Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

lunes, 29 de abril de 2013

Niagara (I)

Se entienden cosas importantes saliendo de Toronto por la Queen Elizabeth Way. Abandonas la gran ciudad y entras de seguido en Mississauga, con sus respetables 750.000 habitantes. Tras Mississauga vienen en fila Oakfield (200.000), Burlington (170.000) y Hamilton (500.000). En todo el Sur de Ontario viven 12 millones de personas. Es el único continuo urbano de Canadá, el único gajo del país que se adentra por debajo del paralelo 48, donde el clima permite cultivar frutas y hortalizas todo el año. Y vino. Un vino peleón para paladares complacientes. Aquí está -o estaba- la industria manufacturera del país. Este pedacito de tierra es la verdadera razón de por qué Toronto adelantó a Montreal: Toronto tenía un hinterland industrial, populoso y cerca de la frontera con Estados Unidos. Montreal es una isla y aunque el nacionalismo gripara su motor la geografía fue su destino. El pedacito resiste, y es la único bolsa de prosperidad de una provincia que ya es have not (que no tiene petróleo, vaya). También parece un buen lugar para vivir. Vamos a bordo de un autobús sucio y descosido (amortizado, dice con admiración mi padre, como le parece todo en el país), en la excursión obligatoria a las cataratas del Niágara. David es nuestro conductor y guía, un jubilado patriota que se solaza en contarnos los avatares de la guerra de 1812, cuyo teatro principal atravesamos. Dice que es descendiente directo de los leales, los colonos que se quedaron del lado de la Corono durante la independencia de Estados Unidos, gratificados en la derrota con un pedazo de tierra en Canadá. 'I guess you can consider me a Canadian' dice, con orgullo. Sí, un Canadian de los que ya sólo se puede ver aquí, en Southern Ontario.


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