Islandia la que tiene mejores títulos, pero poco se sabe). En cambio, lo que no nos dice Louise es que Cristobal Colón fuera de Quebec, que también tiene muchas patrias. En fin, la cosa se empieza a animar. Al fin un estudiante se sube a la cresta de la ola. Me acerco para escuchar mejor, pero no sólo consigo entender frases sueltas. Cita a Mitterrand, pero la cita se me escapa. Sí escucho, nítido "¡Antes nos batíamos por las tasas universitarias, ahora luchamos por los derechos fundamentales!" y a la tropa cantar a coro: 'Jusqu'à la victoire, une manif par soire!' Todo esto en unos días en que los comentaristas del país siguen poniendo a parir a los estudiantes: niños malcriados, los griegos de Canadá, etc. La cabecera de la manifestación avanza lentamente por una gran avenida. Veo que mi mujer se va con ellos. La tomo del brazo y le susurro 'M, que no, que no va con nosotros...'. Pero M ya se ha animado y quiere llevar el experimento hasta el final. Al final pactamos recorrer un trecho del recorrido. La gente es perfectamente civilizada. Pero me parece complicado que el gobierno de Charest vaya a claudicar. En el fondo en toda sociedad hay un grupo mayoritario que prefiere el orden a la justicia, si es que la subida de las tasas es injusticia, que no estoy yo seguro. También De Gaulle ganó por goleada a los sesentayochistas en referéndum.

 Foto poco comprometedora

martes, 29 de mayo de 2012

Quebequiana (IV)

La carretera que va de Montreal a Quebec (ville) es de pan llevar, sin ningún atractivo. Este país es como uno de esos dibujos en los que se les pide a los niños que unan los puntos, y es inútil buscar la excusa para un meandro. A ambos lados de la autopista sólo encontrarás tundra, verde o blanca según la estación, y frondosa taiga infinita, como en esos largos trechos que en Siberia hay entre andén y andén. Vamos camino de Quebec (city) la capital de la provincia, y como no se cansa de repetir la guía, la única ciudad amurallada al norte de México. Un caso singular en Norteamérica: una ciudad que goza del prestigio de lo viejo. Y hay que decir que está a la altura de su reputación. Perfectamente podría estar en Borgoña, Flandes o el Palatinado. De hecho, por su tamaño y situación en lo alto de una peña, recuerda un poco a Luxemburgo. Pero con el mar a sus pies. Para construirla hicieron falta hombres y mujeres de un temple especial, capaces de sobrevivir a un invierno inhumano de seis meses, en lucha intermitente contra los indios de la región. En 1608 arribó Samuel de Chaplain, clavó su estaca y dijo 'Esto es del Rey de Francia'. (Así funcionaba entonces). De los veintiocho habitants que llegaron con él, murieron 20 en el primer invierno. La población consiguió estabilizarse en torno a la centena, pero había muy pocas mujeres. Luis XIV envío un cargamento de chicas, todas ellas con dote y carta de recomendación de su párroco y el río de la vida fluyó de nuevo. De Quebec dijo Dickens que era una especie de Gibraltar en Norteamérica, pero a Gibraltar le falta un cuarto de hora para ser tan bonito. La verdad es que me siento en casa, en ese gran casón, blasonado y provecto, lleno de fantasmas, que llamamos Europa. Nuestro hotel está en la parte baja, y lo primero que hacemos es buscar la boca del funicular que nos suba a la terraza del hotel Frontenac. Uno de los lugares más hermosos del mundo, no exagero. Casitas de piedra con tejados de cobre amontonados en caída. Calles empinadas. El río San Lorenzo en majestad tranquila, como un Bósforo sin mugre. Una cuña que rompe el continente y abre un vía de paso para buques y caravelas. De aquí viene el nombre: Quebec en algoquino significa 'Donde el río se estrecha', esto es, donde el mar entra en vereda. Vemos pasar un carguero enorme y pensamos que Braulio, nuestro toro de mimbre, ya estuvo aquí cuando viajaba hacia Ottawa con el resto de nuestra mudanza hace unos meses. Luego vamos al Museo del Fuerte, donde nos explican muy bien en qué consistió la batalla de los llanos de Abraham. En la tienda pido que me recomienden el mejor libro de historia de Québec: el encargado me señala uno sin dudar y me susurra "En este ganamos nosotros". Ah, mais oui, je me souviens! Y ríe.


