En un extremo de la marina de Saint Andrews está la última torreta en pie de
la guerra de 1812. Hay otras, pero esta es la única original. Frente a ella hay
tres cañones, uno de los cuales sigue apuntando a Maine, Estados Unidos, cuyas
costas se dibujan con nitidez a pocos kilómetros de distancia. Aunque no la
podamos ver, sé que por ahí anda la isla de Saint-Croix, hoy bajo jurisdicción
americana pero de singular importancia para Canadá. Fue allí donde se
instalaron en 1604 alrededor de 120 colonos franceses (tres años antes, por
tanto, de que los ingleses fundaran Jamestown en Virginia, pero medio siglo
más tarde de que los españoles se asentaran en Florida). Creían que el único
riesgo que corrían era una incursión española. Era junio y no podían calibrar
bien la amenaza del clima. En aquella época los inviernos eran todavía más
duros que ahora –la pequeña edad de hielo, lo llaman los paleoclimatologos. Pier
Dugua, Señor de Mons, el protestante al que Enrique IV había dado tierras de
ultramar con la esperanza de asentar la quebradiza paz religiosa gala, envío en
primavera las naves de vuelta a Francia, para recoger a más colonos, esta vez
acompañados de mujeres. La primera nevada fue en octubre y en abril el hielo
todavía tenía metro y medio de espesor. Cuando la primavera siguiente arribó la
siguiente remesa de pobladores, de la primera sólo 47 habían sobrevivido al
invierno. Entre ellos estaba el cartógrafo de la expedición, Samuel de Champlain, uno de los mayores genios constructores de ciudades que la historia haya conocido (de él nos ocuparemos en otro momento). Recogieron los bártulos y buscaron otro asentamiento en un enclave,
si no más cálido, al menos más protegido. Así fundaron Port-Royal, hoy
Annapolis, en Nueva Escocia.
Pero con mas nieve.
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