Los estudiantes de
Quebec llevan tres meses de huelga revolucionaria. De día no van a clase y de
noche salen en romería. Protestan contra la subida de las tasas universitarias
decretada por el gobierno de la provincia. El incremento es de un 75 por 100,
nada menos, y, de hacerse firme, los alumnos pasarían a abonar unos 3500 $
anuales por sus estudios. Ocurre, sin embargo, que, antes y después de la
medida, los universitarios de Quebec pagan muy poco en comparación con el resto
de estudiantes de Canadá. La mitad que en Ontario o Alberta. También es cierto
que pagan mucho en relación a sus pares europeos. Por su parte, el gobierno
dice que, sin nuevos ingresos, la universidad amenaza ruina. (Nota: En Canadá
no hay universidades privadas). El asunto ha dividido a la opinión pública del
país entre los que defienden a los estudiantes (ellos mismos, un 30 por 100
del total, y unos pocos intelectuales) y quienes los tachan de niños malcriados
(el resto de la población, incluidos los universitarios de otras provincias). Al
contrario que en mayo del 68, los sindicatos obreros han pasado de la movida.
Los estudiantes están bastante solos, la verdad. No ayuda a la causa, claro,
que una minoría descerebrada se dedique desde hace semanas a romper escaparates,
quemar coches, lanzar bombas de humo en el metro e impedir el acceso normal a
clase. En honor a la verdad, conviene saber que la sociedad quebequesa era
prácticamente subdesarrollada hace sesenta años: de ahí que perder la cuasi
gratuidad de la que vienen les suponga un trauma considerable.
El caso es que, estando a favor de una universidad pública de calidad y accesible a todos los bolsillos, no consigo que me caigan bien los manifestantes. El líder la revuelta es un tal Gabriel Nadeau Dubois, un jovencito repelente con ganas de hacer carrera; se le ve el plumero Cohn Bendit a la milla. Dice cosas como 'Je n'ai pas le pouvoir de dénoncer la violence'. El filisteísmo es fatal, absoluto. Dicen que lo suyo es como lo que sucede en Siria. Toma ya.
El caso es que, estando a favor de una universidad pública de calidad y accesible a todos los bolsillos, no consigo que me caigan bien los manifestantes. El líder la revuelta es un tal Gabriel Nadeau Dubois, un jovencito repelente con ganas de hacer carrera; se le ve el plumero Cohn Bendit a la milla. Dice cosas como 'Je n'ai pas le pouvoir de dénoncer la violence'. El filisteísmo es fatal, absoluto. Dicen que lo suyo es como lo que sucede en Siria. Toma ya.
Pienso en los inconvenientes de la juventud. Los inconvenientes intelectuales. De jóvenes somos incapaces de
hacernos cargo de la complejidad del mundo, de la necesidad del pacto. Todo es
así o asá, y cualquier penalidad la imputamos al fantasma en boga, en
este caso el llamado neoliberalismo. Abrimos la boca y es para decir que estamos oprimidos como en Libia. (Siempre hay, claro está, quien nunca sale
de este estado de minoría mental). Modestia aparte, estoy satisfecho de haber
superado la febrícula ideológica pronto en mi vida, que es aprender la
moderación (todos mis excesos fueron sentimentales, en ese campo sí que hice el
ridículo con avaricia, pero por amor se puede hacer el ridículo, pienso yo). Y
no haber sido estúpidamente de izquierdas cuando mozo es una relativa garantía
de no ser estúpidamente de derechas más tarde. En definitiva: La moderación es
ya la virtud que más aprecio, y no la veo por ningún sitio en estos garibaldis de
Montreal.
Creo que a la larga
lo único que echaré de menos de la juventud será el esplendor físico que le es
propio, que en mi caso nunca fue gran cosa. Y también, puede, los ridículos amatorios.
Pero eso será la memoria, engañándome.
Como siempre, al
releerme, me viene la reserva. ¿Y si ya no soy capaz de reconocer una causa
justa cuando la tengo delante de mis narices? ¿Y si yo también estuviera, al
cabo, pidiendo que les traigan brioche
a estos pobres chicos?
Ya lo decía Supertramp.
Lo dejo aquí.
Ya lo decía Supertramp.
Lo dejo aquí.
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