¿Cuantas novias hacen falta? dijo Luis XIV

lunes, 28 de mayo de 2012

Quebequiana (III)

Han llamado a Canadá el país de las dos soledades. Una habla francés, la otra inglés. Sus difíciles relaciones están brillantemente narradas, con humor y melancolía, por Mordecai Richler en su "Oh Canada! Oh Quebec! Requiem for a divided country". Ni que decir que todo me suena demasiado familiar. A estas alturas de la noche, no hay nadie que comprenda mejor que yo la historia que cuenta. Su tristeza es la mía, su cabreo también. Y sus llagas. Y es todos los personajes de su drama tienen exacta correspondencia española. Están todos. (Por poner un par de ejemplos, ¿cómo no ver en las diatribas racistas del Abbé Groulx a nuestro inefable Sabino Arana?). La historia es complicada. La expulsión del paraíso se produjo para Quebec en 1767, año de la derrota. Faltos de poderlos asimilar, el Canadá inglés redujo durante décadas a los francófonos a simpáticos estereotipos: granjeros, violinistas de taberna y comerciantes de pieles viajando en canoa, silbando sus canciones en las orillas de los lagos. Gente que debía de estar contenta de pertenecer al Imperio Británico. Por eso se sorprendieron cuando un número considerable comenzó a emitir señales de descontento. El francés no estuvo nunca prohibido en Quebec, pero para lo que importaba sólo se utilizaba el inglés. Se cumplía así el dictum de Humpty Dumpty: Lo importante no son las palabras, sino saber quién manda. Mandaban los anglos, hacia quienes los francófonos acumularon un resentimiento creciente. De lo que voy leyendo creo comprender que su descontento estaba en ocasiones justificado, y que en otras las quejas entraban de lleno en la teoría de la conspiración. Da igual, estoy lejos de poder valorar en su justa medida la larga lista de agravios que los nacionalistas quebequeses esgrimen frente al Canadá que habla inglés; además, he aprendido que en una discusión que se eterniza es improbable que ambas partes no tengan su poco de razón. El turista, en todo caso, se sabe en presencia una pelea familiar rápidamente. Por ejemplo, en las matrículas de los coches de Quebec está escrita la divisa de la provincia: Je me souviens. "Lo recuerdo". ¿De qué se acuerdan los quebequeses? Según Richler, de la batalla de los llanos de Abraham de 1759, cuando los ingleses tomaron Quebec en la guerra de los siete años. Se acuerdan también de cómo Luis XIV, entre trufa y trufa, dispuso ceder la provincia a cambio de Martinica y Guadalupe. Pocas veces se ve tan bien la naturaleza morbosa del nacionalismo que cuando uno está parado en un semáforo de Montreal, y los mil ojos de la memoria de Quebec te acosan con su advertencia pegada en el culo de todos los coches: je me souviens, je me souviens, je me souviens... En el centro de todo está, claro, la lengua, que aun hablada por la mayoría fue durante largo tiempo marginada por la élite. Hoy está protegida hasta el abuso. Atención a este párrafo de la ley lingüística, la ínclita ley 101, que saco del libro de Mordecai: «Las letras francesas deben ser mayores que las letras inglesas; el espacio en torno de las letras debe ser más amplio para las letras francesas; el mensaje francés debe ser colocado a la la izquierda del inglés o encima; las letras francesas e inglesas deben ser del mismo color, o en su defecto el color de las letras francesas debe ser más visible (el inspector de la comisión decidirá qué color es más visible); si el francés y el inglés van al mismo tamaño en un mensaje deberá haber dos veces más mensajes en francés que en inglés.» Esto, atención, sólo rige para los carteles de dentro de los locales, por fuera el inglés está vetado. Puf, y en España aun dicen que el pescado es caro. Lo último de hoy: la misma ley obligó a cambiar todas las señales de "Stop / Arrêt" por una que pusiera únicamente "Arrêt". No expongo a la luz estas chorradas para ridiculizar a los nacionalistas francófonos. Durante mucho tiempo no lo tuvieron fácil. Pero una injusticia, habrá que decirlo mil veces, no repara otra. Las estadísticas oficiales hablan de un trasvase de 307.000 anglófonos de Quebec a otras provincias. Y los que permanecen, unos 700.000 están envejeciendo. Es otro caso de una minoría que habiendo sido maltratada se dedica a hostigar a su propia minoría cuando logra la hegemonía. Es, en todo tiempo y lugar, la misma canción. Triste.

domingo, 27 de mayo de 2012

Quebequiana (II)

