En la oficina de turismo de Fredericton, Nuevo Brunswick, no esperaban ver a un turista, y
menos a una familia de turistas. Sobrepuestos de la sorpresa han empezado a
desvelar las mejores prendas de la ciudad. En realidad, si no fuera por la muy grata colección de arte que atesora el Beaverbrook Museum –entre los que figura Santiago el Grande, un Dalí colosal y curiosísimo de tres metros por cuatro–, ni el más cumplidor de los turistas podría
evitar los bostezos al pasear por una villa de
no más de 30.000 habitantes a orillas del río Saint John. No sé por qué estaba yo
bajo la impresión de que las dimensiones, siendo pequeñas, serían más grandes,
y el relieve cultural, algo mayor. Casi me he sentido culpable de arrastrar a
la familia a este viaje por las provincias marítimas de Canadá, emprendido más
por sentido del deber que por arrebato viajero. Nuevo Brunswick, Nueva Escocia
y la Isla del Príncipe Eduardo son las tres provincias escoradas al este del
país, tras la inmensa cuña de Quebec. Si éste se hubiera independizado habrían
quedado tan apartadas del resto del país que alguien llegó a plantearse su
anexión a los lindantes Estados de Nueva Inglaterra. Son también las provincias
pobres, las have-not, las
que no duermen bajo océanos tremendos de gas o petróleo. Leo que el 40% del
presupuesto de esta provincia de 130.000 habitantes proviene de Ottawa. No
esta, exenta, sin embargo, de interés para quien se interesa por los detalles y
un viaje es necesario si uno aspira a un conocimiento cabal de Canadá. Nuevo
Brunswick es, por lo pronto, la única provincia que consagra su bilingüismo en
la Constitución Federal del país y la de más ejemplar políticas de lenguas.
Toda la rotulación y la cartelería está en inglés y francés. La presencia de este último
se debe a que, como Quebec, formó parte en su tiempo de la Nueva Francia, que
cayó del lado británico al albur de las guerras coloniales del siglo xviii. La
Acadia lo llamaban, de la que hablaremos más adelante. Bajemos ahora por la scenic route que sigue la cuenca del río
Saint John hasta la ciudad, un poco más populosa e industrial, del mismo
nombre, en la que no pararemos, para seguir camino recto a Saint Andrews, justo
en la frontera con Maine. Ahí pasaremos tres noches. Llegamos al caer la tarde y
su estampa de pueblo vacacional y pintoresco no traiciona, a primera vista,
nuestras expectativas. Nos encontramos con la deferente sorpresa de una subida
de categoría en la habitación, cortesía del hotel.
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