Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

sábado, 26 de mayo de 2012

Quebequiana (I)

Montreal la gris comienza a cobrar el aspecto de una ciudad que nos es familiar. Este fin de semana —en compañía de mis padres, que están de visita—, hemos comprobado cómo ya nos reconocen en algunas tiendas, cómo doblamos ya ciertas esquinas sin titubear, cómo somos atraídos de manera inevitable a los mismos rincones predilectos. Entre ellos, el estupendo L'Express, ya feliz rutina. Está es en la calle St. Denis, simpática y desvencijada, que tendría que ser un bulevar. Y la subida al Montroyal, cuyo belvedere domina el río San Lorenzo y edificios y puentes que antaño fueron los más grandes del Imperio Británico. Esta vez hemos dormido, generosamente financiados por mis padres, en Le St. James, un ampuloso hotel en el barrio viejo, bueno,  aunque de mucho ringorrango y algo lúgubre. Como tantos otros de la calle St. Jacques cuando era St. James, ocupa el edificio de un antiguo banco. Desde estas manzanas dirigía la economía de Montreal su élite inglesa y protestante (o más exacto, escocesa y presbiteriana) aborrecida, con razón o sin ella, por la mayoría francófona (les négres blancs d'Amérique, alguien dijo). Cuando en 1976 llegó al poder provincial el Parti Quebequois con su proyecto de independencia, los bancos y otras grandes compañías se fueron a Toronto, en mitad de una tormenta de acrimonia que no ha amainado del todo. Las macizas fortalezas del dinero siguen ahí, como colosos en ruinas marcando la presencia pretérita de otros dioses en la ciudad. Es una pena: sólo sumando fuerzas pudo haber resistido Montreal el empuje de Nueva York y Toronto y haberse convertido en la ciudad más portentosa del hemisferio. Hoy es más una Jerusalén lingüística, desertada y en declive. Pero sería injusto echar la decadencia de la villa únicamente en la cuenta del nacionalismo quebequés. La apertura del Sant Laurence Seaway, el canal que permitía embarcar la mercancía en los grandes lagos, y la ausencia de una periferia fuerte con la que comerciar también explican la decadencia. Pero las querellas lingüísiticas no ayudaron. ¿De qué sirve tener una de las mejores universidades del mundo, la McGill, si sus licenciados en inglés no se quedan por una cuestión de letreros? Canadá es un Estado bilingüe pero su sociedad no lo es. Incomprensible. ¿Tan difícil es obligar a que las escuelas del país impartan la enseñanza en las dos lenguas? Al menos es lo que yo querría para un hijo mío. No aprendemos. Y esto vale para Canadá, Bélgica, España y cualquier país con problemas similares.


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