Me entero por los periódicos de un gran escándalo de corrupción en la ciudad de Montreal. En breve, muchos funcionarios dando contratas a mafiosos a troche y moche, y no menores, sino de las grandes infraestructuras de la ciudad. A.J me había avisado de la corrupción descontrolada en Quebec: "Es que en Montreal tienen una mafia italiana, como la de las películas, que lo controla todo. ¿No has visto lo mal que están las carreteras y los accesos a la ciudad, siempre en obras? Todo eso es la mafia". Mi padre lee la noticia con delectación de lector de novela negra; está desayunando, de un humor excelente. Me confiesa que se debe a encontrarse en una ciudad donde la gente entiende su francés. Yo creo que más que un auténtico acto de comprensión lingüística, se trata de una amable deferencia hacia el turista. Admitámoslo: Mi padre y yo no nos expresaremos nunca en francés como caballeros. Pero lo cierto es que los quebequeses, o en sentido más amplio, los french-canadians, están desprovistos de esa soberbia del francés, que al primer error de pronunciación te implora que no continúes hablando en su lengua. Es un gusto soltar une belle tirade sin que te pongan mala cara. Luego aparece la adorable M, dormilona, más feliz que una lombriz porque por fin la traigo a la ciudad, donde puede chupar de los tubos de escape, atarse a los ascensores, caminar hasta el cansancio sin topar con ningún conocido e ir de compras (aunque luego nunca compre nada). La última, mi madre, contenta como siempre, pero no del todo: siendo la más cabal de todos, ha tomado una manía repentina a la ciudad, que le parece vulgar, feúcha y anodina (exagerando algunos defectos de Montreal, ya que la exageración es la specialité maison, chez-nous). Hay que considerar que viene con la retina deslumbrada de Nueva York. A mí me gusta mucho esta ciudad, pero entiendo su decepción. Montreal no es exactamente lo que uno se piensa. Ni tan europea, ni tan cosmopolita, ni tan bella. Le falta un punto de actividad, de tensión, un cambio de marcha. Yo también lo noto. Su hora ha pasado. Y la de la visita de mis padres se acerca a su final, desgraciadamente, pues de haber tenido más días habríamos disfrutado más de la dacha de Ottawa y subido a Quebec, plato de resistencia que se quedan sin probar. Su vuelo sale por la tarde. Da tiempo a subir a la colina de Mont-Royal. Es la tercera vez que subimos. La primera estaba cubierta de nieve y despeluchada, la segunda, parda y sucia; hoy es una cumbre luminosa de un verde oxigenado. Mi padre y yo caminamos hacia el lago de los castores, sin castores aparentemente, discutiendo la historia del país y algunas posibilidades profesionales. Luego nos vamos todos a comer a Outremont, un barrio que nos encanta. El restaurante Leméac, otro descubrimiento, el comienzo de otra lealtad. Nuestra camarera nos dice que todo el mundo está a favor de los estudiantes en su pulso al gobierno (los periódicos dicen lo contrario, que la gente está harta). Callejeamos por el barrio. En las escaleras de entrada a las casas vemos familias de judíos ortodoxos, los varones tocados por sombreros de copa plana y ala redonda, vestidos con un saco de seda negra, barbas bíblicas y largos mechones de pelo cubriendo las orejas. A veces detengo la mirada en un grupo y me digo que no debo volver a hacerlo. En Québec hay una tradición de antisemitismo, no sé si ya extinguida. No se trata sólo de los detestables tópicos conocidos en otras latitudes. El reproche principal que los franco-canadienses hacen a los judíos es haber optado por integrarse en la minoría anglófona. La fácil respuesta del judío es que no podían haber hecho otra cosa, dado que no eran admitidos en las escuelas católicas francesas. Como dice Leonard Cohen en una entrevista que he leído hace poco, todo el mundo se sentía minoría en Montréal: los francos, en el conjunto del país, los anglos en el conjunto de la provincia, y los judíos en todas partes. "Tres soledades". Salimos del Outremont levítico, camino del aeropuerto. Me hubiera gustado que mis padres se hubieran podido quedar más tiempo.

sábado, 26 de mayo de 2012

Quebequiana (I)

Montreal la gris comienza a cobrar el aspecto de una ciudad que nos es familiar. Este fin de semana —en compañía de mis padres, que están de visita—, hemos comprobado cómo ya nos reconocen en algunas tiendas, cómo doblamos ya ciertas esquinas sin titubear, cómo somos atraídos de manera inevitable a los mismos rincones predilectos. Entre ellos, el estupendo L'Express, ya feliz rutina. Está es en la calle St. Denis, simpática y desvencijada, que tendría que ser un bulevar. Y la subida al Montroyal, cuyo belvedere domina el río San Lorenzo y edificios y puentes que antaño fueron los más grandes del Imperio Británico. Esta vez hemos dormido, generosamente financiados por mis padres, en Le St. James, un ampuloso hotel en el barrio viejo, bueno,  aunque de mucho ringorrango y algo lúgubre. Como tantos otros de la calle St. Jacques cuando era St. James, ocupa el edificio de un antiguo banco. Desde estas manzanas dirigía la economía de Montreal su élite inglesa y protestante (o más exacto, escocesa y presbiteriana) aborrecida, con razón o sin ella, por la mayoría francófona (les négres blancs d'Amérique, alguien dijo). Cuando en 1976 llegó al poder provincial el Parti Quebequois con su proyecto de independencia, los bancos y otras grandes compañías se fueron a Toronto, en mitad de una tormenta de acrimonia que no ha amainado del todo. Las macizas fortalezas del dinero siguen ahí, como colosos en ruinas marcando la presencia pretérita de otros dioses en la ciudad. Es una pena: sólo sumando fuerzas pudo haber resistido Montreal el empuje de Nueva York y Toronto y haberse convertido en la ciudad más portentosa del hemisferio. Hoy es más una Jerusalén lingüística, desertada y en declive. Pero sería injusto echar la decadencia de la villa únicamente en la cuenta del nacionalismo quebequés. La apertura del Sant Laurence Seaway, el canal que permitía embarcar la mercancía en los grandes lagos, y la ausencia de una periferia fuerte con la que comerciar también explican la decadencia. Pero las querellas lingüísiticas no ayudaron. ¿De qué sirve tener una de las mejores universidades del mundo, la McGill, si sus licenciados en inglés no se quedan por una cuestión de letreros? Canadá es un Estado bilingüe pero su sociedad no lo es. Incomprensible. ¿Tan difícil es obligar a que las escuelas del país impartan la enseñanza en las dos lenguas? Al menos es lo que yo querría para un hijo mío. No aprendemos. Y esto vale para Canadá, Bélgica, España y cualquier país con problemas similares.


viernes, 25 de mayo de 2012

Intimidad


En la entrada de ayer anterior mencionaba a algunos de nuestros conocidos. Fui cauto. A veces tengo la tentación de elaborar un completo dramatis personae de nuestra vida en Ottawa. Mis reservas se deben, naturalmente, a la certeza de que, escribiendo en libertad, rompiendo la férula de la cortesía y el miedo a ofender, me podría meter en un lío. Además no me gusta ridiculizar a nadie en público. La alternativa, claro, es privatizar este diario. Pero eso tampoco me gustaría. En primer lugar, privaría a mis amigos del seguimiento de nuestras aventuras. En segundo y más importante lugar estas notas, a qué engañarme, están escritas con vocación de estilo, y coño, si uno se esfuerza, con más o menos acierto, en que la frase quede bien, pues es para que lo lean. Pero tampoco es la vanidad. Alguna vez he iniciado un diario íntimo. Me aburre. El soliloquio interior me aburre muchísimo. Hablar solo, para qué. En realidad, pensándolo bien, no se trata de que otros me lean, sino de mantener una conversación, aunque sea abierta, con el mundo. Todo esto para disculparme por el probable poco interés de estás notas. Escribir bien es, hasta cierto punto, escribir lo que te da la gana, sin temor a ofender. Esa es una barrera psicológica que no conseguido franquear, y eso que se me ocurren todo tipo de perversidades, que me veo obligado a sublimar en observaciones más o menos anodinas sobre el tenue cromatismo de la nieve cuando invierno, y mi lucha sin cuartel contra los dientes de león cuando primavera, reflexiones (tengo, por cierto, una preparada sobre el mundo de las ardillas) que, no se me escapa, no me vuelan muy alto porque estoy bastante lejos de ser Proust. También puedo escribir únicamente de la gente que me merece admiración, nunca fui cicatero en el elogio. Pero el cuadro, sin los imbéciles, que más de una vez son la sal y el color de la vida, quedaría manco. A todo esto hay que sumar la censura de M, que es doctora prudentissimus y que obliga a veces a someter el texto "a pena de tijera" (Ferlosio). Bueno, esta reflexión sobre la dialéctica íntimo-público en la escritura da para más, pero lo dejo aquí, que luego dice Rama que no trabajo.   


