Este otoño carnal y arborescente de Canadá es un festín para la mirada. Las hojas de los arces se agrupan según las tonalidades que marca el reloj: unas son el mediodía, otras tienen el color de la media tarde, y las hay que forman un crepúsculo arrebolado. Dan ganas de parar y mirar, si es que se puede, ese lentísimo barrido de color sobre la superficie de las hojas. Es instantáneo, duradero, trascendente, infinitesimal, no sé cómo decir, como un logaritmo cromático, o un cántico.
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