Alberta es la tabla rasa de Norteamérica. La mayoría acaba
de llegar, y pocas familias remontan su presencia más allá de dos generaciones.
En 1870 el territorio era todavía propiedad de una compañía peletera, la Hudson
Bay Company, que tenía la concesión de la Corona para comerciar con los indios.
El gobierno canadiense tuvo que ir a Londres a comprarla acre a acre, pagando
la respetable suma de 300.000 libras esterlinas de cuando entonces. En 1882 se
desgajó de los Territorios del noroeste, con nombre propio: el de la esposa del
gobernador general a la sazón, la cuarta hija de la reina Victoria: Luisa
Carolina Alberta (Luisiana y Carolina ya estaban cogidas, debió de pensar el
marido). En 1905 nace como provincia. En 1942 descubrió petróleo para aburrir:
posee las segundas mayores reservas conocias tras Arabia Saudita. Desde
entonces crece como una manada de bisontes, de los que hubo muchos antaño y
hogaño apenas quedan. En el imaginario y en los medios, si se la asocia a
Columbia Británica, es The West;
emparejada con Saskatchewan, hacia el interior, se dice The Prairies, esto es, las praderas. Es, dicen, la más
estadounidense de las diez provincias, lo que quiere decir, supongo, que es la
más despiadada. Aquí la influencia francesa se desvanece y sólo preocupa cómo
llevar el petróleo a Asia e intentar que en Ottawa no les toquen el bitumen.
Trudeau intentó socializar las ganancias del petróleo y todavía se acuerdan.
Varias marcas de partidos conservadores se han sucedido en el poder desde 1921.
Hace millones de años las praderas de la provincia fueron el hogar del
Albertosaurus, un pariente, más pequeño y fibroso, del tiranosaurio; la Alberta
de hoy también ruge, se traga a los ingenieros en paro de toda Europa, y escupe
arenas bituminosas, uno de los crudos más contaminantes que existen. Había que
venir a la primera oportunidad. Cuando por fin el avión comienza a descender,
casi a medianoche, el centro financiero de Calgary parece una rejilla de cirios
eléctricos. Lo que veo desde el taxi me recuerda mucho a mi ciudad natal: un
gran aeropuerto en medio de una paramera con grandes rascacielos al fondo y
montañas en el horizonte. Una ciudad con ínfulas. Llegamos al hotel apalizados.
Han sido cuatro horas de avión al completo más tres de aeropuerto. Canada es
muy grande. Canadá cansa. Mañana iremos al lago.
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