jueves, 24 de mayo de 2012

Outreaching


Con la llegada del buen tiempo, M y yo hacemos esfuerzos por salir de la dacha y ampliar el círculo de nuestras relaciones. El otro día fuimos a una fiesta en casa de un profesor de español, que celebraba con sus alumnos el fin del periodo de exámenes. Allí conocí a F, un madrileño clásico, de inequívoco acento cuatrocaminero que conserva tras treinta años en el país. Le pregunté si le gustaba la ciudad. “No. Yo odio Ottawa desde lo más profundo del ser. De no ser por los intervalos que he pasado en Montreal no lo habría soportado”. Apareció luego D, un argentino, también clásico. Dijo: “Ottawa no essss una siudad. Es una convergensia de municipios sin sentro definido ni sentido aparente”. A L, una peruana, le pregunté por su ocio de fin de semana: “Nada. Barbacoa. Los canadienses, cuando no están haciendo deporte, están todo el rato de barbacoa. Un día en casa de uno, y otro en casa de otro”. Era gente claramente angustiada. M también ha hecho incursiones en solitario. Con nuestra ayuda se ha organizado un grupo de conversación en catalán, liderado por  R, una chica de Rumanía que ha vivido en Barcelona. El problema es que R, con buena voluntad y un excesivo apego a la ortodoxia, insiste en el grupo de conversación está para conversar únicamente, y no permite otro tipo de actividades digamos, extracurriculares, como ir a un bar, al cine, o a un museo. Así que M duda entre tomar las riendas o apartarse un poco, dado que ella no necesita mejorar su catalán. Ayer, en cambio, sí que hicimos lo que los anglos llaman un “breakthrough”. A.J nos invitó “a un postre” en su casa. Pensábamos M y yo que nos invitaba a incorporarnos a una cena a la hora de los postres. Quia. Nos invitó a una cena que consistía únicamente en un puro postre, un delicioso e hipercalórico pastel griego. Sin saberlo frustró nuestros recientes planes de dieta, pero un día es un día nos dijimos. El caso es que A.J, que es todo corazón, quería que trabáramos relación con M y N, una agradable y cultivada pareja de israelíes de nuestra edad, sin hijos, con los que pensó, acertadamente, haríamos migas. Tener amigos israelíes, judíos practicantes, me parece la verdad, mucho más interesante que alternar con gente de Albacete o de Zaragoza. El gregarismo de los españoles al salir al extranjero es terrible y desolador. Así que hemos quedado con M y N en ir al sushi joint un día de estos.

domingo, 13 de mayo de 2012

Trabajos vernales

Hoy he plantado semillas, arrancado malas hierbas (mi nuevo y tenaz enemigo diente de león) regado el jardín, rociado con herbicida, abonado y removido la tierra. Que lo haya hecho en el orden correcto es otro cantar.

Cinco horas más tarde: un cesped tierno asoma.

sábado, 12 de mayo de 2012

Pemichangan


Hace poco, estudiando mi examen de Estética, topé con una frase de Schiller (o de Schelling) que sostiene algo así como que nuestros sentimientos hacia la naturaleza son comparables a los de un hombre enfermo hacia su salud perdida. Me ando con mucho cuidado con afirmaciones como ésta, porque nunca olvido el lado siniestro de la naturaleza (que es un lago de plata y el virus ébola). Pero es indudable, en un mundo donde parece que no queda un palmo de tierra por explotar, ante un paisaje hermoso y virgen, uno siente una especie de retorno, algo no muy distinto de un principio de sanación. Lo que algunos evolucionistas llaman biofilia. Canadá es el lugar apropiado para experimentarlo. Hoy, por ejemplo. El Jefe tiene un amigo, A.J que nos ha invitado a su cottage en una zona de lagos en Quebec, a una hora larga de Ottawa (los canadienses tienen sus cottage como los rusos tienen su dacha, y como éstos, sin teléfono ni electricidad). En barca hemos navegado por cinco lagos, comunicados por estrechos donde los castores construyen sus presas. Hemos visto uno, nadado a braza, de lado a lado. Y un ciervo remontar un desnivel de un brinco. Y un pájaro de pechera azul cuyo nombre inglés he olvidado. Y un pato batir sus alas compulsivamente. Las orillas, por cierto, parecían elevadas sobre un zócalo negro, como si el lago hubiera descendido de nivel durante el invierno. Qué va. Resulta que cuando el lago se hiela, los ciervos saltan a su superficie para comer los bajos de la vegetación. Es muy curioso, pero es uno de esos momentos en los que tendría que echar mano de un foto para mostrarlo y no la hice. Luego, tumbado en la terraza por encima del embarcadero, con la mirada absorta en el lago de un verde mercurial, tras haber comido un tierno solomillo de reno, sin más sonido que el ocasional de remos golpeando el agua, una cerveza, bajo un sol tibio, robinson del bosque, uno puede intentar la sanación. Pero cuesta. No puedo. Estoy y estaré enfermo de ciudad. Como dijo un día el Gran Peps (él no se acordará) ‘…beatus ille, beatus ille… ¡si hay internet!’

viernes, 11 de mayo de 2012

Oisive jeunese...

