Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

domingo, 18 de diciembre de 2011

Ottawa, domingo

Domingo. Salimos a pasear, hasta el nuevo sushi joint que nos recomendó Nacho. El mercurio no subía de menos diez, pero la claridad del día invitaba a caminar. Por Crichton St. M y yo comentamos la calidad de las casas, las que nos gustan y las que nos gustan menos. El barrio ha conservado casi intacto su carácter deliciosamente provinciano. Ni un coche. El frío, ya digo, considerable, pero quién lo iba a notar embutido en una escafandra de pluma canadiense. Poco a poco un sentimiento de íntima satisfacción crecía en nosotros, quizá producido por la doma del termómetro. Un hombre con orejeras es un hombre feliz (¡no digamos una mujer!). Los diversos componentes de la community nos salían al paso: la iglesia de St. Bartholomew (presbiteriana, conducida por el Father Clooney), el centro cultural (molestos por haber sido desalojados de sus locales dilectos en favor de la Escuela de Danza), el estudio del pintor, el salón de belleza, y ya en la avenida comercial de Beechwood la librería (donde encontramos a Silvia, que atiende en la cocina de 42, Fine foods), la sucursal bancaria (Adam, su director, hombre corpulento y amable que estuvo en Benidorm el pasado año para asistir al campeonato mundial de kickboxing), la residencia de mayores, el gimnasio donde el pilates, etc. Luego, en Sushi Me, pescado crudo y honesto; (de postre, una insospechada tarta de queso de té verde). Volvemos por la parte del río, donde los perros rozagan, como nosotros, sin collar. Ayudamos a un señora a recuperar un guante. Algunos corredores bien abrigados nos llevan a las consabidas consideraciones sobre la necesidad de hacer deporte, etc. A estas alturas del paseo ya me siento plenamente instalado en una novela de costumbres del siglo XIX. Comprobamos como el implacable hielo ya muerde las márgenes del río. Sus aguas transcurriendo tranquilas me hacen pensar en el paso del tiempo (es la metáfora más vieja del mundo, y nunca pasa). Pronto será una vasta vidriera. No ha nevado en unos días y el parque tiene el color de una tórtola. Y arriba el cielo alto y azul, en bastidor, como el cielo de mi ciudad. El sol brilla pero no calienta (es un sol débil, como si estuviera bajo de baterías, tal y como lo describió Nacho hace unos días). Sobrepasamos nuestra calle y nos llegamos hasta la esclusa, donde del Rideau vuelca su cauce en el Ottawa. Cuando llegamos a casa, alegres por el frío, el día ya está hecho.

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