Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

lunes, 22 de septiembre de 2014

Vacaciones marítimas (VIII)

Soy animal de ciudad y apenas distingo el trigo de la cebada, de modo que jamás imaginé que hoy sentiría el gozo de ver maquinaria agrícola y sentir el olor del estiércol. Tras mil millas de pan llevar atravesando bosque, el ferry me ha descargado en la Isla del Príncipe Eduardo, la más pequeña provincia de Canadá, tan diminuta como una gota de agua, como una hormiga a la sombra de una familia de elefantes, si bien caben en ella todos los patatales del mundo. No es broma: cada año más de la mitad de patatas que se consumen en Canadá han sido cultivadas en Prince Edward Island (que los canadienses llaman sin más PEI o píiai), y aun da para exportar. Así luce el agro de la isla, arcilloso y tan naranja como el pelo del segundo producto de exportación: Ana de las Tejas Verdes, cuyas historias están situadas aquí, y por la que el poco interés que tengo queda demostrado por mi tendencia a confundirla con Pippi de las Calzas Largas. De manera que no me cuesta resistir la tentación de ver el musical "Anne and Gilbert" función perenne en el teatro municipal en la que desde hace sesenta años solo cambia la pelirroja que interpreta a la moza. En Charlottetown, capital provincial, un día de septiembre, hay más gaviotas que personas. Es perfectamente natural, y hasta exigible, que Canadá, el más sereno de los países, naciera en la más aburrida de las ciudades, en la especie de casino que es la casa de gobernación. He venido a rendir homenaje a gente como John A. McDonald, George-Étienne Cartier, Thomas D'Arcy-McGee, Edward Barron Chandler, Adams George Archibald o George Cole, nombres sin la fortuna de Jefferson, Adams, Hamilton o Madison, pero iguales o superiores en visión e importancia histórica. Son los creadores de Canadá, cuyo primer latido se sintió en este pueblo irrelevante por el que paseo. Londres quería que las tres colonias marítimas se unieran en una sola entidad, por razones de escala, y empujó a sus remolones representantes a estudiar el proyecto. Los notables de la colonia de Canadá, que entonces comprendía Quebec y Ontario, decidieron apuntarse. Era 1864. Al otro lado de la frontera Estados Unidos estaba en guerra consigo mismo. Los delegados formaban un cogollito de políticos provincianos que, sin saberlo muy bien, estaban a punto de parir uno de los países más exitosos de la historia. En Charlottetown no hubo más que charlas de café, de las que no se conservan minuta. Se celebró un banquete seguido de un baile. Complicidad, sosiego, ideales. La divisa del nuevo Estado sería "Paz, orden y buen gobierno", una triada bien distinta de la "Vida, libertad y conquista de la felicidad" amonedada en Filadelfia en 1776. La cosa quedó hecha. Al año siguiente hubo otra reunión, más formal, en Quebec, y el 29 de marzo de 1867 la reina Victoria firmó la Ley de Norteamérica Británica, que creaba el Dominio de Canadá, de un mar al otro. They builded better than they new.


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