Los estudiantes de Quebec llevan tres meses de huelga revolucionaria. De día no van a clase y de noche salen en romería. Protestan contra la subida de las tasas universitarias decretada por el gobierno de la provincia. El incremento es de un 75 por 100, nada menos, y, de hacerse firme, los alumnos pasarían a abonar unos 3500 $ anuales por sus estudios. Ocurre, sin embargo, que, antes y después de la medida, los universitarios de Quebec pagan muy poco en comparación con el resto de estudiantes de Canadá. La mitad que en Ontario o Alberta. También es cierto que pagan mucho en relación a sus pares europeos. Por su parte, el gobierno dice que, sin nuevos ingresos, la universidad amenaza ruina. (Nota: En Canadá no hay universidades privadas). El asunto ha dividido a la opinión pública del país entre los que defienden a los estudiantes (ellos mismos, un 30 por 100 del total, y unos pocos intelectuales) y quienes los tachan de niños malcriados (el resto de la población, incluidos los universitarios de otras provincias). Al contrario que en mayo del 68, los sindicatos obreros han pasado de la movida. Los estudiantes están bastante solos, la verdad. No ayuda a la causa, claro, que una minoría descerebrada se dedique desde hace semanas a romper escaparates, quemar coches, lanzar bombas de humo en el metro e impedir el acceso normal a clase. En honor a la verdad, conviene saber que la sociedad quebequesa era prácticamente subdesarrollada hace sesenta años: de ahí que perder la cuasi gratuidad de la que vienen les suponga un trauma considerable.

El caso es que, estando a favor de una universidad pública de calidad y accesible a todos los bolsillos, no consigo que me caigan bien los manifestantes. El líder la revuelta es un tal Gabriel Nadeau Dubois, un jovencito repelente con ganas de hacer carrera; se le ve el plumero Cohn Bendit a la milla. Dice cosas como 'Je n'ai pas le pouvoir de dénoncer la violence'. El filisteísmo es fatal, absoluto. Dicen que lo suyo es como lo que sucede en Siria. Toma ya.

Pienso en los inconvenientes de la juventud. Los inconvenientes intelectuales. De jóvenes somos incapaces de hacernos cargo de la complejidad del mundo, de la necesidad del pacto. Todo es así o asá, y cualquier penalidad la imputamos al fantasma en boga, en este caso el llamado neoliberalismo. Abrimos la boca y es para decir que estamos oprimidos como en Libia. (Siempre hay, claro está, quien nunca sale de este estado de minoría mental). Modestia aparte, estoy satisfecho de haber superado la febrícula ideológica pronto en mi vida, que es aprender la moderación (todos mis excesos fueron sentimentales, en ese campo sí que hice el ridículo con avaricia, pero por amor se puede hacer el ridículo, pienso yo). Y no haber sido estúpidamente de izquierdas cuando mozo es una relativa garantía de no ser estúpidamente de derechas más tarde. En definitiva: La moderación es ya la virtud que más aprecio, y no la veo por ningún sitio en estos garibaldis de Montreal.

Creo que a la larga lo único que echaré de menos de la juventud será el esplendor físico que le es propio, que en mi caso nunca fue gran cosa. Y también, puede, los ridículos amatorios. Pero eso será la memoria, engañándome.

Como siempre, al releerme, me viene la reserva. ¿Y si ya no soy capaz de reconocer una causa justa cuando la tengo delante de mis narices? ¿Y si yo también estuviera, al cabo, pidiendo que les traigan brioche a estos pobres chicos?

Ya lo decía Supertramp.

