(Charles) Larry es un pelma y
un rijoso, pero Charles, el manitas que nos envía cuando algo requiere
reparación en la dacha, es un tipo que nos tiene seducidos. M me hablaba
de él con clara admiración sexual —yo no me enfado—, y al encontrarlo hoy subido a la
escalera colocando un nuevo detector de humo, he entendido el porqué. Es
un hombre de cincuenta y pocos, fuerte y de piel ajamaicada, de color
canela. Tiene el pelo oscuro, apelmazado en pequeñas borlas, y lleva
gafas de delicada montura que empuja con el dedo por el puente de su
nariz. Pero es la voz, una voz cálida y envolvente, algo raspada, que se
manifiesta en un inglés de perfume británico, y que va de la mano de
unos modos suaves y decididos, la que encandila y embebe. Me ha
confirmado que nació y se crió en un barrio del Sur de Londres, y que se
fue por tres razones: 1) It was dirty 2) It was crowded 3) It was wet. Semejante
claridad de ideas me ha derretido. Ahora me pregunto si alojado en su
cinturón porta herramientas no habría una novela de bolsillo de Henry
James o así. O si Charles no será en realidad un hastiado profesor de
literatura de un arrabal londinense, o mejor aun, un Wittgenstein
atravesando su periodo de carpintero solitario. ¡A ver si sólo va a ser M
la que se pueda permitir fantasías!
(Pilgrims)
Me reúno con A.C presidente de la Asociación Canadiense de
Peregrinos del Camino de Santiago. Es un funcionario jubilado, algo
bizco, inquieto y mordaz, que abusa del chascarrillo. Su conversación
es, en dosis pequeñas, agradable, además de ser una valiosa fuente de
chismes. Detesta a Harper, que es 'peor que Bush'. Hablamos de cómo colaborar. Al parecer hay más de 3.000
canadienses que hacen la ruta jacobea cada año. El mismo la ha hecho
cinco veces, e incluso ha conseguido, a través de sus reclamaciones, una
mejor señalización para los trechos, poco transitados, de Cataluña.
Habla de España con la ilusión y admiración que sólo se puede permitir un extranjero.
(Ródina)
Igor, mi colega ruso, me invita a comer. Hará un par de meses lo conocí
en una recepción y conversamos un rato. Entonces me comentó
que la vastedad de Canadá le había hecho pensar en lo poco que conocía
su propio país infinito, y que había decidido poner remedio a sus
lagunas patrióticas yéndose de vacaciones a Siberia. Ahora me llama y me dice que me
ha traído una botella de vodka destilada con agua helada del lago Baikal (recuerdo vagamente habérsela pedido, pero no esperaba que cumpliera;
casi todas las promesas son hoy retóricas y formas de cortesía). Me cita en un italiano. Es un diplomático joven,
de mi edad. Como muchos de sus compatriotas, parece ungido con los óleos de la tristeza. Su mujer, María, a la que también
conocí, es una de esas florecillas rusas de ojos melancólicos. Le
pregunto qué ha aprendido de su país que no conociera antes del viaje y la
respuesta le queda esmirriada: 'la naturaleza'. Le
pregunto qué más (siempre hay que preguntar qué más) 'La gente es más
tranquila que en Moscú y San Petersburgo'. Le pregunto si en Rusia se
habla tanto de las Pussy Riot como en la CNN. Me dice que no, y
argumenta, convincentemente, que en ningún caso se imputaba a las chicas
afrentas a Putin, sino la profanación y la blasfemia en una iglesia,
que es un delito tipificado de forma similar en Polonia o Austria o
incluso Alemania. Se queja del doble rasero, claro. Me cae bien. Rusia, qué pedazo de país. Me encantaría parar allí algún día. Es seguramente uno de los últimos países
esenciales, todavía encapsulados, que le quedan al mundo. Los
paralelismos con Canadá son obvios, aunque engañosos. En Canadá importa
la distancia, en Rusia la lejanía.
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