Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

lunes, 25 de febrero de 2013

domingo, 24 de febrero de 2013

Diana Krall

No estuvo fina ayer Diana Krall en el NAC, presentando su gira mundial 'Glad rag doll'. Muy resfriada, seguramente no quiso suspender el concierto, aunque sí quitárselo de encima cuanto antes. Habló mucho, demasiado, de una manera espesa y torpe, como si sólo su voz, que es extraordinaria ya sea hablando o cantando, ligeramente rasposa, ahumada, bastara para conectar con el público. Y lo hizo, porque el público de Ottawa es poco exigente. Y también, dicho sea en honor a la verdad, porque es guapísima, muy sensual, provocadora, una blonde piegée en toda regla, vaya. Es una ley: con las guapas se es más indulgente cuando otros atributos fallan. Pero tampoco se puede dudar del talento de la Krall. Era un mismatch considerable: no casa nada bien la sofisticación de DK (que por cierto, todavía no lo he dicho, es canadiense de Nanaimo, British Columbia) con el público de jubilados mal vestidos de Ottawa. Krall condescendía, como cuando después de interpretar algunas canciones del disco (una recreación de las tonadas de los años veinte) se avino a tocar a desgana algunos de los estándar que la han hecho famosa. Ella misma preguntó al respetable qué es lo que quería escuchar. Un detalle, si no nos hubiera quedado perfectamente claro que nos estaba haciendo un favor. Estuve a punto de gritar desde la butaca I've got you under my skin, pero tuve la impresión de que me iba a decir que no, e, históricamente, los nos de las rubias me han afectado mucho. Al final el favor fue Let´s face the music and dance. Nos fuimos sin escuchar los bises. Le perdonamos el pinchazo. Sigue en nuestra selecta lista de Favourite canadians.



miércoles, 20 de febrero de 2013

El invierno cansa

Es 20 de febrero y ahí fuera sigue nevando. Con fuerza. El viento levanta ráfagas de nieve dejando dunas aquí y allá. Es un invierno largo, inextinguible y sin miramientos. La primera nevada ocurrió el 12 de octubre. En algún momento, quizá a finales de diciembre, o sería a principios de enero, el frío se me metió en el cuerpo y todavía no se ha marchado. Me sorprende lo mucho que ha cambiado mi vivencia de la estación. Hace un año la nieve, el frío, la blancura del mundo fueron como un emoliente, un consuelo, un éxtasis casi. Este año el frío se ha clavado como un arpón y la carraca ululante me saca de quicio. Pocas ganas de salir de casa, entre otras cosas, por no cargar con el abrigo. ¡Y todavía queda el barrizal de marzo! ¡Cambio climático, escucha nuestras plegarias! Sí, el paisaje, el clima, profundiza los estados de ánimo. Son estados de ánimo. Tanto estoy dispuesto a conceder a los románticos.

'No es que no se acabe nunca. Es que parece que cada día comience de nuevo' dice M, que vuelve de la calle, a propósito de este invierno. 'Me estoy quedando ciega a base de ver únicamente blanco'. En fin, poco queda más que armarse de paciencia y esperar la primavera escuchando, gracias a Richter (y a mi hermano Nacho, que me lo descubrió) la Primavera por primera vez. (A Juan M., le gustará)

martes, 12 de febrero de 2013

Trenes

Por razones de trabajo me muevo en tren esta semana. De Ottawa a Toronto, de Toronto a Montreal y de Montreal otra vez a Ottawa. El tren es bastante lento. Soy feliz. En materia ferroviaria soy un gran reaccionario, y considero que ningún tren debería circular a más de ochenta kilómetro por hora. Me gusta sentarme sobre la madera de mi vagón de tercera y ver los arbolitos pasar. Éste en el que viajo no debe de ir mucho más rápido (diremos que para el trayecto de Toronto a Montreal, algo menos que un Madrid Barcelona, emplea seis horas). A mí me encantan esos días perdidos en un tren. A diferencia del avión, que empieza en el aparcamiento del aeropuerto y es un no-lugar desagradable y agotador, el tren es un no-tiempo que pone unos placenteros corchetes a la vida. Lo molesto, como decía Machado, es la llegada. En Canadá tiene mucho sentido. Canadá la hicieron un puñado de hombres audaces, el castor y el tren. Canadá también se hizo para el tren, para que lo hubiera. (La condición que puso Columbia Británica para entrar en la Confederación fue que los raíles llegaran hasta el Pacífico). Espera. Se me acerca el azafato para ofrecerme algún refrigerio. Le pido un café, pero luego desisto al ver que únicamente acepta efectivo y yo sólo llevo tarjeta de débito. Al cabo de un rato vuelve a pasar, me toca en el hombro: me trae un café con leche y un azucarillo y me dice, con cariño de madre: 'It hasn't has to be always about the money'. Ha sido un momento canadiana. ¡Prueba a que te inviten a un café los de US Airways! Miro por la ventana: no hay arbolitos, sino el trávelin de un cuadro de Malévich. Un par de horas después, entramos en Toronto, azul, prístina, atlética desde el primer horizonte, y veinticuatro horas más tarde, en sentido inverso, el tren penetra en Montreal, portuaria, cenicienta; parece el daguerrotipo de una vieja prostituta. Tengo decidido que viviría en Toronto, pero a condición de visitar Montreal cada dos semanas máximo. Creo que M piensa lo mismo. Viajando en tren, bien entendu