Lo dejo aquí. 

jueves, 10 de mayo de 2012

Para casar he venido

Hoy un acontecimiento importante: revestido de los poderes numinosos del Estado he casado a una pareja. Sobre la sobria lectura de los artículos del código civil, la ley manda pronunciar unas palabras adecuadas a la solemnidad de la ocasión. Así que he disertado, tratando de hacerlo con ligereza y gracia, pero sin parecer frívolo, de las ventajas que trae el matrimonio. Suele poner final, he dicho, a un periodo de ofuscación, incertidumbre, afanes atropellados y pesares inútiles... en fin, eso que se llama juventud. Permite centrarse en el resto de graves asuntos que conforman el oficio de vivir. En el caso del macho (aquí me dirigía al novio), es increíble la cantidad de espacio que libera en el cerebro. Uno deja de pensar en todas las mujeres para dedicarse en exclusiva a una. De modo que, contra lo que se pueda pensar, el matrimonio es una liberación. Con ese excedente cerebral se pueden hacer cosas magníficas y en eso estamos. También he leído un poema de los novios. Parece que la cosa ha caído bien, y la pareja me ha agradecido todo efusivamente. Luego, pensándolo, me he percatado de no haber pronunciado la palabra amor. Bien. Para un contrato lo mejor es no despertar palabras misteriosas. Me parece meditable la dialéctica entre matrimonio civil y religioso. La gente suele rehuir este último por una cierta lejanía de la Iglesia, pero lo cierto es que en la más sobria ceremonia laica el sentimiento religioso se entrevera de todas formas. El matrimonio civil es un apretón de manos y todos sabemos cuán indigentes pueden ser éstos. De ahí que lo envolvamos todo con más palabras de las necesarias, con conjuros.  Particularmente, me gusta pensar en el matrimonio como un vínculo sagrado, porque algo sagrado tiene que haber en nuestras vida. Sagrado no significa necesariamente celestial. De todas maneras, no ignoro la grandeza de quien decide caminar por la vida sin muletas divinas.

martes, 8 de mayo de 2012

Mahler me hace sangrar por la nariz

La abundante presencia de viejecitos en la sala de conciertos del NAC (National Arts Centre) legitima mi sospecha de que Ottawa es la mayor residencia de ancianos del mundo ¡Si hasta han pedido por megafonía que, además de apagar los móviles, se ajustara el volumen de los sonotones para no crear interferencias! A lo mejor por eso se ha dormido la mitad, porque no oían nada. Por mi parte, me ha empezado a sangrar la nariz nada más sonar los primeros compases. Sería un chiste sencillo atribuirlo a las ruidosas cacofonías de la décima sinfonía de Mahler. Al contrario, el primer movimiento me ha parecido magnífico, con esa famosa disonancia de ocho notas, que para los exégetas es una especie de berrido del compositor a su mujer Alma, harto de los cuernos que ésta le ponía con el arquitecto Gropius. (Comenté la vida de los Mahler un rato antes con M, quien, cómo no, ha encontrado disculpable de adulterio de ella, porque él le hacía poco caso: tomo nota). A M también le ha gustado la pieza, pero, teniendo un oído más distinguido que el mío, y en consecuencia, más exigente, ha juzgado la orquesta mediocre, una fanfarria incapaz de transmitir emoción. Hasta ha criticado el frac barato -lo era- del director, el Maestro David Currie, hombre simpático que me fue presentado hace poco. Lo cierto es que aquello no sonaba todo lo poderoso que se espera de Mahler. Ha concedido que quizá era un problema de la acústica del teatro. Nosotros seguiremos yendo al NAC, que es lo que hay. Dentro de poco, Shakespeare. Maestro Currie me ha comentado que la próxima temporada abre con un concierto de música española: Falla,  Rodrigo... y Ravel. Música inevitable, pero eficaz. No nos vamos a poner exquisitos. Gustará, siempre que encuentren la manera de que los sonotones y los instrumentos no se anulen mutuamente.


 

domingo, 6 de mayo de 2012

Un buen día

Las malas hierbas crecieron y se multiplicaron. El diplomático español pasó toda la mañana extirpándolas, con la paciencia metódica de un inquisidor. Como éste, dispone de refinados instrumentos de tortura que su mujer le va sacando del cobertizo, y no le importa llevarse unas cuantas hierbas inocentes por delante. Su mujer se ha puesto delantal, gorro de paja y guantes de jardinera. Limpia el cuarto donde los dueños de su casa alquilada han dejado las herramientas de jardinería, sin mucha consideración, hecho una pocilga. Es un trabajo ímprobo, pero se la ve feliz. Van apareciendo trastos que uno oscila entre pensar que están rotos y que no sabe usarlos. Más probable lo segundo. Al diplomático le viene a la cabeza una frase de Cicerón: "Si cerca de tu biblioteca hay un jardín lo tienes todo". Como tiene ambas cosas, no tiene excusa para no serlo (feliz). Además tiene una mujer a la que adora y conexión a Internet. La pera, vaya. Así que la felicidad debiera dar paso al éxtasis. Como no tiene práctica, su satisfacción es moderada. Un poquito de angustia le sube por dentro. No sabe a qué atribuirla. El trabajo manual es agradable para quien no lo practica asiduamente. Las cosas tienen sentido, el mundo es táctil ¿La primavera? Algunos inconvenientes, como las moscas dando por saco por la casa.  Después, comen sardinas a la brasa y pan con tomate. Salen a probar sus bicis nuevas. Se echa una siesta. Ve a su mujer de nuevo, trabajando en el jardín, rociando con semillas las partes donde la sal que se echó para fundir la nieve esterilizó la tierra. Da gracias por estar a su lado.

