Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

domingo, 25 de noviembre de 2012

Sepharad

Acabo de volver de la inauguración del Festival Sefardí de Ottawa. Viven en la ciudad algo menos de trescientas familias sefardíes. En Montreal hay 40.000 judíos sefardíes, y en Toronto otros tantos. Los de habla española, unos 4.000, se concentran sobre todo en Toronto. Ha sido más que interesante. No conozco bien la cultura judía —salvo el hecho obvio de que es, en buena medida, la mía propia— y sé poco de la variante sefardita. Sé que sus antepasados y los míos vivieron en el mismo país bajo los mismos reyes, y que un día nuestros soberanos decidieron que los judíos sobraban y tenían que marcharse. Cinco siglos después, aquí, estoy con ellos, en representación oficial del Estado que los expulsó. No creo en la transmigración de las culpas, pero cuando el ponente menciona de pasada el edicto de 1492 se me cae la cara de vergüenza. Pero no hay resquemor. Acaso, una intensa nostalgia. Al término de la conferencia introductoria, se me acerca una señora, judía de origen egipcio, de apellido Behar. Me cuenta que el año pasado asistió a una reunión a la que se convocó por Internet a todos aquellos que tuvieran el mismo apellido. ¿Dónde la reunión? En Béjar, Salamanca ¿Dónde si no? Preciosa iniciativa. La conferencia ha sido a cargo de un rabino Yammin Levi, experto en Maimónides y poseedor de un español exquisito, aprendido en Tánger. Ha explicado la diferencia cultural entre sefardíes y askenazitas, con gran provecho para mí. Habla con efusión y conocimiento, que es lo propio de un rabino. Los sefardíes son, en suma, más festivos y litúrgicos, mientras que los askenazitas son más sobrios y dados a la abstracción. Le comento luego que es un contraste análogo al que hay entre cristianos católicos y protestantes, con lo que se muestra muy de acuerdo. Me marcho satisfecho de haber aprendido cosas nuevas. A la salida me fijo en un mapa de España: ¿Soy yo o tiene la península forma de estrella de David?

sábado, 24 de noviembre de 2012

Cartas canadianas

Hay escritores de viajes que en sus relatos hacen que la gente que se encuentran parezcan completos extraterrestres. Mienten, claro. Mentir es la tentación por excelencia del escritor. Yo no puedo. Fuente de algún defecto, y también de alguna virtud, es no tener una sola gota de imaginación en mi cabeza, razón por la cual jamás podré escribir una novela ni ser un nacionalista. No me puedo engañar sobre lo que veo. Y allá donde voy sólo veo cosas semejantes, humanamente semejantes. Es una desventaja en un mundo donde el elogio de la diversidad forma parte de lo políticamente correcto. Yo, en cambio, creo que todos los hombres (¡incluso si son mujeres!) son variaciones infinitesimales de un mismo ser humano, y todas las sedicentes naciones son poco más o menos la misma comunidad política enfrentada a los mismos problemas. ¡Oh, ah, oh! Sí, hijos míos, qué le vamos a hacer. Pero esto no reduce en un ápice mi curiosidad por la especie a la que pertenezco ni me impide apreciar esos márgenes incrementales, esa porciúncula de diversidad realmente existente, con la mirada serena y analítica de un miniaturista. 

Sirva lo anterior como reserva general a lo que sigue:

¿Cómo son los canadienses? Tras un año de observar numerosos ejemplos individuales es seguro hacer unas generalizaciones. En primer lugar son gente amable. Desde que estamos aquí no he tenido ni un altercado con ellos, y si alguna fricción ha habido ha sido por mi propia irritabilidad ibérica. Es gente discreta, centrada, liberal, poco dada a los excesos. Su amabilidad se sitúa siempre dentro de los límites de la buena educación, lejos de la invasiva simpatía de los estadounidenses. Alguna vez te interpelan en la cola del supermercado, o en la calle, con una confianza que entre europeos que no se conocen es inusitada, pero nunca con insistencia o reiteración. Se mueven por el espacio (el territorio sale a muchos metros cuadrados por persona) con holgura; esa amplitud les protege del estrés. Han entendido las virtudes del igualitarismo sensato. Imposible que en Canadá surgiera una derecha lunática como en Estados Unidos; tampoco una izquierda populista. A fuerza de vivir en un país que invita al ejercicio físico y en cierta medida lo exige, los canadienses son algo más saludables que el resto de angloamericanos. Sienten un razonable orgullo por lo que han construido y no les impresiona nada la vana presunción de sus vecinos de vivir 'in the greatest country on earth'. No tienen más que cruzar la frontera y visitar Detroit para saber quién domina mejor el arte de la vida buena. Pero tampoco los desprecian. Como en todas partes, hay un poco de chovinismo, consistente en dispensar moralina al resto del mundo ('the world needs more Canada' se puede leer en las paredes de Chapters, la cadena de librerías más importante del país) pero es un engreimiento que sólo opera a determinados niveles. Sosiego, refugio, cordialidad, un poco de melancolía infligida por el paisaje. 'Peace, order, and good government' dice su constitución. Es un objetivo más realista que la búsqueda de la felicidad que Jefferson inscribió en la declaración de independencia. La felicidad ya la traerá el buen gobierno, deben de pensar. No tengo queja, no les veo doblez ni aristas. Me gustan. Canada, no cambies.





miércoles, 14 de noviembre de 2012

Nunc est bibendum!

