Adorerai-je aussi ta neige et vos frimas,
Et saurai-je tirer de l'implacable hiver
Des plaisirs plus aigus que la glace et le fer?

Ciel brouillé, Les fleurs du mal, Charles Baudelaire

domingo, 27 de mayo de 2012

Quebequiana (II)

Me entero por los periódicos de un gran escándalo de corrupción en la ciudad de Montreal. En breve, muchos funcionarios dando contratas a mafiosos a troche y moche, y no menores, sino de las grandes infraestructuras de la ciudad. A.J me había avisado de la corrupción descontrolada en Quebec: "Es que en Montreal tienen una mafia italiana, como la de las películas, que lo controla todo. ¿No has visto lo mal que están las carreteras y los accesos a la ciudad, siempre en obras? Todo eso es la mafia". Mi padre lee la noticia con delectación de lector de novela negra; está desayunando, de un humor excelente. Me confiesa que se debe a encontrarse en una ciudad donde la gente entiende su francés. Yo creo que más que un auténtico acto de comprensión lingüística, se trata de una amable deferencia hacia el turista. Admitámoslo: Mi padre y yo no nos expresaremos nunca en francés como caballeros. Pero lo cierto es que los quebequeses, o en sentido más amplio, los french-canadians, están desprovistos de esa soberbia del francés, que al primer error de pronunciación te implora que no continúes hablando en su lengua. Es un gusto soltar une belle tirade sin que te pongan mala cara. Luego aparece la adorable M, dormilona, más feliz que una lombriz porque por fin la traigo a la ciudad, donde puede chupar de los tubos de escape, atarse a los ascensores, caminar hasta el cansancio sin topar con ningún conocido e ir de compras (aunque luego nunca compre nada). La última, mi madre, contenta como siempre, pero no del todo: siendo la más cabal de todos, ha tomado una manía repentina a la ciudad, que le parece vulgar, feúcha y anodina (exagerando algunos defectos de Montreal, ya que la exageración es la specialité maison, chez-nous). Hay que considerar que viene con la retina deslumbrada de Nueva York. A mí me gusta mucho esta ciudad, pero entiendo su decepción. Montreal no es exactamente lo que uno se piensa. Ni tan europea, ni tan cosmopolita, ni tan bella. Le falta un punto de actividad, de tensión, un cambio de marcha. Yo también lo noto. Su hora ha pasado. Y la de la visita de mis padres se acerca a su final, desgraciadamente, pues de haber tenido más días habríamos disfrutado más de la dacha de Ottawa y subido a Quebec, plato de resistencia que se quedan sin probar. Su vuelo sale por la tarde. Da tiempo a subir a la colina de Mont-Royal. Es la tercera vez que subimos. La primera estaba cubierta de nieve y despeluchada, la segunda, parda y sucia; hoy es una cumbre luminosa de un verde oxigenado. Mi padre y yo caminamos hacia el lago de los castores, sin castores aparentemente, discutiendo la historia del país y algunas posibilidades profesionales. Luego nos vamos todos a comer a Outremont, un barrio que nos encanta. El restaurante Leméac, otro descubrimiento, el comienzo de otra lealtad. Nuestra camarera nos dice que todo el mundo está a favor de los estudiantes en su pulso al gobierno (los periódicos dicen lo contrario, que la gente está harta). Callejeamos por el barrio. En las escaleras de entrada a las casas vemos familias de judíos ortodoxos, los varones tocados por sombreros de copa plana y ala redonda, vestidos con un saco de seda negra, barbas bíblicas y largos mechones de pelo cubriendo las orejas. A veces detengo la mirada en un grupo y me digo que no debo volver a hacerlo. En Québec hay una tradición de antisemitismo, no sé si ya extinguida. No se trata sólo de los detestables tópicos conocidos en otras latitudes. El reproche principal que los franco-canadienses hacen a los judíos es haber optado por integrarse en la minoría anglófona. La fácil respuesta del judío es que no podían haber hecho otra cosa, dado que no eran admitidos en las escuelas católicas francesas. Como dice Leonard Cohen en una entrevista que he leído hace poco, todo el mundo se sentía minoría en Montréal: los francos, en el conjunto del país, los anglos en el conjunto de la provincia, y los judíos en todas partes. "Tres soledades". Salimos del Outremont levítico, camino del aeropuerto. Me hubiera gustado que mis padres se hubieran podido quedar más tiempo.

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