jueves, 3 de mayo de 2012

Historia de Canada II

A partir de 1760, año en que sus dos mitades quedaron uncidas, la historia de Canadá es la de una lenta y gradual independencia de Reino Unido. Tan lenta y tan sabiamente administrada que no podemos, en rigor, pensar que haya concluido. Ahí está la crisálida de la monarquía, que, como una astuta oruga, tejió el genio político británico para todas sus colonias (o casi todas). Ayer mismo se anunció el nuevo billete de 20 dólares, en el que luce sonriente la reina Isabel II presumiendo de sus sesenta años de reinado. 

Nos habíamos quedado en que Canadá era la respetable porción de territorio, al Norte y fresquito, que Reino Unido no perdió en la guerra de 1775-1783 contra las 13 colonias. Los mismos antagonistas añadieron una coda a su enfrentamiento: la guerra de 1812, un conflicto que hoy yace semiolvidado en la penumbra del vasto drama napoleónico. La guerra fue declarada por Estados Unidos, al que irritaban los secuestros de sus barcos con destino a puertos franceses y sobre todo, el respaldo británico a las belicosas tribus indias del Noroeste. (En realidad, y aunque la acuñación es posterior, los americanos ya andaban convencidos de que su destino manifiesto era enseñorearse de todo el continente, como no tardarían en aprender los pobres mexicanos). De modo que Madison se lo tomó como una segunda guerra de la independencia: liberaría el trozo de Norteamérica que seguía en manos del Rey Jorge. Parecía fácil: siete millones y medio de americanos contra medio millón de colonos dependientes de una isla ocupada en una guerra internacional al otro lado del Atlántico. Pues perdieron, los americanos, haciendo gala de una escandalosa incompetencia militar. Sin entrar en el detalle, en lugar de cortar la vía de suministro del río San Lorenzo y ganar Montreal, a cincuenta kilómetros de la frontera, se obcecaron en penetrar por los grandes lagos, donde el apoyo indígena a los británicos era mayor. Sus generales fueron torpes y cobardes, y los británicos hábiles y eficientes, asistidos por su marina. Total: Tras dos años de guerra para nada todo se quedó más o menos como estaba y Canadá se ganó su lugar bajo el sol. Desde entonces, nunca más ha sido invadida por nadie.

Tras la guerra hubo en el interior de la colonia, en 1837, unas revueltas liberales de baja intensidad, una copia descolorida de lo que estaba ocurriendo en Europa tras el Convenio de Viena. (Sus líderes Mackencie y Papineau dieron luego nombre al batallón canadiense que se integró en las brigadas internacionales durante nuestra última guerra civil).

Mientras tanto, los sucesivos gobernadores británicos constataron que anglos y francos se profesaban un odio considerable. El gobierno de la colonia era pesadísimo. En 1838 llegó a Canadá un nuevo Gobernador General, Lord Durham, que vio lo que había y escribió un informe, el famoso Report on the Affairs of the British North America. La cita más importante es esta: "I found two nations warring in the bosom of a single state: I found a struggle, not of principles, but of races; and I perceived that it would be idle to attempt any amelioration of laws or institutions until we could first succeed in terminating the deadly animosity that now separates the inhabitants of Lower Canada into the hostile divisions of French and English". Como buen británico displicente, en el informe decía unas cuantas tonterías racistas sobre los canadienses de lengua francesa, para los que proponía la pura y dura asimilación. Pero Durham acertaba de pleno en algo: la necesidad de dejar el gobierno interior de la provincia en manos de los colonos; siempre que la política exterior y la defensa estuvieran en manos británicas, el vínculo colonial permanecía intacto. Sólo podemos admirar este alarde de inteligencia y realismo político, no tan obvio en la época como nos puede parecer ahora. El Parlamento británico hizo caso -otro interesante signo de distinción, el de hacer caso a los expertos- y en 1840 promulgó la Union Act, que creaba la Provincia de Canada, dividida en dos regiones, Upper y Lower, paritariamente representadas en una Asamblea única. Canadá empieza a tomar forma. 

Y vale por hoy.