Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

jueves, 23 de agosto de 2012

Aguas de agosto

Días tranquilos de poco hacer en la oficina, acompañados de dosis moderadas de desasosiego en casa, por razones que guardo para mi diario secreto. A mediodía me acerqué al río. El agua estaba estancada y cubierta en las márgenes por una espuma verde. En el parque ya era perceptible el primer hálito del general invierno, en forma de brisa benefactora: como la brigada de paracaidistas que prepara, oculta tras las líneas enemigas, entre los juncos y en las copas de los sauces, la majestuosa llegada de diciembre. Pero embridemos el lirismo. No escondo que nos aburrimos un poco, síntoma, es de suponer, de que Canadá ya es, definitivamente, nuestra casa. Después de cenar —oh, para qué mentir: mientras cenamos en el sofá—nos pegamos como larvas a la televisión para ver The Wire, una serie asombrosa, inteligentísima. Si no, leemos un poco: M ha terminado The Great Gatsby y yo estoy con una biografía de Glenn Gould. Planeamos una escapada a la provincia de Alberta, a ver el otoño en los lagos que crecen en los intersticios de las montañas rocosas, y también algún buen pozo de petróleo de los que tienen por ahí. También hemos concluido Little Ibiza, con la instalación de una mesa y una sombrilla, aunque nos ha costado: una compañía de zapadores se ha llevado por delante todos los artículos de verano —de patio, dicen aquí, restañando bien la t—de las tiendas. Al final hemos encontrado el parasol en Walmart, lugar deprimente donde los haya. La terraza ha quedado fantástica. Ya sólo queda que alguno de mis amigos, que son todos unos desgraciados, venga a vernos y a disfrutarla con nosotros. Y para ellos, para su solaz solamente, termino la entrada de hoy así: a la salida del Walmart hay un salón de belleza regentado por unas vietnamitas. M suele ir ahí a hacerse la pedicura. Ella tenía que ir, y yo, ya que estaba ahí, he decido que también. A ver cómo era eso de la pedicura. Y debo decir que no está mal, a pesar de la considerable decepción de la señorita que me ha atendido, a quien mis pies no le han interesado nada. En vano ha buscado alguna duricia o callo que representara un desafío para su piedra pómez. Y como tan poco era cuestión de esmaltarme las uñas, la faena le ha parecido poca cosa. 

Y así discurre en Ottawa, tan lento como un nenúfar, el mes de Octavio Augusto.





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