Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Vacaciones marítimas (III)


Después de comer un cangrejo que estaba de muerte hemos ido en bicicleta hasta la Isla del Ministro, a la que se puede llegar pedaleando por un istmo durante la bajamar. En el centro de la isla está la antigua mansión de veraneo de William Van Horne, en vida uno de los hombres más ricos y poderosos de Canadá. Lo de ir en bici hasta la casa abandonada de un magnate solitario, en una isla desierta, frente a un pueblecito de veraneo, me ha hecho sentir como en una novela de Los Cinco, solo que, en lugar de la paga semanal que Enid Blyton habría puesto en el bolsillo de sus personajes, yo llevaba una tarjeta de crédito que no aceptaban como medio de pago en la garita a la entrada del recinto. (Por suerte M siempre lleva efectivo). La casa es uno de los once edificios en pie de la isla, que llegó a tener veintidós. Todos pertenecían a Van Horne, salvo la morada de un Edwards que no quiso vender el último pedazo de isla. Toda su vida estuvo Van Horne intentando quedarse con la isla entera (tenía 400 de los 500 hectáreas; hay gente que realmente quiere que la dejen en paz) pero no pudo convencer a su igualmente testarudo vecino. La mansión tiene 50 habitaciones y su estado de conservación no es bueno. En los años sesenta la adquirió el gobierno provincial, previa almoneda de todos los muebles de valor. Curiosamente, la cochambre la hace mucho más evocadora (como lo sería un Versalles derrelicto). Pero bueno, ¿y quién es este caballero? Nada menos que el ingeniero autodidacta que construyó en cuatro años el tendido ferroviario que conectó Quebec con Vancouver a finales del siglo xix. Una hazaña legendaria que salvó Canadá, considerando que la Columbia Británica, cansada del retraso que acumulaba la obra, sopesaba seriamente abandonar la federación, a la que se había incorporado en 1870 bajo la promesa de la llegada del tren, para unirse a Estados Unidos formando un formidable pasillo con Alaska. El Gobierno de Ottawa y la Canadian Pacific Railways se alarmaron y confiaron la labor a este ingeniero autodidacta nacido en Chicago en una familia humilde. Van Horne terminó el trabajo en cuatro años, y no de forma chapucera sino eficaz y brillante, y se quedó a vivir en Canadá como consejero delegado de la CPR, mejorando las estructuras y desarrollando el negocio hotelero paralelo para estimular el turismo interior. Fue un hombre de talento notable, pintor de mérito, arquitecto aficionado al que no se le caían los edificios, lector voraz y, por lo que se recuerda de él, afable y considerado, siempre con la huraña precaución de vivir seis meses al año en una isla privada a la que sólo se puede acceder doce horas al día. Como parece ser el destino de tantas estirpes, los hijos no fueron tan industriosos y brillantes como el padre. Al final una sobrina-nieta vendió la propiedad al gobierno de Nuevo Brunswick, que no tiene dinero para acometer una restauración en serio. Una cuadrilla de albañiles que volvía a revocar una pared, nos trajo de vuelta con la bicis en el remolque. Menos mal, porque las piernas ya no nos daban y las aguas estaban subiendo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario