Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

lunes, 6 de febrero de 2012

Hockey Night (II)

Canadá vive pendiente del restablecimiento de un fulano llamado Sidney Crosby, magna estrella de la liga de hockey y de la selección nacional. La temporada pasada un rival le propinó lo que en castellano recto solo puede ser llamado un hostión (se puede ver aquí) que le causó una grave conmoción cerebral (en inglés, concussion). A los pocos días se llevó otra torta, también considerable (aquí). El pobre chaval sufre desde entonces migrañas, nauseas, mareos, desmayos, fotofobia, insomnio, depresión, amnesia, y todo un rosario de males de difícil tratamiento, dada la obstinación del paciente en volver a jugar. Volvió a hacerlo hace poco, con mala suerte. Un rudo del equipo contrario le dio el enésimo sopapo de su carrera, que se puede ver aquí. Cada semana aparece Sidney, caballero de la triste figura, en el telediario, comentando cómo le va, cómo se ve, si podrá jugar pronto otra vez, dando pena. No es por ser cruel, pero al pobre se le ha quedado cara de tonto. Es algo misterioso, pienso, cómo los canadienses, cuya cortesía en la vida ordinaria es extremísima, se transfiguran, al calzarse unos patines, en mamporreros del peor jaez dispuestos a sacarse los dientes a guantazos. En las ligas infantiles y juveniles ocurre lo mismo, con razonable indignación de los padres. Y comienza a morir prematuramente algún jugador retirado, a causa, se sospecha, de su pasada vida de yunque en patines. Lector: todo lo que pensamos del hockey sobre hielo en Europa es cierto: es una salvajada. Es imposible no salir molido de un partido (piensen mis amigos amantes del basket que le mínimo contacto en baloncesto es merecedor de falta). Sucede que hay quien piensa en Canadá que sin una dosis de violencia el juego del hockey pierde todo sentido, queda emasculado. Como unos toros sin cornadas, podríamos decir. Mi amigo Brent me explicaba el otro día que en la cancha, una jaula de hielo (léase esta otra entrada), regía hasta hace poco un código de honor: si un jugador era golpeado de forma deshonesta (a la altura de la cabeza, digamos) los rudos del equipo, los llamados fighters, podían dar jamón a los infractores, debiendo el árbitro consentirlo hasta cierto punto. De forma que el juego se autorregulaba, por el bien de todos. La gente sabía a qué atenerse. El que la hace la paga. En cambio,  los árbitros sancionan ahora todos los empujones, eliminando, paradójicamente, el incentivo para abstenerse de zurrar: a veces compensa sufrir la penalización, que consiste en salir del campo unos minutos. El caso de Crosby ha desencadenado en Canadá la querella de las conmociones. Existen varios factores a tener en cuenta: elevar el listón de honorabilidad es uno: prohibir los codazos, por ejemplo. Mejores cascos y protectores, otra posibilidad. Aumentar el tamaño de las pistas, medida meditable. El inconveniente, claro, es el factor velocidad. Si se restringe el contacto físico el juego se ralentiza bastante: los jugadores han de controlar su inercia, prever la frenada, andarse con un cuidado innecesario si sencillamente pueden estamparse contra la verja o avanzar a empellones hasta la portería. Sin velocidad el hockey es fútbol sala. Y la liga quiere un juego raudo y espectacular. Y las televisiones, un juego viril y moderadamente violento. Hoy Sidney Crosby ha vuelto a salir en la tele, dando vueltas a la pista como un torero. Una nueva salida de Don Quijote, dispuesto a que le muelan a palos. Puro amor fati. De trompazo en trompazo hasta la camilla final. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario