Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

domingo, 21 de septiembre de 2014

Vacaciones marítimas (VII)

Emigrar nunca es fácil, y cuando es el resultado no de una opción, sino de una ausencia de opciones, es casi siempre una experiencia penosa y traumática, sólo compensada, y no para todos, por la desaparición de las circunstancias que forzaron la marcha. Pero si uno ha de emigrar, Canadá es uno de los mejores destinos posibles. Mordecai Richler definió bellamente Canadá como "el país de las segundas oportunidades de todo el mundo" y el exceso de confitado que a veces cubre el relato de la inmigración en este país no impide que sea esencialmente cierto. Hubo un primer éxodo fundador: los 90.000 realistas que durante la guerra de independencia de Estados Unidos quisieron permanecer súbitos británicos. Luego, durante más de 150 años, las autoridades canadienses promovieron la población de su enorme territorio con inmigrantes europeos, compitiendo en tasas y comodidades con el vecino del sur. A partir de 1967, la revolución. La selección de inmigrantes en función de la raza termina y empieza una inteligente y masiva captación de inmigrantes cualificados de todo el mundo, con Asia a la cabeza. El país cambió para siempre, a mejor, a mucho mejor. En torno al 22% de la población censada es inmigrante, colectivo que acrece cada año unos 250,000 nuevos residentes legales, aproximadamente el 1% de la población. Pero si incluyéramos los hijos o nietos de oleadas precedentes el porcentaje se dispararía a más del 50%. La constante y controlada inyección de inmigrantes, a la que se concede la ciudadanía en plazos extremadamente cortos, tuvo además la terapéutica función de diluir el secular problema anglo-francés. Hoy ingleses y francófonos son las dos minorías principales, eso es todo. Y Canadá ya no ha de definirse como país multinacional, sino multicultural, lo que resulta mucho más fácil de gestionar, porque sabemos lo que es una cultura, pero nunca sabremos lo que es una nación más allá del hecho probado de la gente se entremata por ellas. Los datos de esta historia están muy bien contados en el Pier 21 de Halifax, el viejo muelle donde se recibía a los migrantes, equivalente canadiense de Ellis Island. No disimula las miserias, como la nula empatía con los judíos que huían del Holocausto -menos de 5,000 refugiados entre 1933 y 1945-  a los que en mucho caso se devolvía a Europa camino del Lager. Pero ni siquiera esa negra sima es capaz de amortiguar la aguda envidia que siento, sentado de vuelta en Ottawa en un parque con L, cuando escucho la estampida de niños que salen al recreo, y escucho a su monitor gritar "Dimitri, Mustafá, Laura, let's round together!" o cuando paseo por Toronto y me salen al encuentro saris, turbantes y kipas en una abundancia inverosímil pero probadamente bien avenida.

Pier 21, Halifax, circa 1900

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