Después de comer un cangrejo que estaba de muerte hemos ido en bicicleta
hasta la Isla del Ministro, a la que se puede llegar pedaleando por un istmo durante la bajamar. En
el centro de la isla está la antigua mansión de veraneo de William Van Horne, en vida uno de
los hombres más ricos y poderosos de Canadá. Lo de ir en bici hasta la casa
abandonada de un magnate solitario, en una isla desierta, frente a un pueblecito
de veraneo, me ha hecho sentir como en una novela de Los Cinco, solo que, en lugar de la paga semanal que Enid Blyton habría puesto en el bolsillo de sus personajes, yo llevaba una tarjeta de crédito que no aceptaban como medio de pago en la garita a la entrada del recinto. (Por suerte M siempre lleva efectivo). La casa es uno
de los once edificios en pie de la isla, que llegó a tener veintidós. Todos
pertenecían a Van Horne, salvo la morada de un Edwards que no quiso vender
el último pedazo de isla. Toda su vida estuvo Van Horne intentando quedarse con
la isla entera (tenía 400 de los 500 hectáreas; hay gente que realmente quiere
que la dejen en paz) pero no pudo convencer a su igualmente testarudo vecino. La mansión
tiene 50 habitaciones y su estado de conservación no es bueno. En los años
sesenta la adquirió el gobierno provincial, previa almoneda de todos los
muebles de valor. Curiosamente, la cochambre la hace mucho más
evocadora (como lo sería un Versalles derrelicto). Pero bueno, ¿y
quién es este caballero? Nada menos que el ingeniero autodidacta que construyó
en cuatro años el tendido ferroviario que conectó Quebec con Vancouver a finales
del siglo xix. Una hazaña legendaria que salvó Canadá,
considerando que la Columbia Británica, cansada del retraso que acumulaba la obra, sopesaba seriamente abandonar la federación, a la que se
había incorporado en 1870 bajo la promesa de la llegada del tren, para unirse a Estados
Unidos formando un formidable pasillo con Alaska. El Gobierno de Ottawa y la Canadian Pacific
Railways se alarmaron y confiaron la labor a este ingeniero autodidacta nacido
en Chicago en una familia humilde. Van Horne terminó el trabajo en cuatro años,
y no de forma chapucera sino eficaz y brillante, y se quedó a vivir en Canadá
como consejero delegado de la CPR, mejorando las estructuras y desarrollando el
negocio hotelero paralelo para estimular el turismo interior. Fue un hombre de
talento notable, pintor de mérito, arquitecto aficionado al que no se le caían
los edificios, lector voraz y, por lo que se recuerda de él, afable y considerado,
siempre con la huraña precaución de vivir seis meses al año en una isla privada
a la que sólo se puede acceder doce horas al día. Como parece ser el destino de
tantas estirpes, los hijos no fueron tan industriosos y brillantes como el
padre. Al final una sobrina-nieta vendió la propiedad al gobierno de Nuevo
Brunswick, que no tiene dinero para acometer una restauración en serio. Una
cuadrilla de albañiles que volvía a revocar una pared, nos trajo de vuelta con
la bicis en el remolque. Menos mal, porque las piernas ya no nos daban y las
aguas estaban subiendo.
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