Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

lunes, 1 de abril de 2013

La democracia en Canadá (I)

De tanto en tanto M y yo nos dejamos caer por Wakefield, Quebec. Creo que ya ha salido en estas notas. Es un pueblecito junto al río Gatineau que creció al arrimo de un molino de agua. Lo cierto es que no está a la altura de su reputación de pueblo de vida bohemia y facha pintoresca. Empezando, claro, por que no hay tal pueblo. El núcleo lo forman dos docenas de casas de madera encaradas al río, un par de iglesias, tres o cuatro albergues y cuatro buhoneros. Se supone que es un hub de mochileros y senderistas, a quienes no he visto nunca. Pero tiene al menos tres puntos de interés que merece la pena conocer. El primero, un bonito puente cubierto de madera, pintado de rojo. El segundo, el antiguo molino, hoy un hotelito relais donde sirven el mejor brunch de la zona. Por último, su cementerio en lo alto de un promontorio, aislado y apacible, cubierto de nieve o de verde según la estación. Es uno de los lugares más bellos de este país. Nos lo descubrió el añorado Embajador Mirapeix, que venía a menudo. Quizá para chafardear con un colega ilustre, allí enterrado: el diplomático Lester B. Pearson, que fue Primer Ministro de Canadá y premio Nobel de la Paz. (Me hace pensar, dicho sea de paso, en ese otro camposanto en Luarca, también de pueblo, también en altura, también cerca del agua, y también con premio Nobel, Severo Ochoa). Pearson fue un gran tipo. Su gobierno introdujo la sanidad pública universal, el sistema de pensiones, la bandera y los fundamentos del bilingüismo en el nivel federal (Pearson sólo hablaba inglés y se prometió ser el último Primer Ministro monolingüe de Canadá). Se negó a participar en la guerra en Vietnam (para gran enfado de Lyndon B. Johnson, quien al parecer llegó a amedrentarle cogiéndole de las solapas), mandó de vuelta a París a Charles De Gaulle cuando de manera lamentable —y mira que soy fan de De Gaulle— clamó por un Quebec Libre en el transcurso de un viaje oficial, y co-optó con una intuición admirable a Trudeau para el Partido Liberal. Casi nada. Pero el Premio Nobel ya lo había ganado antes, en su etapa como Ministro de Asuntos Exteriores de Canadá. En 1957 fue a él a quien se le ocurrió la creación de la UNEF, la Fuerza de Emergencia de Naciones Unidas, la misión de paz de la ONU que recondujo el memorable fiasco de Suez. Gracias a él, Canadá se quedó con la patente de los cascos azules y un nuevo papel en el mundo: el de Estado benéfico y responsable, sin ambiciones imperiales, en quien confiar, el adalid del multilteralismo. Lo contrario que Estados Unidos, que un Leviatán cuidado que muerdo. El tratado contra las minas antipersonales y la doctrina de la Responsabilidad de Proteger fueron cocinados en Ottawa por diplomáticos y políticos canadienses. Durante la segunda mitad del siglo pasado y primera década del presente, Canadá fue el más antimilitarista de los miembros de la OTAN. La mantequilla se comía el presupuesto—había un sistema de bienestar que mantener— y los sucesivos gobiernos dejaba que los cañones se volvieran obsoletos. Con el gobierno de Chrétian el gasto militar bajó al 1% del PIB, en el puesto décimo séptimo dentro de la Alianza, un poco por encima de Luxemburgo. Lo justo para que no echaran a Canadá de la OTAN, donde ocupaba el puesto de consejero aúlico y voz de la conciencia. La situación se volvió embarazosa. John Manley, Ministro de Exteriores de la época, se quejaba: 'No puedes sentarte en la mesa del G-8 y cuando llega la factura irte al cuarto de baño'. Todo eso se acabó en 2006 con la llegada al gobierno del Partido Conservador de Stephen Harper. Canadá, otrora caballero andante, es ahora un temido halcón de la escena internacional. Qué multilateralismo ni qué niño muerto. Realismo, intereses y negociación bilateral. A tope con Israel, con razón o sin ella. Fuera de Kyoto, más recursos para el ejército, pocas bromas en la ONU, que es una organización corrupta, y ayudar en serio en Afganistán. Es un giro tan abrupto que los diplomáticos canadienses, todos ellos orgullosos del legado de Pearson, no saben dónde meterse. En la paz de Wakefield, el Nobel, cuya tumba está junto a la de sus dos colaboradores y amigos Hume Wrong y Norman Robertson (qué bello es que te entierren con tus amigos) no sabe lo que pasa ni lo que ocurre. Y es dudoso que nada vuelva a ser lo que era.


Lester B. Pearson with a pencil.jpg

Lester B. Pearson, Caballero andante. 



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