Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

jueves, 1 de noviembre de 2012

Via dulcis

También en Canadá pelan calabazas en octubre y los niños van de puerta en puerta pidiendo caramelos la noche del treinta y uno. Halloween: en España pasa por costumbre extranjerizante y pagana; no se celebra, so pena de reconvención del tradicionalista de turno. Aquí, es al revés: en tanto que mozárabes, podemos asimilarnos sin complejos. 'Estando en Canadá, nadie podrá decirme que me estoy cargando la castanyada' razona satisfecha M. Así que decidimos celebrar la fiesta con todas las consecuencias: barreños llenos de golosinas, decoraciones macabras fuera y dentro de la casa, y disfraces a tono; ella: pirata; yo: fantasma de la ópera con máscara de arlequín. Tan sólo hemos cometido un fallo, aunque no menor: las calabazas. Hemos dejado pasar el tiempo y hoy no quedan en ningún supermercado, para desesperación de mi mujer, de las grandes y naranjas: 'En este país viven como locos; el 24 de diciembre no hay más árboles de Navidad, el 1 de agosto ya no encuentras sombrillas y el 31 de octubre no se te ocurra preguntar por una calabaza de verdad. Es como si sólo estuvieran interesados en las semanas previas a las cosas'. De manera que nos hemos tenido que conformar con dos calabazas raquíticas y verdosas, que más parecían melones contrahechos. Nada, empero, que fuera a desinflar nuestro entusiasmo. Primero llegaron los amigos, ataviados para la ocasión: C & I como Rod Taylor y Tippi Heddren en 'Los Pájaros'; J & A, góticos y gamberros; y A & M (para mí, los triunfadores de la noche) de revolusionarios cubanos. A la caída del sol los niños comenzaron su esperado via dulcis. El éxito de afluencia era seguro. El nuestro es un barrio muy cotizado: no hay coches y los jardines del gobernador y la residencia del primer ministro se convierten en atractivas estaciones para padres y niños. Cada vez que sonaba la puerta bajábamos uno de nosotros para repartir chucherías. Hay que decir que los niños canadienses o están demasiado bien educados o son poco glotones: todos metían la mano con suavidad en el cesto para coger una única golosina. No me costaba imaginarme a mí mismo sacando caramelos a puñados. Entre los disfraces predominaban animales (del tipo cocodrilo o elefante), piratas y zombis. Algo curioso fue comprobar cómo iba subiendo la edad de los mendicantes: hacia las diez ya sólo llamaban a la puerta adolescentes semiborrachas. Al no conocer de la existencia de un límite de edad, nadie se fue sin piruleta. Y el detalle tierno: un padre que se adelantaba a su hijo alérgico para pasarnos a escondidas una golosina segura. El resto de la noche, entre risas y veras, jugando al scattergories (curioso juego de palabras del que me doy cuenta ahora).



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