Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

jueves, 25 de octubre de 2012

La película de ayer

Evito contar cosas del trabajo, pero un episodio como el de ayer bien merece incumplir el propósito. Concluía el festival de cine español en el Bytown, un entrañable cine de barrio de Ottawa. Iba muy feliz: el ciclo ha sido un éxito, hemos llenado casi sin esfuerzo todos los días, y los cambios introducidos han funcionado. Me hacía ilusión que hubiéramos conseguido una cinta en catalán, Pa negre, magnífica y truculenta, como película de cierre. La sala estaba abarrotada, con bastantes catalanes —los que pueda haber en Ottawa— entre el público. Empezó la película bien, con una larga secuencia de un asesinato en un bosque en la que no se habla. A los diez minutos se pudo escuchar el primer diálogo. Me quise morir. Estaba en castellano. Habíamos anunciado la película en catalán. Los del cine se habían equivocado. Estaba furioso. 'Con la que está cayendo' pensé. Calibré la situación: si la película sigue en castellano, estamos incumpliendo nuestro programa y los catalanes se sentirán decepcionados. Si interrumpimos la proyección el resto del público se puede mosquear. Consulté con M. Pensé en una disculpa al terminar la película. Luego razoné que la película era larga y no parecía tan grave pararla un par de minutos y reanudar, en el idioma correcto, en el mismo punto. Tenía a mi favor la educada paciencia del público canadiense. Me decidí por esto último. Subí corriendo al palco, buscando la sala del proyeccionista. Encontré la puerta, estaba atrancada. Empujé con fuerza. Lo primero que vi fue un retrete y luego el DVD que proyectaba la película. No había nadie. Bajé donde las palomitas a hablar con el encargado. 'Soy de la Embajada. Tenemos un problema. La película está en castellano y tenía que estar sonando la versión original en catalán. Es delicado'. El regidor, un tipo listo, me mira lívido y me responde 'Entiendo perfectamente. Soy canadiense. Es una emergencia de tipo inglés / francés'. En ese momento nos hubiéramos abrazado. Subimos corriendo a la cabina, que seguía inhabitada. '¡Oh, mierda! ¡Se ha ido a comprar comida, me lo dijo hace un rato!' La culpa, me dijo, era suya y solo suya: había olvidado advertir al proyeccionista que cuidara de activar la versión original en catalán. Pensé en silencio que si había un retrete ahí en medio era precisamente porque un proyeccionista no se puede largar de la cabina a mitad de la película. En fin. Llamamos al móvil de susodicho. 'Vuelve echando leches'. En el fondo se trataba de manipular un DVD, pero había que esperar al experto. El proyeccionista llega al trote, con su bolsa de plástico llena de yogures, y, enterado de la situación, para la película. El encargado hace un anuncio por megafonía explicando el incidente. Se oyen aplausos en la sala. Mientras, el proyeccionista y yo nos nos peleamos con el menú del DVD, que no tira. El tipo me dice que el mando no tiene pilas, yo sospecho que no está apuntando bien. Conseguimos cambiar el idioma. Pero hay que asegurarse: si volvemos a proyectar y la película sigue en castenallo el descalabro puede ser abisal. Sucede que la pantalla que tienen dentro de la cabina no tiene altavoces y tan sólo deja escapar un chorrito de sonido casi inaudible. El castellano y el catalán, escuchados en la distancia o hablados en voz baja, son difíciles de distinguir. '¡Sube el volumen, coño! le digo. ''¡No puedo! responde airado. Así que pego la oreja a la pantalla para asegurarme de que están hablando en catalán, pero no puedo decantarme con seguridad, con tanto ruido fuera. Además, justo en la escena que inspecciono aparece un guardia civil, y era razonable pensar que estaría hablando en castellano en cualquier caso. Al final escucho un diálogo entre un padre y un hijo en un nítido catalán, claro como un vaso de agua clara, que diría Don Jose María Pemán. 'Es catalán. Vuelve a encender' le imploro. Lo hace. Se vuelven a escuchar aplausos. Salgo al anfiteatro, aliviado; me apoyo en la pretil y me vuelvo a cagar en todos los muertos: ¡Ahora no hay subtítulos en inglés y el ochenta por ciento del cine no se está coscando de nada!' Vuelvo corriendo a la cabina y me encuentro al proyeccionista, en plena transpiración, apretando los botones del mando a distancia en todas direcciones. '¡Ya lo sé, no hay subtítulos, esto es una mierda!'. Le arranco el mando, pongo yo los subtítulos, maniobra que todo el público puede ver en la pantalla grande, y por fin, se reconduce la situación. Otra salva de aplausos. Vuelvo a mi butaca con M. Tiempo de gestión de crisis: 20 minutos. La película y su carrusel de truculencias continua. Nadie ha salido de la sala y al final todos se van contentos. Me echo unas risas con la gente de la Embajada contando la aventura. 

Y al final de la noche, me quedo pensando en el momento más significativo de la velada. El minuto y medio en que estuve con la oreja pegada a la pantalla, incapaz de acertar a distinguir, susurrados, el catalán y el castellano, dos idiomas que se tocan con las yemas de los dedos: un corrimiento de sílabas, unas vocales que se abren, otras que se entornan, un giro que cayó en desuso en una lengua e hizo fortuna en la otra, un fonema que cambia. Dos bellos idiomas hechos y derechos, sin duda, pero en la mente cultivada, variaciones sobre un mismo tema.

No hay comentarios:

Publicar un comentario