Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

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miércoles, 25 de septiembre de 2013

Pinos

Tras la rutina de ambos hemos ido a caminar por el arboreto, proyecto acariciado muchas veces y sólo hoy realizado. Un lugar bellísimo, aunque M no me deje utilizar esta palabra. A la vista de todos, y sin embargo oculto, galante, soñoliento. Apto para fundar una academia y dar peripatéticos paseos. Tiene una especie de fiordo vegetal que se mete en el canal como una pequeña isla. Hasta allí hemos llegado, comentando dificultades de la vida que el jardín y el sol de otoño hacían más manejables. Frente a la punta del lago −no es lago, es el canal, que se ensancha− he citado para mis adentros el verso girondino, Oh temps suspends ton vol. Yo siempre tan girondino. Unos patos se llevaban el pico hacía la cola, en un escorzo improbable, no sé para qué. Otra pregunta: ¿Practican los patos el carpe diem? Se da por hecho que los animales no conocen el paso del tiempo, y quizá ignoremos su secreta melancolía. Seguimos caminando. La variedad botánica no es muy grande. De repente, retorno de lo vivo lejano: el sendero se transforma en una avenida flanqueada, por el costado derecho, de pinos, altos, robustos, despeluchados, severos como moáis de la isla de Pascua. Los mismos pinos, negros, estólidos, centinelas, más tronco que planta, que pueblan los dilectos lugares de la infancia. La placa dice que provienen de Texas, variedad ponderosa, pero M y yo sabemos que el sueño de la memoria lo ha traído desde El Escorial y la Costa Brava.

Hay días en que Ottawa no permite la queja.


viernes, 20 de septiembre de 2013

Tiene prisa

El verano pasó y no ha sido. El otoño tiene prisa y no cabrá en un mes. Las hojas se han arrebolado tan rápido, y de manera tan intensa, que caídas sobre la hierba casi parecen amapolas de Monnet. Hoy, indian summer, mañana lluvia, y mi rodilla —tiempo atrás una lesión me la convirtió en un barómetro— se queja de tanto movimiento. También Lola se despereza, tanteando las paredes del mundo. La estamos esperando.

domingo, 28 de abril de 2013

Niágara (II)

Niágara suena como chasquido de látigo. Antes era de filisteos no asombrarse. Hoy lo correcto es mostrar un poco de desdén, como delante de un grifo grande. Acompañado de mis padres y de M, he oscilado entre las dos poses. Las cataratas más famosas del mundo tienen al menos dos problemas. El primero, Niagara-on-the-falls, que es una ciudad que bate récords de cutrez, avaricia y fealdad. Pero incluso si uno consigue ignorar el entorno, descubre un inconveniente más sutil. Un problema de proporciones. Las cataratas son demasiado pequeñas o demasiado grandes. Demasiado grandes para poder relacionarse con ellas, o pensar en un chapuzón. Demasiado pequeñas —rodeadas de selva o montañas serían otra cosa—,  contra el paisaje chato y mercantil del sur de Ontario. Están tan ordeñadas por la industria del souvenir y de la electricidad que cualquier rendimiento poético es inevitablemente irónico. Pero ahí estaba M para impedir el desaliento. Nos convence a todos para ponernos el chubasquero a bordo del barquito que te lleva al interior de la nebulosa, como una gran rosa de incienso, que brota en medio de la herradura que forma la catarata principal, y empapados por el chirimiri galáctico podemos sin rubor sentirnos sobrecogidos. 


 
Lo atroz y lo sublime

jueves, 18 de abril de 2013

Correspondencias

(Docta y cariñosa reconvención de Carbasus) ...Pero vamos a ver: ¿qué es eso de que en tu ciudad sólo hay gorriones y urracas? Que te olvides de las palomas, que ni zurean bien, que se te pasen los verderones, que son escasos, pase, pero de los formidables y reconfortantes mirlos, sean machos negros o hembras pardas, que monologan en la 'unánime noche', charlan casi como humanos, o hacen ese agradable chasquido de tijeritas, ¿qué?