No es Ottawa una ciudad de muchas distracciones. Los grandes eventos, cuando los hay, son más una obligada consecuencia de su capitalidad que de una genuina demanda de su población. La abundancia de museos es un espejismo; todos tienen un cierto interés, pero no logra uno sacudirse la sensación de estar visitando ampliadas dependencias del gobierno. No hay teatro, no digamos ya una ópera o una buena orquesta sinfónica.  La vida nocturna apenas se compone de una docena de bares a la irlandesa. Emparedada entre dos arrogantes colosos como Toronto y Montreal, el atractivo de la  morigerada Ottawa reside en otros aspectos que sólo la edad madura está en condiciones de apreciar. La feliz e irresponsable juventud ha de apañarse con poca cosa, y de cuando en cuando, enloquecer a cuenta de casi nada. En este sentido, se parece la capital a uno de esos terrenos secos y cuarteados que, al caer una lluvia un poco más fuerte de los esperable, son incapaces de absorber el agua, dando lugar a increíbles riadas e inundaciones. Así sucede, por ejemplo, con el Ottawa Wine and Food Festival. A simple vista es una mera feria gastronómica, que se celebra todos los años por estas fechas. Para la mancebía de la capital, empero, es el momento de darlo todo. Algo digno de verse. La cola para entrar en el pabellón de convenciones es monstruosa. Afortunadamente M y yo contamos con pases vip, cortesía de Wines from Spain, que cuenta con una frondosa cabina, liderada por la gran Pilar R., canadiense de Jerez. Durante el día los profesionales hacen sus negocios. A partir de las siete irrumpe la juventud, como si estuviera en una discoteca de tres pisos. Es el momento de ver a las chicas sin abrigo, cortas, escotadas y con ganas de montárselo. Yo estoy gustosamente retirado del mercado de la carne, pero a tenor de las tres o cuatro chavalas que han iniciado de forma espontánea conversación conmigo, debo de mantener un cierto atractivo. Gonzalo da con la clave de la situación. 'Es como la feria de la máquina-herramienta de Bilbao pero con minifalda'. Mientras guardábamos turno en el puesto de la raclette, la seguridad se ha llevado a rastras a una pobre chica completamente borracha. M razona que los canadiense no tienen cultura de vino y por eso acuden en masa a esta feria: 'Les parece tan sofisticado, y luego no saben beber'. Sentencia: 'Este festival es como la noche del baile de graduación de todo Ottawa'. Y yo: 'Contigo amor, cada noche es noche de Prom'. Lo digo de corazón, pero a la vista del fiestón que se ha montado, me es inevitable sentir nostalgia por los buenos viejos tiempos de marcha por Madrid en confusa persecución del amor. Eso que simplemente llamábamos 'salir'. Que, si no recuerdo mal, no me gustaba.

¡Ea, ottawenses! ¡Claro que sí! Nunc est bibendum, nunc pede libero pulsando tellus!

viernes, 9 de noviembre de 2012

Revoluciones

Ayer se cumplió exactamente un año de nuestra llegada a Canadá, y, como en un bucle, M y yo caminamos sobre el cerco casi perfecto de nuestras pisadas. Con precisión celestial todo cuanto vivimos hace doce meses se repite. Esta noche iremos a la feria gastronómica de Ottawa, que fue nuestro primer plan hace doce meses; la semana que viene se celebra el festival de cine europeo, donde nos dimos a conocer en sociedad. El ciclo por excelencia, que es de las estaciones, también se completa. Esta noche, la primera helada. El general invierno por fin ha desembarcado. El sol sigue ahí pero ya no calienta, como si fuera el decorado de fondo de una opereta. El termómetro en la cocina indica que el mercurio navega por debajo del cero, el número antinúmero que inventaron los árabes. Los próximos meses la palabra 'frío' no será suficiente, y hablaremos de sutiles variaciones de temperatura, usando un lenguaje cada vez más técnico, para describir de manera precisa la textura metálica y cortante de los días. 

