Vacaciones marítimas, vacaciones marineras. Saint Andrews se encuentra en la boca de la Bahía de Fundy, cuyas aguas abundan en ballenas a la
entrada del otoño. En barco vamos a verlas. Tony, el biólogo que nos acompaña, despliega una mapa encima de
la neverita de las cervezas y nos explica la razón por la cual las ballenas
itineran hacia la costa. Entre
el acento cerrado de Nuevo Brunswick y los tecnicismos, me entero de la mitad. Lo esencial, creo, es esto: la
especial idoneidad de la zona para ver estos enormes mamíferos está relacionada con
sus célebres mareas, la más altas del mundo (entre quince y veinte metros marcan
la distancia entre pleamar y bajamar). Los muchos millones de toneladas de agua
que entran en el estuario arrastran bancos inmensos de pececillos que acaban en el
vientre de las ballenas. Que vienen por la comida, vaya. Pero
ya llevamos una hora y media rebotando sobre las aguas y no hemos visto ni medio cetáceo. De
repente el capitán avista un bulto y dirige nuestra mirada al frente. Un chorro de agua, como el penacho de vapor que expulsa una olla a presión,
se alza varios metros antes de derrumbarse sobre el mar. Por el humo se conoce el
fuego, y por el espiráculo la
ballena. Todos nos apelotonamos en la proa de la embarcación. Pasan
unos minutos. De súbito la sección de un lomo ovalado, de un azul oscuro y metálico, emerge parsimoniosamente, enseñando una pequeña aleta que parece en
desproporción con el resto cuerpo. Todo dura unos segundos. Y ya está. Lo vemos
varias veces, en intervalos de cinco, quizá diez minutos. Es un poco
decepcionante, la verdad.
Tony nos asegura estar en presencia de una, o incluso dos, ballenas finn, el
segundo animal más grande del planeta. Pero su rítmica y tranquila ascensión para
tomar aire no esponja nuestro corazón. Nada de esos atléticos saltos de
espalda, con su correspondiente salpicadura, que aparecen en los
folletos; tampoco la espectacular cola, enorme abanico de los mares, sumergiéndose
majestuosa en el agua. Nos ha tocado una ballena pudorosa que solo enseña un poco el lomo. Para entonces M y
yo estamos mareados y con ganas de volver. Oh, Leviatán, siempre dando menos de lo que prometes.
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