Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

jueves, 4 de octubre de 2012

Al lago (II)

El lago tiene un marcado color turquesa, esmerilado, casi mate, muy bello. Un enjambre de chinos opina lo mismo y posan uno tras otro con el magnífico paisaje al fondo, con las montañas como trofeo. Aprendemos en los carteles explicativos que la coloración del agua es resultado del acarreo de polvo de roca desde los glaciares. En principio, sólo habíamos previsto recorrer el sendero que sigue la orilla por el oeste, pero al final del camino nos sentimos con fuerzas para iniciar el ascenso hasta el punto donde confluyen los seis glaciares cuyas aguas, al fundirse, dan de beber al lago. A M le gustan las caminatas más que a mí. Con ocasión de un cumpleaños quiso regalarme unas botas de montaña. Frené la iniciativa y la reconduje hacia los cuatro tomos del diccionario de Filosofía de Ferrater Mora. Bien es cierto que el senderismo tienen un cierto pedigrí filosófico desde Rousseau, que se daba unos paseos tremendos para movilizar ideas, y aun antes en Petrarca, que dio una buena razón para subir al monte: el sólo placer de mirar. Mi problema -no caigamos en innecesarias logomaquias- es que soy muy perezoso y prefiero leer a casi cualquier otra actividad. Pero también he aprendido de los beneficios de rebelarme de vez en cuando contra mi temperamento, y esta vez me he calzado las botas. Así que llegamos al borde del lago, y vemos cómo, en efecto, el arroyo arranca del lecho una harina de trigo que va depositado con suavidad en el lago. El agua, saltando entre los cantos, y cerca ya de congelarse, es de un gris lechoso. Los árboles, unos abetos ralos y desaliñados, desaparecen del camino. Comenzamos a evocar los viejos nombres del bachillerato: torrente, glaciar, collado, cresta. Nombres que se hacen parte de la vida frente a nosotros por primera vez, con una perfección que desafía los libros de texto de entonces. La pista no es muy difícil, pero tampoco es una broma. Hace tiempo que hemos perdido a los chinos de vista, aunque de tanto en tanto nos alcanza una pareja más entrenada. Hay una promesa de cafetería (tea house nos han dicho en el hotel) que a mi mente le parece cada vez más fraudulenta. M, que empezó sin resuello, está a tope, comandando la expedición. Ya habremos subido unos mil metros, estamos caminando junto a las morreras de los glaciares, que son como grandes escombreras de los siglos, qué digo, de los eones, del tiempo entero. Cuando llevo un par de minutos jurando en arameo vemos por fin un chaletito. Fue construido por los guías suizos que la Canadian Pacific Railway, con buen ojo, hizo venir a las montañas rocosas para enseñar a los primeros turistas la disciplina del alpinismo. La señora que lo regenta está un poco asilvestrada; vive en la cabaña y le traen el sumistro una vez por estación por helicóptero. Nos ofrece sopa de tomate con bacon, que pagamos de grado. Hay pájaros, hay ardillas, poco más, al menos a la vista. Iniciamos el descenso y nos cruzamos ¡con los chinos que suben a caballo! Tras cinco horas llegamos al hotel henchidos de esa satisfacción que acompaña la culminación de un esfuerzo. Al rato, me bajo al vestíbulo, me concedo un Jim Beam, luego otro, y escribo esto. M baja para acompañarme con su libro, y echa una lágrima porque de repente está en Sicilia y se ha muerto el Príncipe de Salina.


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