Entrando en Montreal

sábado, 9 de febrero de 2013

Esculturas

Aprovechando la feliz circunstancia de que uno vive en Chicago, y la otra en Nueva York, han venido a visitarnos mis hermanos. El fin de semana ha sido bien escogido. Esta mañana la hemos pasado en el festival de invierno, que M y yo apenas pudimos catar el año pasado. En la parte de Gatineau, nos hemos tirado, felices, por la pendiente de los grandes toboganes de nieve. Poco nos ha importado que el resto de la cola estuviese formado por niños y sus padres. Tampoco nadie nos ha mirado mal. Después nos hemos ido al salón del hielo de Ottawa. Queríamos presenciar la gran final del concurso de esculturas de hielo. Dos finalistas disponen de una hora para tallar un bloque helado y modelar algo bajo un tema que se les anuncia en el momento. Como hemos llegado con veinte minutos de antelación nos hemos tenido que tragar a los teloneros, que en esta ocasión eran un grupo de señoras vestidas de tirolesas que tocaban los cencerros. Han aparecido, han colocado una mesa en el centro del escenario y sobre la mesa han desplegado una gama de cencerros de diversos tamaños, de forma que era fácil coger uno, hacerlo sonar, y volver a dejarlo encima de la mesa, mientras con la otra mano se tañe otro. Me gustaría decir que es increíble la cantidad de sonidos que se puede arañar a un cencerro, pero no lo diré, porque no es verdad. Es una carraca monótona. A nuestro lado había dos señoras. Una decía que la función era típica de Suiza. La otra insistía que se trataba de una tradición austriaca, y porfiaba por sacar a la primera de su error haciéndola ver que ella misma era nativa de la región de Austria donde el arte del badajo hace cumbre. La primera no se dejaba convencer, e interpelaba a grito pelado a los virtuosos, para que zanjaran la disputa. 

Eran de Baviera.

Por fin se retiraron los bávaros y aparecieron los tallistas. Teníamos todos curiosidad por ver cómo se hacía una escultura de hielo: en la exposición habíamos visto auténticas birlerías. Pues bien, en primer lugar se adjudica a cada contendiente un cacho de hielo: un bloque de un metro de alto por sesenta centímetros. El agua con el que se ha hecho el hielo es de gran pureza, para que la escultura resultante parezca de diamante. Es como decir que es un mármol que viene de una cantera buenísima, y Ottawa es, a estos efectos, como Carrara. Con agua caliente lo pegan bien a la superficie de la mesa (el agua caliente sirve de pegamento, parece). Sólo entonces se anuncia el tema, que es una patochada: 'Nomos, trols y otras criaturas místicas que se pueden encontrar en un jardín' (Si es místico pero no vive en un jardín, no vale). Lo primero que hacen los tallistas es dibujar con un rotulador (quizá era un pintalabios) un esquema de su obra. Rápidamente se ha visto que uno de ellos, llamado Gabi, tiraba raso y quería hacer un pitufo. El otro, un tal Susuru, ha trazado unas líneas enigmáticas que nos han tenido en vilo hasta el final. Para los primeros desbastados han echado mano de una sierra mecánica, trabajando subsiguientemente el formón y el martillo. A veces cogían un bloque desprendido y lo tallaban antes de volver a pegarlo al cuerpo principal. Así por ejemplo, la nariz del pitufo. Para pegar un bloque sobre otro utilizaban una lámina de metal calentada con una plancha. Desde el primer momento mi hermano Nacho, M y yo hemos tomado firme partido por Susuru; la idea de hacer un pitufo nos parecía una vulgaridad; en cambio, nos seducía el misterio con que Susuru envolvía su plan; sólo cuando faltaban menos de diez minutos se ha desvelado la faz de su proyecto: la vista cenital de un trol saliendo del hueco de un árbol. Ambicioso y técnicamente audaz. Pero nos temíamos el desenlace. El público iba a dirimir el resultado de la contienda, mediante la medición de los decibelios provocados por sus aplausos, y dado que estaba formado en su mayor parte por niños, y que Gabi se había dedicado a hacer el payaso todo el tiempo —haciendo pasar por adustez, injustamente, la rígida disciplina de Susuru—, y a pesar de que Nacho, M y yo nos hemos roto las palmas a favor de Susuru —mi hermana Ana ha optado, traidora, por el pitufo— ha ganado Gabi, ha ganado el pitufo, que ni siquiera tengo claro que sea un nomo. En definitiva, un nuevo y rotundo fracaso del populus.

Pero luego nos hemos ido al cine y se nos ha pasado el cabreo. 




Aguantar de pie un hora a quince bajo cero tiene su aquel.