Hay algo de tranquilizador en el preciso mecanismo de la vida —la vida cósmica—, dando largas y serenas vueltas al sol. Uno llega a pensar que lo nuestro, la angustiosa creencia de que caminamos en línea recta hacia un cero absoluto, es lo complicado, y lo fácil sería dejarse llevar por este balanceo astrológico. Al mismo tiempo uno sabe que sin esa angustia, sin esa violencia que un día nos hizo arrancarnos del tiempo natural, nada se habría conseguido.

Mientras sorbo café, mientras miro el mercurio que no llega al muy humano cero y la primera escarcha en el jardín, concluyo que no ha sido un mal año.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Book fair

Mañana fría y brillante. Caminamos hasta la feria del libro de ocasión de Rockcliffe. Es un escándalo. La mayoría de los libros cuesta un dólar. A la entrada ya te están provocando, distribuyendo zurrones amarillos de Ikea. Hemos pasado largo rato. En particular me he demorado en la sección de clásicos, haciendo acopio de autores que faltan en la biblioteca y en mi cabeza. En el rincón de Canadá hemos encontrado las novelas de Robertson Davies -muy recomendadas por Guillermo- por tres pesetas de las antiguas. Por un lote de quince libros quince hemos pagado veintiún dólares. Habrá sido una hora larga de escrutinio, tragando polvo. Últimamente, cada vez que entro en una librería de lance, y es siempre que puedo, me abruma la misma sensación de estar hocicando en un basurero y de que la humanidad, en general, escribe demasiado. El número de libros es infinito, no así el número de libros interesantes; de hecho, ésta última categoría está formada por un número reducido de ejemplares y sospecho que abarcable en una vida, selección inteligente mediante. La clave para no dilapidar energías lectoras es una mezcla de entrenamiento del gusto y de saber dejarse asesorar por los mentores adecuados. El mejor amigo siempre tiene en sus labios estas palabras: tolle, lege.


viernes, 2 de noviembre de 2012

Descubrimiento

Acabo de descubrir que el Trivial Pursuit fue inventado por dos periodistas de Montreal.

Gracias Canadá.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Via dulcis

También en Canadá pelan calabazas en octubre y los niños van de puerta en puerta pidiendo caramelos la noche del treinta y uno. Halloween: en España pasa por costumbre extranjerizante y pagana; no se celebra, so pena de reconvención del tradicionalista de turno. Aquí, es al revés: en tanto que mozárabes, podemos asimilarnos sin complejos. 'Estando en Canadá, nadie podrá decirme que me estoy cargando la castanyada' razona satisfecha M. Así que decidimos celebrar la fiesta con todas las consecuencias: barreños llenos de golosinas, decoraciones macabras fuera y dentro de la casa, y disfraces a tono; ella: pirata; yo: fantasma de la ópera con máscara de arlequín. Tan sólo hemos cometido un fallo, aunque no menor: las calabazas. Hemos dejado pasar el tiempo y hoy no quedan en ningún supermercado, para desesperación de mi mujer, de las grandes y naranjas: 'En este país viven como locos; el 24 de diciembre no hay más árboles de Navidad, el 1 de agosto ya no encuentras sombrillas y el 31 de octubre no se te ocurra preguntar por una calabaza de verdad. Es como si sólo estuvieran interesados en las semanas previas a las cosas'. De manera que nos hemos tenido que conformar con dos calabazas raquíticas y verdosas, que más parecían melones contrahechos. Nada, empero, que fuera a desinflar nuestro entusiasmo. Primero llegaron los amigos, ataviados para la ocasión: C & I como Rod Taylor y Tippi Heddren en 'Los Pájaros'; J & A, góticos y gamberros; y A & M (para mí, los triunfadores de la noche) de revolusionarios cubanos. A la caída del sol los niños comenzaron su esperado via dulcis. El éxito de afluencia era seguro. El nuestro es un barrio muy cotizado: no hay coches y los jardines del gobernador y la residencia del primer ministro se convierten en atractivas estaciones para padres y niños. Cada vez que sonaba la puerta bajábamos uno de nosotros para repartir chucherías. Hay que decir que los niños canadienses o están demasiado bien educados o son poco glotones: todos metían la mano con suavidad en el cesto para coger una única golosina. No me costaba imaginarme a mí mismo sacando caramelos a puñados. Entre los disfraces predominaban animales (del tipo cocodrilo o elefante), piratas y zombis. Algo curioso fue comprobar cómo iba subiendo la edad de los mendicantes: hacia las diez ya sólo llamaban a la puerta adolescentes semiborrachas. Al no conocer de la existencia de un límite de edad, nadie se fue sin piruleta. Y el detalle tierno: un padre que se adelantaba a su hijo alérgico para pasarnos a escondidas una golosina segura. El resto de la noche, entre risas y veras, jugando al scattergories (curioso juego de palabras del que me doy cuenta ahora).