Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

domingo, 28 de abril de 2013

Niágara (II)

Niágara suena como chasquido de látigo. Antes era de filisteos no asombrarse. Hoy lo correcto es mostrar un poco de desdén, como delante de un grifo grande. Acompañado de mis padres y de M, he oscilado entre las dos poses. Las cataratas más famosas del mundo tienen al menos dos problemas. El primero, Niagara-on-the-falls, que es una ciudad que bate récords de cutrez, avaricia y fealdad. Pero incluso si uno consigue ignorar el entorno, descubre un inconveniente más sutil. Un problema de proporciones. Las cataratas son demasiado pequeñas o demasiado grandes. Demasiado grandes para poder relacionarse con ellas, o pensar en un chapuzón. Demasiado pequeñas —rodeadas de selva o montañas serían otra cosa—,  contra el paisaje chato y mercantil del sur de Ontario. Están tan ordeñadas por la industria del souvenir y de la electricidad que cualquier rendimiento poético es inevitablemente irónico. Pero ahí estaba M para impedir el desaliento. Nos convence a todos para ponernos el chubasquero a bordo del barquito que te lleva al interior de la nebulosa, como una gran rosa de incienso, que brota en medio de la herradura que forma la catarata principal, y empapados por el chirimiri galáctico podemos sin rubor sentirnos sobrecogidos. 


 
Lo atroz y lo sublime

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