Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

sábado, 9 de febrero de 2013

Esculturas

Aprovechando la feliz circunstancia de que uno vive en Chicago, y la otra en Nueva York, han venido a visitarnos mis hermanos. El fin de semana ha sido bien escogido. Esta mañana la hemos pasado en el festival de invierno, que M y yo apenas pudimos catar el año pasado. En la parte de Gatineau, nos hemos tirado, felices, por la pendiente de los grandes toboganes de nieve. Poco nos ha importado que el resto de la cola estuviese formado por niños y sus padres. Tampoco nadie nos ha mirado mal. Después nos hemos ido al salón del hielo de Ottawa. Queríamos presenciar la gran final del concurso de esculturas de hielo. Dos finalistas disponen de una hora para tallar un bloque helado y modelar algo bajo un tema que se les anuncia en el momento. Como hemos llegado con veinte minutos de antelación nos hemos tenido que tragar a los teloneros, que en esta ocasión eran un grupo de señoras vestidas de tirolesas que tocaban los cencerros. Han aparecido, han colocado una mesa en el centro del escenario y sobre la mesa han desplegado una gama de cencerros de diversos tamaños, de forma que era fácil coger uno, hacerlo sonar, y volver a dejarlo encima de la mesa, mientras con la otra mano se tañe otro. Me gustaría decir que es increíble la cantidad de sonidos que se puede arañar a un cencerro, pero no lo diré, porque no es verdad. Es una carraca monótona. A nuestro lado había dos señoras. Una decía que la función era típica de Suiza. La otra insistía que se trataba de una tradición austriaca, y porfiaba por sacar a la primera de su error haciéndola ver que ella misma era nativa de la región de Austria donde el arte del badajo hace cumbre. La primera no se dejaba convencer, e interpelaba a grito pelado a los virtuosos, para que zanjaran la disputa. 

Eran de Baviera.

Por fin se retiraron los bávaros y aparecieron los tallistas. Teníamos todos curiosidad por ver cómo se hacía una escultura de hielo: en la exposición habíamos visto auténticas birlerías. Pues bien, en primer lugar se adjudica a cada contendiente un cacho de hielo: un bloque de un metro de alto por sesenta centímetros. El agua con el que se ha hecho el hielo es de gran pureza, para que la escultura resultante parezca de diamante. Es como decir que es un mármol que viene de una cantera buenísima, y Ottawa es, a estos efectos, como Carrara. Con agua caliente lo pegan bien a la superficie de la mesa (el agua caliente sirve de pegamento, parece). Sólo entonces se anuncia el tema, que es una patochada: 'Nomos, trols y otras criaturas místicas que se pueden encontrar en un jardín' (Si es místico pero no vive en un jardín, no vale). Lo primero que hacen los tallistas es dibujar con un rotulador (quizá era un pintalabios) un esquema de su obra. Rápidamente se ha visto que uno de ellos, llamado Gabi, tiraba raso y quería hacer un pitufo. El otro, un tal Susuru, ha trazado unas líneas enigmáticas que nos han tenido en vilo hasta el final. Para los primeros desbastados han echado mano de una sierra mecánica, trabajando subsiguientemente el formón y el martillo. A veces cogían un bloque desprendido y lo tallaban antes de volver a pegarlo al cuerpo principal. Así por ejemplo, la nariz del pitufo. Para pegar un bloque sobre otro utilizaban una lámina de metal calentada con una plancha. Desde el primer momento mi hermano Nacho, M y yo hemos tomado firme partido por Susuru; la idea de hacer un pitufo nos parecía una vulgaridad; en cambio, nos seducía el misterio con que Susuru envolvía su plan; sólo cuando faltaban menos de diez minutos se ha desvelado la faz de su proyecto: la vista cenital de un trol saliendo del hueco de un árbol. Ambicioso y técnicamente audaz. Pero nos temíamos el desenlace. El público iba a dirimir el resultado de la contienda, mediante la medición de los decibelios provocados por sus aplausos, y dado que estaba formado en su mayor parte por niños, y que Gabi se había dedicado a hacer el payaso todo el tiempo —haciendo pasar por adustez, injustamente, la rígida disciplina de Susuru—, y a pesar de que Nacho, M y yo nos hemos roto las palmas a favor de Susuru —mi hermana Ana ha optado, traidora, por el pitufo— ha ganado Gabi, ha ganado el pitufo, que ni siquiera tengo claro que sea un nomo. En definitiva, un nuevo y rotundo fracaso del populus.

Pero luego nos hemos ido al cine y se nos ha pasado el cabreo. 




Aguantar de pie un hora a quince bajo cero tiene su aquel. 


 

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