Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

martes, 23 de septiembre de 2014

Vacaciones marítimas (y IX)

Conducir siete horas, por un paraje yerto, y sin embargo arbolado, para nada. Ligero desánimo. Primera lección que me llevo de este viaje: vale más, a efectos poéticos, una estepa que un bosque. Segunda: que hay que llamar antes para preguntar el horario. Aquí estoy, delante de una especie de Parque Jurásico, cerrado a cal y canto por fin de temporada: es la recreación del Village Acadien, tan dispuesto que venía yo a ver carromatos, herrerías y pupitres. Estoy en la quinta puñeta. En Caraquet, pueblín de 4169 habitantes y poco que ver. Nada está abierto, de hecho. Si hubiera venido en agosto, habría visto al menos el festival, momento álgido para los acadianos descendientes de aquellos otros que fueron deportados en masa, en número aproximado de 12.000, durante la guerra de los siete años entre 1755 y 1762 por no prestar juramento al rey británico. Se desperdigaron entonces por el mundo, fundando colonias francófonas aquí y allá. Una buena porción fue a parar a Luisiana, entonces colonia de la católica España. Allí pronto fueron conocidos como cajunes, y hasta hoy. Longfellow escribió un largo poema, muy popular, Evangeline, contando el desventurado viaje de una campesina acadiana por todo Norteamérica en búsqueda de su amado, del que fue separada durante la expulsión. Anciana ya, metida a monja, lo encuentra en un hospital de desahuciados en Filadelfia. Lo que sorprende es lo bien que ha sanado esa herida, porque la comunidad acadiana que más o menos ocupa el norte de Nuevo Brunswick, regenerada a lo largo de las décadas, no parece mostrar ningún pujo secesionista ni haber articulado proyecto político alguno en el resentimiento. Lo mejor del día ha sido cruzar el puente de la confederación, que une PEI con tierra firme: no se atraviesa un puente de 17 kilómetros todos los días. Termino mi excursión en la playa, frente a la bahía de Chaleur, las aguas que por primera vez araron barcos europeos en Norteamérica. Vuelvo, agotado (más carretera y más bosque) al apeadero de Fredericton. De madrugada, tomo el avión a casa en Ottawa.


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