viernes, 9 de noviembre de 2012

Revoluciones

Ayer se cumplió exactamente un año de nuestra llegada a Canadá, y, como en un bucle, M y yo caminamos sobre el cerco casi perfecto de nuestras pisadas. Con precisión celestial todo cuanto vivimos hace doce meses se repite. Esta noche iremos a la feria gastronómica de Ottawa, que fue nuestro primer plan hace doce meses; la semana que viene se celebra el festival de cine europeo, donde nos dimos a conocer en sociedad. El ciclo por excelencia, que es de las estaciones, también se completa. Esta noche, la primera helada. El general invierno por fin ha desembarcado. El sol sigue ahí pero ya no calienta, como si fuera el decorado de fondo de una opereta. El termómetro en la cocina indica que el mercurio navega por debajo del cero, el número antinúmero que inventaron los árabes. Los próximos meses la palabra 'frío' no será suficiente, y hablaremos de sutiles variaciones de temperatura, usando un lenguaje cada vez más técnico, para describir de manera precisa la textura metálica y cortante de los días. 

Hay algo de tranquilizador en el preciso mecanismo de la vida —la vida cósmica—, dando largas y serenas vueltas al sol. Uno llega a pensar que lo nuestro, la angustiosa creencia de que caminamos en línea recta hacia un cero absoluto, es lo complicado, y lo fácil sería dejarse llevar por este balanceo astrológico. Al mismo tiempo uno sabe que sin esa angustia, sin esa violencia que un día nos hizo arrancarnos del tiempo natural, nada se habría conseguido.

Mientras sorbo café, mientras miro el mercurio que no llega al muy humano cero y la primera escarcha en el jardín, concluyo que no ha sido un mal año.

domingo, 7 de octubre de 2012

Al lago (IV)

De lago a lago. En el que estamos ahora, el Moraine, quizá aún más bello que el Louise, con sus diez picos blancos claveteados en el agua. Tras un rato de paseo M segrega una lágrima stendhaliana, lo que da una idea. Llegados a un punto un letrero anuncia la obligación de caminar en grupos de cuatro para mantener los osos a distancia. No hay problema, una pareja de jubilados, Sandra y Dave, están esperando quien les complete la expedición. Echamos a caminar las dos parejas, y yo aprovecho para acribillarlos a preguntas sobre la provincia. Como era de esperar ambos trabajan, de manera más o menos directa, para la industria del petróleo. ' Y tenemos que compartirlo con el resto del país' dice Dave con cara de fastidio. Pero lo cierto es que, además de hacer patente su aversión por lo que ellos llaman 'Central Canada' —fruto de los intentos de los gobiernos liberales de los años ochenta por socializar las ganancias de la exportación de gas y crudo— no me cuentan nada que no sepa por mis lecturas. No quiero parecer un fantasma, pero me suele pasar que me preparo un viaje a conciencia, leo sobre la historia y la actualidad del lugar que voy a visitar, y luego resulta que sé mucho más que los autóctonos. Los autóctonos, de hecho, no saben nada de su país o región. No exagero. Le pregunto a Dave por la población de Alberta, y tras mucho dudar y consultar con su mujer, responde 'debemos ser unos ocho o nueve millones'. No Dave, macho, sois tres y medio. Y así. Pero son buena gente. La caminata es espléndida; ha llovido un poco antes y el olor a la pinocha es un cloroformo delicioso. El sendero se esfuma y entramos en un valle solitario, salpicado por una pequeña laguna: el Consolation Lake. La falda de la colina está cubierta por rocas que parecen meteoros; por ellas trepamos hasta llegar a la ribera. Al final llegamos a una gran plancha de piedra donde nos sentamos para tomar nuestro picnic. La conversación es banal, agradable. Sandra nos sorprende con una propuesta: 'Oye, tengo una idea; mañana es Acción de Gracias, y nos encantaría que vinierais a cenar a casa'. La invitación nos pilla totalmente desarmados de pretextos. Además, alguien me había comentado hacía poco que en Norteamérica es casi un insulto no aceptar una invitación a thanksgiving sin una buena razón para ello. Lo cierto es que mañana por la tarde estaremos en Calgary sin nada que hacer. La propuesta es simpática, calurosa, indeclinable. Está decidido. Aceptamos con mucho gusto. Lo contaremos aquí.


jueves, 4 de octubre de 2012

Al lago (II)

El lago tiene un marcado color turquesa, esmerilado, casi mate, muy bello. Un enjambre de chinos opina lo mismo y posan uno tras otro con el magnífico paisaje al fondo, con las montañas como trofeo. Aprendemos en los carteles explicativos que la coloración del agua es resultado del acarreo de polvo de roca desde los glaciares. En principio, sólo habíamos previsto recorrer el sendero que sigue la orilla por el oeste, pero al final del camino nos sentimos con fuerzas para iniciar el ascenso hasta el punto donde confluyen los seis glaciares cuyas aguas, al fundirse, dan de beber al lago. A M le gustan las caminatas más que a mí. Con ocasión de un cumpleaños quiso regalarme unas botas de montaña. Frené la iniciativa y la reconduje hacia los cuatro tomos del diccionario de Filosofía de Ferrater Mora. Bien es cierto que el senderismo tienen un cierto pedigrí filosófico desde Rousseau, que se daba unos paseos tremendos para movilizar ideas, y aun antes en Petrarca, que dio una buena razón para subir al monte: el sólo placer de mirar. Mi problema -no caigamos en innecesarias logomaquias- es que soy muy perezoso y prefiero leer a casi cualquier otra actividad. Pero también he aprendido de los beneficios de rebelarme de vez en cuando contra mi temperamento, y esta vez me he calzado las botas. Así que llegamos al borde del lago, y vemos cómo, en efecto, el arroyo arranca del lecho una harina de trigo que va depositado con suavidad en el lago. El agua, saltando entre los cantos, y cerca ya de congelarse, es de un gris lechoso. Los árboles, unos abetos ralos y desaliñados, desaparecen del camino. Comenzamos a evocar los viejos nombres del bachillerato: torrente, glaciar, collado, cresta. Nombres que se hacen parte de la vida frente a nosotros por primera vez, con una perfección que desafía los libros de texto de entonces. La pista no es muy difícil, pero tampoco es una broma. Hace tiempo que hemos perdido a los chinos de vista, aunque de tanto en tanto nos alcanza una pareja más entrenada. Hay una promesa de cafetería (tea house nos han dicho en el hotel) que a mi mente le parece cada vez más fraudulenta. M, que empezó sin resuello, está a tope, comandando la expedición. Ya habremos subido unos mil metros, estamos caminando junto a las morreras de los glaciares, que son como grandes escombreras de los siglos, qué digo, de los eones, del tiempo entero. Cuando llevo un par de minutos jurando en arameo vemos por fin un chaletito. Fue construido por los guías suizos que la Canadian Pacific Railway, con buen ojo, hizo venir a las montañas rocosas para enseñar a los primeros turistas la disciplina del alpinismo. La señora que lo regenta está un poco asilvestrada; vive en la cabaña y le traen el sumistro una vez por estación por helicóptero. Nos ofrece sopa de tomate con bacon, que pagamos de grado. Hay pájaros, hay ardillas, poco más, al menos a la vista. Iniciamos el descenso y nos cruzamos ¡con los chinos que suben a caballo! Tras cinco horas llegamos al hotel henchidos de esa satisfacción que acompaña la culminación de un esfuerzo. Al rato, me bajo al vestíbulo, me concedo un Jim Beam, luego otro, y escribo esto. M baja para acompañarme con su libro, y echa una lágrima porque de repente está en Sicilia y se ha muerto el Príncipe de Salina.


miércoles, 3 de octubre de 2012

Al lago (I)


Alberta es la tabla rasa de Norteamérica. La mayoría acaba de llegar, y pocas familias remontan su presencia más allá de dos generaciones. En 1870 el territorio era todavía propiedad de una compañía peletera, la Hudson Bay Company, que tenía la concesión de la Corona para comerciar con los indios. El gobierno canadiense tuvo que ir a Londres a comprarla acre a acre, pagando la respetable suma de 300.000 libras esterlinas de cuando entonces. En 1882 se desgajó de los Territorios del noroeste, con nombre propio: el de la esposa del gobernador general a la sazón, la cuarta hija de la reina Victoria: Luisa Carolina Alberta (Luisiana y Carolina ya estaban cogidas, debió de pensar el marido). En 1905 nace como provincia. En 1942 descubrió petróleo para aburrir: posee las segundas mayores reservas conocias tras Arabia Saudita. Desde entonces crece como una manada de bisontes, de los que hubo muchos antaño y hogaño apenas quedan. En el imaginario y en los medios, si se la asocia a Columbia Británica, es The West; emparejada con Saskatchewan, hacia el interior, se dice The Prairies, esto es, las praderas. Es, dicen, la más estadounidense de las diez provincias, lo que quiere decir, supongo, que es la más despiadada. Aquí la influencia francesa se desvanece y sólo preocupa cómo llevar el petróleo a Asia e intentar que en Ottawa no les toquen el bitumen. Trudeau intentó socializar las ganancias del petróleo y todavía se acuerdan. Varias marcas de partidos conservadores se han sucedido en el poder desde 1921. Hace millones de años las praderas de la provincia fueron el hogar del Albertosaurus, un pariente, más pequeño y fibroso, del tiranosaurio; la Alberta de hoy también ruge, se traga a los ingenieros en paro de toda Europa, y escupe arenas bituminosas, uno de los crudos más contaminantes que existen. Había que venir a la primera oportunidad. Cuando por fin el avión comienza a descender, casi a medianoche, el centro financiero de Calgary parece una rejilla de cirios eléctricos. Lo que veo desde el taxi me recuerda mucho a mi ciudad natal: un gran aeropuerto en medio de una paramera con grandes rascacielos al fondo y montañas en el horizonte. Una ciudad con ínfulas. Llegamos al hotel apalizados. Han sido cuatro horas de avión al completo más tres de aeropuerto. Canada es muy grande. Canadá cansa. Mañana iremos al lago.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Parque de la Gatineau

Como el día es cálido, llamamos a unos amigos y vamos a caminar al parque de Gatineau, donde el otoño sigue trabajando su pátina de cereza. Aún ha de llegar la gran orgía de rojos y amarillos que sólo durará un par de semanas hasta caer las hojas, exhaustas. El paseo es liviano, como corresponde a excursionistas postizos como nosotros (aunque C. y M.E, hubieran deseado algo más challenging). Vemos en el río congregarse un grupo de aves y alguien explica que están preparando su migración. Me hace pensar que en el fondo, últimamente, los seres humanos somo aves solitarias, y por eso nos vamos estampando contra los postes una y otra vez. Pero están los amigos. Luego en casa nos metemos en una discusión sobre la primacía de la vida del campo sobre la vida de ciudad o viceversa. Ottawa ofrece una curiosa mezcla de ambas, que se acentúa en un sentido o en otro en función de los barrios. M es claramente partidaria de la furia alegre de la ciudad. M.E se decanta por el sosiego de la montaña, vencida por la añoranza de sus Andes maternos. A. apuesta por el campo domesticado, con Internet y agua caliente. Y yo, yo me hago un lío, y como es natural en mí, soy incapaz de emitir un juicio sin reservas. Siempre me he considerado un hombre de ciudad, de gran ciudad, de metrópolis. Ocurre que ahora estoy viviendo mi periodo rousseauniano (sin exagerar) y reconozco que no me disgusta. Hace poco, durante una breve estancia en Barcelona, descubrí por primera vez el ruido de la ciudad. Horrible, muy horrible, el fin del mundo. Y si buscamos en el venero de la historia y la literatura encontramos argumentos a favor y en contra. Desde 'el aire de la ciudad te hace libre' del Medievo, hasta el Beatus Ille de Fray Luis. Estoy de acuerdo con Cavafis en que todas las ciudades son la misma. Además, campo... ¿qué campo? Lo que los urbanitas llamamos campo es un agradable chalet con piscina y televisión al final de un carretera perfectamente pavimentada. Ciudad o campo, discusión ociosa: lo que importa es no faltar a la cita con la soledad, aunque para eso haga falta ir y venir de la ciudad al campo, del campo a la ciudad, como un animal cimarrón. 

sábado, 12 de mayo de 2012

Pemichangan


Hace poco, estudiando mi examen de Estética, topé con una frase de Schiller (o de Schelling) que sostiene algo así como que nuestros sentimientos hacia la naturaleza son comparables a los de un hombre enfermo hacia su salud perdida. Me ando con mucho cuidado con afirmaciones como ésta, porque nunca olvido el lado siniestro de la naturaleza (que es un lago de plata y el virus ébola). Pero es indudable, en un mundo donde parece que no queda un palmo de tierra por explotar, ante un paisaje hermoso y virgen, uno siente una especie de retorno, algo no muy distinto de un principio de sanación. Lo que algunos evolucionistas llaman biofilia. Canadá es el lugar apropiado para experimentarlo. Hoy, por ejemplo. El Jefe tiene un amigo, A.J que nos ha invitado a su cottage en una zona de lagos en Quebec, a una hora larga de Ottawa (los canadienses tienen sus cottage como los rusos tienen su dacha, y como éstos, sin teléfono ni electricidad). En barca hemos navegado por cinco lagos, comunicados por estrechos donde los castores construyen sus presas. Hemos visto uno, nadado a braza, de lado a lado. Y un ciervo remontar un desnivel de un brinco. Y un pájaro de pechera azul cuyo nombre inglés he olvidado. Y un pato batir sus alas compulsivamente. Las orillas, por cierto, parecían elevadas sobre un zócalo negro, como si el lago hubiera descendido de nivel durante el invierno. Qué va. Resulta que cuando el lago se hiela, los ciervos saltan a su superficie para comer los bajos de la vegetación. Es muy curioso, pero es uno de esos momentos en los que tendría que echar mano de un foto para mostrarlo y no la hice. Luego, tumbado en la terraza por encima del embarcadero, con la mirada absorta en el lago de un verde mercurial, tras haber comido un tierno solomillo de reno, sin más sonido que el ocasional de remos golpeando el agua, una cerveza, bajo un sol tibio, robinson del bosque, uno puede intentar la sanación. Pero cuesta. No puedo. Estoy y estaré enfermo de ciudad. Como dijo un día el Gran Peps (él no se acordará) ‘…beatus ille, beatus ille… ¡si hay internet!’

lunes, 20 de febrero de 2012

Ratolins

Estoy tardando mucho en contar lo del ratón. De ello hace por lo menos tres semanas. Lo contaré ahora. Me había levantado un poco antes que M y había sacado los cubos de la basura al garaje, todos menos uno, porque ya no tenía manos. Me fui en silencio. Estaba reunido cuando timbró el móvil. Era M, que hablaba con una voz que no supe interpretar si doliente, enfadada o hiposa, consternada en cualquier caso. Me alarmé. '¿Qué pasa?'. 'No es grave, no es nada. No hace falta que vengas ni que te preocupes. Ya está controlado. Ha aparecido una rata, un ratón, no sé, muerto en el fondo del cubo de basura que no te has llevado esta mañana. Cuando he ido a retirar la bolsa, he visto algo ahí, pensé que era una cáscara, la piel podrida de algo. He estado a punto de cogerlo con la mano. Dios qué asco'. Sí, qué asco; era nuestro primer incidente de este tipo y, aun totalmente apenado por M, reconozco que, medroso y miserable marido, un soplo de alivio me esponjó el corazón sólo de pensar que por poco no había sido yo el levantador del cadáver, mezquindad que enseguida dio paso al sentimiento de culpa por no haber compartido el trance con M. 'Siempre me habían parecido tontas las escenas en que a alguien le entra un ataque de histeria al ver un ratón, en los dibujos y en las películas. Te aseguro que es exactamente lo que pasa. Habré estado un minuto gritando en el salón'. '¿Y luego?' 'He metido el cubo entero, tal cual, en una bolsa grande de plástico y lo he sacado al porche. Cuando vengas te lo llevas, por favor. Yo voy a comprar veneno ahora mismo'. Y así hice. La crisis del ratolí quedó asociada rápidamente a algo que había pasado la víspera, cuando M nos habíamos detenido a mirar en puro éxtasis un hermoso pájaro, quizá un halcón, de alas pardas, arenosas, que había hincado sus garras sobre una de las dunas de nieve del jardín, como el capitán que toma una colina sin oposición. Al aproximarnos para fotografiarlo  echó a volar soltando lo que antes había quedado oculto: el cadáver de otro animal, quizá una urraca. Fue una visión bastante repelente. 'Mira, entre lo del pajarraco de ayer y el ratolí del hoy, estoy un poco afectada. Un incidente animal más y nos mudamos al centro a un apartamento. Y ya puedes recoger todas las migas que vas dejando por ahí'. El incidente del ratolí me ha hecho pensar. ¿Qué atávico resorte de nuestra naturaleza nos hace temer a un insignificante ratón de campo, o a una araña, y no, por ejemplo, al microondas o a un camión, entes potencialmente mucho más peligrosos? Por lo demás, queda al descubierto lo superficial e ambivalente de mi idilio con la naturaleza. La naturaleza, los arbolitos, el mundo animal, es principalmente esa vieja homicida que hocica en el cubo de la basura. Trataré de recordarlo la próxima vez que me ponga lírico.