Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

martes, 29 de mayo de 2012

Quebequiana (IV)

La carretera que va de Montreal a Quebec (ville) es de pan llevar, sin ningún atractivo. Este país es como uno de esos dibujos en los que se les pide a los niños que unan los puntos, y es inútil buscar la excusa para un meandro. A ambos lados de la autopista sólo encontrarás tundra, verde o blanca según la estación, y frondosa taiga infinita, como en esos largos trechos que en Siberia hay entre andén y andén. Vamos camino de Quebec (city) la capital de la provincia, y como no se cansa de repetir la guía, la única ciudad amurallada al norte de México. Un caso singular en Norteamérica: una ciudad que goza del prestigio de lo viejo. Y hay que decir que está a la altura de su reputación. Perfectamente podría estar en Borgoña, Flandes o el Palatinado. De hecho, por su tamaño y situación en lo alto de una peña, recuerda un poco a Luxemburgo. Pero con el mar a sus pies. Para construirla hicieron falta hombres y mujeres de un temple especial, capaces de sobrevivir a un invierno inhumano de seis meses, en lucha intermitente contra los indios de la región. En 1608 arribó Samuel de Chaplain, clavó su estaca y dijo 'Esto es del Rey de Francia'. (Así funcionaba entonces). De los veintiocho habitants que llegaron con él, murieron 20 en el primer invierno. La población consiguió estabilizarse en torno a la centena, pero había muy pocas mujeres. Luis XIV envío un cargamento de chicas, todas ellas con dote y carta de recomendación de su párroco y el río de la vida fluyó de nuevo. De Quebec dijo Dickens que era una especie de Gibraltar en Norteamérica, pero a Gibraltar le falta un cuarto de hora para ser tan bonito. La verdad es que me siento en casa, en ese gran casón, blasonado y provecto, lleno de fantasmas, que llamamos Europa. Nuestro hotel está en la parte baja, y lo primero que hacemos es buscar la boca del funicular que nos suba a la terraza del hotel Frontenac. Uno de los lugares más hermosos del mundo, no exagero. Casitas de piedra con tejados de cobre amontonados en caída. Calles empinadas. El río San Lorenzo en majestad tranquila, como un Bósforo sin mugre. Una cuña que rompe el continente y abre un vía de paso para buques y caravelas. De aquí viene el nombre: Quebec en algoquino significa 'Donde el río se estrecha', esto es, donde el mar entra en vereda. Vemos pasar un carguero enorme y pensamos que Braulio, nuestro toro de mimbre, ya estuvo aquí cuando viajaba hacia Ottawa con el resto de nuestra mudanza hace unos meses. Luego vamos al Museo del Fuerte, donde nos explican muy bien en qué consistió la batalla de los llanos de Abraham. En la tienda pido que me recomienden el mejor libro de historia de Québec: el encargado me señala uno sin dudar y me susurra "En este ganamos nosotros". Ah, mais oui, je me souviens! Y ríe.


¿Cuantas novias hacen falta? dijo Luis XIV

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